PROGRAMA Nº 1198 | 20.11.2024

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LA SERPIENTE DEL PARAÍSO (Segunda Parte)

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Durante siglos, los israelitas sintieron que su Dios era un excelente compañero de viaje y protector en los caminos. Pero cuando empezaron a instalarse en la tierra prometida, en Canaán, y a volverse sedentarios, las cosas empezaron a cambiar. Allí entraron en contacto con la población local, es decir, los cananeos, mucho más evolucionados y desarrollados que ellos.

Ahora bien, los cananeos llevaban siglos instalados en la tierra, y por lo tanto eran completamente sedentarios, conocían muy bien la agricultura, y vivían de los frutos del campo, de las viñas y del producto de sus ganados. El dios de ellos se llamaba Baal y, por supuesto, era el Dios que les proporcionaba las lluvias, la cosecha y la fertilidad de los campos. La forma más común con que lo representaban era la de una serpiente, símbolo de la vida y de la inmortalidad. Baal tenía una compañera femenina, la diosa Asherá, diosa del amor y de la fecundidad.

Según las creencias cananeas, Baal y Asherá mantenían permanentes relaciones para asegurar la fecundidad de la tierra, de los rebaños y de los seres humanos. Por eso todas las fiestas religiosas cananeas estaban relacionadas con la cosecha. ¿Y cómo le rendían culto los cananeos a sus divinidades? Mediante la prostitución sagrada. En efecto, al ser un pueblo eminentemente agrícola, los cananeos pensaban que la fertilidad del campo y el éxito de la cosecha, su principal fuente de vida, dependían de la unión sexual de Baal con su esposa Asherá. Y que había que reproducir, aquí en la tierra, esas mismas relaciones, a fin de mantener la fecundidad. Para ello acondicionaban pequeñas habitaciones al lado del templo, y allí los cananeos actualizaban aquellas relaciones divinas, con prostitutas sagradas que estaban dedicadas a eso en los templos.

En un principio la religión cananea no significó ningún problema para los israelitas. Ellos tenían en claro que sólo Yahvé era su Dios, el que los había sacado de Egipto y los había acompañado a lo largo del desierto durante años, cuidándolos y protegiéndolos. Pero a medida que pasaban los años y se iban sedentarizando, los hebreos empezaron a dudar de que Yahvé les fuera útil. Este Dios, originario del desierto, ¿entendería de las lluvias, los trabajos del campo y la cría del ganado? Este Dios solitario, sin esposa ni experiencia en la fecundidad, ¿Podría ayudarlos a ellos ahora, en su nueva tarea de agricultores? ¿No sería preferible dejarlo y acudir a alguien con mayor experiencia en materia de cosechas, como eran Baal y su esposa?

Además, la religión cananea era muy sencilla y fácil de cumplir. Consistía exclusivamente en ceremonias rituales. No incluía ninguna exigencia moral, ni compromiso personal, ni conversión alguna, ni obligaba a practicar la justicia, el amor o el respeto a los demás. Bastaba con la prostitución sagrada, un rito mágico y supersticioso, para agradar a Dios y obtener la bendición de las cosechas. Semejante religión era más agradable que las duras exigencias de la Ley de Dios. Es fácil, pues, imaginar el serio peligro que la religión cananea comenzó a significar para los hebreos, herederos de la austera religión de Moisés.

Fue así como, poco a poco, si bien Yahvé siguió siendo el gran Dios nacional, a la hora de asegurar la fertilidad del suelo y la regularidad de las lluvias empezaron a volverse hacia la serpiente, símbolo de Baal. Comenzaron a visitar sus templos, a participar de sus ritos, y a introducirse furtivamente en las chozas de las prostitutas sagradas durante las grandes fiestas. El culto a las divinidades de la fertilidad fue, durante siglos, una permanente tentación para los israelitas. A veces con más fuerza, otras con menos, lo cierto es que Baal y Asherá terminaron seduciendo a los israelitas, que honraban a Yahvé, pero rendían culto apasionado a estos otros dioses.

Así estaban las cosas, cuando un escritor anónimo del siglo X decidió escribir un relato (nuestros actuales capítulos 2 y 3 del Génesis), para denunciar los peligros que estaba ocasionando la religión cananea entre sus hermanos israelitas. Según él, la sociedad toda (representada en Adán y Eva) debería estar viviendo en un Paraíso. Y sin embargo vivía en medio de injusticias, hambre, dolores, muerte. Y la causa de todos estos males no era otra que la serpiente, la religión cananea, que llevaba al pueblo a refugiarse en meros ritos exteriores y a olvidar las elevadas exigencias de la Ley de Dios. A buscar la protección de Dios y la felicidad no a través de una vida moral, justa, honesta, al servicio a sus hermanos, sino mediante meras prácticas fetichistas.

¿Y por qué dice el autor del Génesis que la serpiente lleva a “comer del árbol de la ciencia del bien y del mal”? En hebreo decir “el bien y el mal”, equivale a decir “todo”, “todas las cosas”. Y como una de las prácticas cananeas consistía en consultar a los adivinos y hechiceros para conocer las cosas futuras, algo inaudito para un buen israelita que sabía que el futuro del hombre está sólo en manos de Dios y no de un adivino, al pecado del Paraíso lo describe como el de pretender “conocer el bien y el mal”, es decir, todo el futuro del hombre. El autor del Génesis quiso referirse a los males que en su sociedad estaba ocasionando la religión cananea. No habla de un hecho sucedido en los orígenes de la humanidad, ni pretendía culpar a una pareja determinada por los males que existían en el mundo.

Si presenta este pecado como cometido en los orígenes, es para decirle a los lectores que ese pecado (el de seguir a la religión cananea) está en el origen, en la raíz, en la base de todos los otros males sociales. Y les advierte sobre las posibilidades futuras (las de construir un Paraíso), que se están perdiendo por su mal proceder. Con el transcurso de los siglos desapareció la religión cananea, y entonces la serpiente perdió su primitivo sentido y pasó a ser para la mentalidad judía un símbolo del mal, del adversario divino, del pecado.

Cuando en el exilio de Babilonia, siglos más tarde, los israelitas conocieron la figura de Satanás o Diablo, lo identificaron con su antiguo símbolo del mal, la serpiente del Paraíso. Y por eso, novecientos años después del Génesis, el libro de la Sabiduría dice sin problemas: “Por envidia del Diablo entró la muerte en el mundo” (2, 24). Ésta es la primera vez que la serpiente del Paraíso, que en el Génesis representaba a la religión cananea, aparece identificada con el Diablo. Y desde entonces esta idea se popularizó entre nosotros.

El autor del Génesis supo encontrar una respuesta a los grandes males de su tiempo. Descubrió que la pobreza, las injusticias sociales, los problemas laborales, los dramas familiares, la vida misma del pueblo, podrían ser distintas si no anduviesen detrás de aquella serpiente. Denunció, así, la inexcusable responsabilidad de la gente frente a las miserias que se vivían. No era voluntad de Dios la tragedia que envolvía a la sociedad, sino que se debía a que los israelitas se habían volcado hacia la religión de los cananeos. Y peor aún, ellos no parecían percatarse ni ver la gravedad.

La serpiente era una voz seductora que, sin que el pueblo se diera cuenta, lo llevaba a abandonar la Ley de Dios, perdiéndose en el marasmo de la magia y en una religiosidad meramente exterior y fetichista. Hoy el Génesis nos invita a descubrir lo mismo. A hacer una lista de los males que nos rodean, y tomar conciencia de que también a nosotros, subrepticiamente, se nos está colando una serpiente, que con voz seductora habla a nuestro pueblo, a nuestra gente, a nuestros gobernantes, a nuestros dirigentes, para alejarnos de la Ley de Dios.

Que nos lleva a construir una sociedad mezquina, de miseria, de opresión, de injusticias, de niños abandonados, de mujeres sometidas, de hombres sin trabajo, de corrupción social, insolidaria, mientras nos sentimos religiosos porque practicamos devociones y ritos exteriores. Descubrirla a tiempo es el gran desafío. Para desenmascararla, para no escucharla más. Para que por fin amanezca el Paraíso.

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