El Vaticano II sí constituyó una auténtica revolución. Teorías, concepciones, normas, costumbres, prácticas, ritos, fórmulas... que llevaban cuatro siglos en vigor y eran consideradas prácticamente inmutables, fueron profundamente transformadas, al dar paso la Iglesia a una nueva mentalidad, a la mentalidad moderna. En el siglo 16 la Iglesia había reaccionado negativamente contra el pensamiento moderno, que vio concretado en la Reforma Protestante, de Lutero, a la que condenó.
Posteriormente, el Concilio de Trento se centró en la llamada Contrarreforma, una posición beligerantemente contraria a los valores modernos, de perpetuación de los valores antiguos y medievales y a la defensiva ante todo lo moderno. En esa situación continuaba la Iglesia a mediados del siglo 20, y ésa es la actitud que quebró, y que fue desechada sin dificultad, por el nuevo Concilio, convocado por el Papa Juan XXIII.
El Vaticano II suscitó un entusiasmo general como hacía tiempo no se recordaba en la Iglesia católica. Muchos grupos, comunidades, sacerdotes y fieles abrazaron la nueva mentalidad y se adentraron por el camino de las muchas reformas que proponía. Sin embargo, tantos cambios no iban a ser fáciles. El Concilio Vaticano II dio solamente un primer paso, sin imaginar que, a partir de ahí, la Iglesia no iba a poder dejar de continuar caminando, en las décadas sucesivas, en lo que ha sido quizá el período más denso e intenso de renovación y debate interno de toda su historia. No han dejado de aparecer nuevas ideas, replanteamientos, perspectivas y desafíos. Entraron en escena nuevos paradigmas teológicos, que plantean grandes desafíos para la reflexión y la acción.
Tras varios siglos de enfrentamiento con el desarrollo de la ciencia y con la nueva conciencia de la emancipación de la humanidad frente a la tutela religiosa, el Concilio Vaticano II puede ser calificado teológicamente como la reconciliación del catolicismo con la primera modernidad. Fue un primer intento, limitado y contradictorio. Fue una reconciliación parcial -en cuanto que no se aplicó a las mismas estructuras jurídicas de la Iglesia- y fue también contradictoria, en cuanto que para llegar al consenso hubo de incurrir en ambigüedades, introduciendo concesiones a los grupos opuestos. Pero, en todo caso, significó el desbloqueo del impase que se arrastraba desde hacía siglos y fue un buen inicio para un camino que se recorrería después, despertando enorme interés y una desbordante vitalidad.
El Concilio llegó muy tarde, con una demora de varios siglos en el establecimiento del diálogo con la modernidad. Los analistas sitúan después del Concilio Vaticano II la llamada revolución cultural de mayo del 68, una profunda vuelta de tuerca de la modernidad en la sociedad ya inicialmente globalizada, que planteó nuevos cambios hasta entonces no contemplados: revolución cultural, sexual y femenina, crítica al poder, al Estado, a la democracia formal, a los valores establecidos. La Iglesia católica vivió esta “revolución cultural” en plena efervescencia de la apertura conciliar. Y en primera línea, ya sin la defensa de la clásica “separación del mundo” con la que hasta entonces se había auto-protegido. Como el resto de la sociedad, no pudo tener distancia crítica para saber cuáles serían las consecuencias de aquella nueva propuesta cultural. Esto fue causa adicional e imprevista de un gran malestar en el sector conservador de la Iglesia, que achacó al Concilio la desorientación que estaba produciendo en la Iglesia la nueva revolución cultural, lo que desató una fuerte oposición interna al propio Concilio.
Muy pronto, a partir de los años 70, surgió en América Latina una nueva propuesta teológica, liderada en principio por la Conferencia de Obispos Latinoamericanos. La Teología de la Liberación quiso ser inicialmente la aplicación y adaptación del Concilio Vaticano II a la Iglesia del continente. Pero terminó siendo una reinterpretación del conjunto del Cristianismo con la introducción de tres dimensiones hasta entonces olvidadas: la historicidad -que dialogaba con la segunda modernidad-, el reino centrismo -poner en el centro, por encima de todo, por encima incluso de la Iglesia, la utopía de Jesús, que él llamaba “el Reino”, idea que desplazaba el eclesiocentrismo- y la opción por los pobres, que rompía la milenaria alianza con el poder político y económico, ruptura que fue calificada como “el acontecimiento eclesial más importante desde la Reforma Protestante”. América Latina produjo un estilo de teología que se expandiría a partir de entonces al Cristianismo universal.
La Teología de la Liberación se extendió a Asia, a África y a Europa y aun hoy pervive y con entusiasmo. La envergadura y la importancia de lo que planteaba y la transformación que llevó a cabo esta teología habría podido merecer y justificar un hipotético Concilio Vaticano III. Un factor decisivo en ese momento -en principio, ajeno a lo propiamente teológico- fue la elección en 1978 como Papa de Karol Wojtyla, quien había sido precisamente líder del Coetus minor -la minoría perdedora- de los obispos cuyas propuestas resultaron desechadas en el Concilio Vaticano II. Desde el punto de vista de las consecuencias para la teología cabe resaltar el nombramiento de Josef Ratzinger como encargado de la Congregación de la Doctrina de la Fe, quien con su Informe sobre la fe comenzó una campaña de reinterpretación involutiva del Concilio, de descalificación de la Teología de la Liberación y de persecución de los teólogos más creativos.
El Vaticano II abrió tímidamente esta puerta cuando propició una superación tímida del “exclusivismo” -pensar que fuera de la Iglesia Católica no hay salvación-, reconociendo que las otras religiones también tienen “algunos elementos de verdad y de salvación”. A partir del área anglosajona del mundo, y sobre todo en Asia, donde el cristianismo experimentaba severamente la sensación de ser minoría en medio de una pluralidad religiosa insuperable, surgió el paradigma pluralista, un nuevo modelo de pensamiento que reinterpreta el Cristianismo no como “la única religión verdadera”, sino como una de las muchas religiones del mundo. A esto se suma otro paradigma: el feminismo: aunque las raíces del movimiento feminista son históricamente antiguas, su gran eclosión se ha dado apenas hace unas décadas, en el siglo 20. Y aunque procede de la sociedad civil, este paradigma ha sido ya asimilado en la teología y ha calado profundamente en sectores muy amplios del pensamiento y de las bases del cristianismo, especialmente en una gran mayoría de cristianas, tanto laicas como religiosas.
El paradigma feminista, auxiliado por los cada vez más numerosos estudios de género, ha mostrado hasta qué punto el cristianismo tradicional está influido por la ideología patriarcal, con la consiguiente marginación y minusvaloración de la dimensión femenina y de sus valores a todos los niveles, desde la imagen misma de Dios, hasta la organización de toda la vida cristiana. A nivel teórico, los logros de este paradigma son ya irreversibles y es en el nivel práctico, el nivel de la implementación de sus consecuencias en la vida eclesial, donde casi todo sigue por hacer. También en este caso, un cambio de paradigma tan profundo como propone el feminista, bien merecería en tiempos sanos todo un Concilio ecuménico, expresamente convocado para acogerlo con la profundidad y la coherencia necesarias.
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