La madrugada del 24 de noviembre de 1818 Hipólito Bouchard, al frente de doscientos infantes y marinos desembarcó lo más sigilosamente que pudo. Quería cumplir su propio mandato de “terminar con la alegría” que reinaba en la guarnición española luego de haber fracasado el ataque que ordenó con la Santa Rosa, uno de los buques con los que había arribado a las costas de California. Habían pasado casi seis años que, como granadero, mató al abanderado español que llevaba el estandarte en el combate de San Lorenzo, lo que llevó a José de San Martín a elogiarlo en su parte de batalla. “Y le arrancó con la vida al abanderado el valiente oficial D. Hipólito Bouchard”.
Era un francés irascible, de carácter fuerte y a veces intolerante, aunque de proceder justo y bondadoso. No se imaginó que en Bormes, un pueblito cercano a Saint Tropez donde nació el 15 de enero de 1780, todos los 9 de julio desde 1983 se canta el himno argentino junto a su busto, en la plazoleta que lleva su nombre, por todo lo que hizo en la Argentina. Fue bautizado como André Paul pero adoptó el de Hipólito, el nombre de su hermano menor fallecido.
Cuando llegó a Buenos Aires por 1809 ya había peleado en el mar por su país natal. En 1811 fue uno de los protagonistas de la incipiente escuadra patriota que se había formado con lo que se pudo. Incorporado al Regimiento de Granaderos a Caballo, su papel en el combate de San Lorenzo le valió que la Asamblea del Año XIII le otorgase la ciudadanía. En 1812 se había casado con María Norberta Merlo Díaz, una porteña hija de un marino veterano de Trafalgar. Pobre María Roberta, conviviría poco con ese francés y una de sus hijas nunca lo conocería. En septiembre de 1815 obtuvo la patente de corso, con la que comandó la corbeta “Halcón”, y con la que haría campaña junto al almirante Guillermo Brown. Como ayudante de piloto, nombró a Tomás Espora, un joven marino de 15 años que haría historia.
Nuevamente en Buenos Aires, se propuso otro viaje: el de dar la vuelta al mundo y hostigar a los buques españoles que se le cruzasen en el camino. Así, en sociedad con el armador Vicente Anastasio Echeverría, puso en condiciones a “La Argentina”, un buque de 34 cañones, de los calibres que pudo encontrar en una Buenos Aires económicamente exhausta. Reunió 180 hombres, entre marinos e infantes. El 27 de junio de 1817 zarpó de la Ensenada de Barragán y, entre sus papeles, llevaba varias copias de la declaración de la Independencia. Puso proa al Atlántico, pasó por el cabo de Buena Esperanza, estuvo en Tamatave, Madagascar y ya en el Pacífico, cuarenta y tantos de sus hombres habían muerto víctimas del escorbuto, por la falta de frutas y verduras. Ante no saber qué hacer, alguien propuso enterrar a los enfermos, dejando solo su cabeza descubierta. Que la tierra se ocupase de la cura. Algunos fallecieron pero la mayoría sobrevivió a ese extraño tratamiento.
Luego de una escala en Java, en la zona de Las Filipinas capturó 16 barcos mercantes y en marzo de 1818 rumbeó para las islas Sandwich, que luego cambiaría su nombre por la de Hawaii. En una de ellas, se sorprendió al saber que el rey Kamehameha I se había adueñado de la corbeta “Santa Rosa”, también conocida como “Chacabuco”. Su propia tripulación, que se había amotinado, se la había vendido y muchos de ellos estaban desperdigados por la zona. Luego de una trabajosa negociación, Bouchard logró la devolución del buque -que así se incorporó a su campaña- y suscribió con el monarca local una suerte de tratado de unión para la paz, la guerra y el comercio, que algunos interpretan como el primer tratado en la que una nación reconoció la independencia de las Provincias Unidas.
El 21 de octubre de 1818 partieron hacia California. Bouchard ignoraba que un mercante español ya había sembrado la alarma en la guarnición española cuando advirtió de la probable llegada de los corsarios rioplatenses. La extensa bahía de Monterrey cobijaba el Presidio Real de San Carlos y una aldea de unos 400 habitantes. Cuando el 20 de noviembre los buques corsarios aparecieron en el horizonte, el gobernador Pablo Vicente Solá ordenó evacuar a mujeres, ancianos y niños, tomó los caudales reales, puso prudente distancia de los atacantes, y esperó en el Rancho del Rey, actualmente la ciudad de Salinas. En la guarnición quedaron 65 soldados al mando del sargento Manuel Gómez a aguantar lo que se venía. Bouchard ordenó al “Santa Rosa”, de menor calado que “La Argentina”, que se acercara a las murallas de la fortificación, a fin de hostigar las defensas y desembarcar. Pero el barco fue acribillado a disparos durante quince minutos y el teniente primero Guillermo Shepperd no tuvo más remedio que rendirse.
A Bouchard le llamó la atención que lo españoles no abordasen la nave rendida. Comprendió que no disponían de barcos para hacerlo, entonces armó un operativo de rescate del barco -a merced del enemigo por la falta de viento- que se hizo exitosamente. Detrás de las murallas se escuchaba el festejo por el rechazo al ataque. “Yo formé en este momento el designio de acabar con su alegría”, escribiría el francés. Y con 200 hombres, en la madrugada del 24 de noviembre, desembarcó a una legua del fuerte. Lo hizo en nueve botes y llevó un cañón. Los españoles que les salieron al encuentro no pudieron detenerlos y cuando escalaron los muros de la fortificación, los defensores huyeron despavoridos por el portón principal. Se izó la bandera argentina y durante 6 días, en los hechos fue territorio de las Provincias Unidas del Río de la Plata.
Se apropiaron del ganado que serviría como comida para el viaje; los animales que no pudieron llevar fueron sacrificados. Luego de liberar a los prisioneros, el fuerte fue incendiado, así como la residencia del gobernador -que esperó inútilmente refuerzos- y las casas de los españoles. Por orden de Bouchard, tanto las iglesias como los domicilios de los americanos no fueron tocados. También inutilizaron los cañones. El 29 dejaron Monterrey. Fueron al rancho El Refugio, cercano a Santa Bárbara, propiedad de la familia Ortega, contraria a los movimientos independentistas mexicanos. Nuevamente, se apropiaron de todo lo que pudieron llevarse y el resto lo quemaron y destruyeron. El 16 de diciembre, en San Juan de Capistrano, una misión fundada por el padre Junípero Serra en 1776, ofrecieron pagar por bolsas de papas, de trigo y por animales. Los españoles se negaron y escaparon luego de una breve resistencia. Los corsarios se reaprovisionaron de víveres y destruyeron las casas de los peninsulares.
Se movían rápido, porque en cada punto cuando las tropas españolas llegaban, las de Bouchard ya habían partido. El 17 de enero de 1819 bloquearon el puerto mexicano de San Blas y el 4 de abril atacaron El Realejo, un puerto clave del comercio español ubicado en la actual Guatemala. Finalmente, el 9 de julio de 1819, en el tercer aniversario de la independencia, Bouchard fondeó en el puerto de Valparaíso. Lejos de ser recibido como un héroe, por orden del almirante Thomas Cochrane, jefe de la escuadra chilena, fue acusado de piratería y encarcelado. El 9 de diciembre fue declarado inocente, se le devolvieron sus barcos pero no así el precioso botín -que era lo que propio Cochrane ambicionaba- que había acumulado en la larga travesía. Quiso regresar a Buenos Aires, pero José de San Martín le pidió que se quedase unos meses en el Perú. En 1828 abandonó la marina y el congreso peruano lo premió con las haciendas de San Javier y San José. Algunos sostienen que las banderas de Nicaragua, El Salvador, Honduras y Guatemala, todas muy similares a la argentina, es un reconocimiento por todo lo que este marino realizó en esos territorios durante aquellos años.