Durante
siglos, los israelitas sintieron que su Dios era un excelente compañero de
viaje y protector en los caminos. Pero cuando empezaron a instalarse en la
tierra prometida, en Canaán, y a volverse sedentarios, las cosas empezaron a
cambiar. Allí entraron en contacto con la población local, es decir, los
cananeos, mucho más evolucionados y desarrollados que ellos.
Ahora bien, los
cananeos llevaban siglos instalados en la tierra, y por lo tanto eran
completamente sedentarios, conocían muy bien la agricultura, y vivían de los
frutos del campo, de las viñas y del producto de sus ganados. El dios de ellos
se llamaba Baal y, por supuesto, era el Dios que les proporcionaba las lluvias,
la cosecha y la fertilidad de los campos. La forma más común con que lo
representaban era la de una serpiente, símbolo de la vida y de la inmortalidad.
Baal tenía una compañera femenina, la diosa Asherá, diosa del amor y de la
fecundidad.
Según
las creencias cananeas, Baal y Asherá mantenían permanentes relaciones para
asegurar la fecundidad de la tierra, de los rebaños y de los seres humanos. Por
eso todas las fiestas religiosas cananeas estaban relacionadas con la cosecha. ¿Y
cómo le rendían culto los cananeos a sus divinidades? Mediante la prostitución
sagrada. En efecto, al ser un pueblo eminentemente agrícola, los cananeos
pensaban que la fertilidad del campo y el éxito de la cosecha, su principal
fuente de vida, dependían de la unión sexual de Baal con su esposa Asherá. Y
que había que reproducir, aquí en la tierra, esas mismas relaciones, a fin de
mantener la fecundidad. Para ello acondicionaban pequeñas habitaciones al lado
del templo, y allí los cananeos actualizaban aquellas relaciones divinas, con
prostitutas sagradas que estaban dedicadas a eso en los templos.
En
un principio la religión cananea no significó ningún problema para los
israelitas. Ellos tenían en claro que sólo Yahvé era su Dios, el que los había
sacado de Egipto y los había acompañado a lo largo del desierto durante años,
cuidándolos y protegiéndolos. Pero a medida que pasaban los años y se iban
sedentarizando, los hebreos empezaron a dudar de que Yahvé les fuera útil. Este
Dios, originario del desierto, ¿entendería de las lluvias, los trabajos del
campo y la cría del ganado? Este Dios solitario, sin esposa ni experiencia en
la fecundidad, ¿Podría ayudarlos a ellos ahora, en su nueva tarea de
agricultores? ¿No sería preferible dejarlo y acudir a alguien con mayor
experiencia en materia de cosechas, como eran Baal y su esposa?
Además,
la religión cananea era muy sencilla y fácil de cumplir. Consistía
exclusivamente en ceremonias rituales. No incluía ninguna exigencia moral, ni
compromiso personal, ni conversión alguna, ni obligaba a practicar la justicia,
el amor o el respeto a los demás. Bastaba con la prostitución sagrada, un rito
mágico y supersticioso, para agradar a Dios y obtener la bendición de las
cosechas. Semejante religión era más agradable que las duras exigencias de la
Ley de Dios. Es fácil, pues, imaginar el serio peligro que la religión cananea
comenzó a significar para los hebreos, herederos de la austera religión de
Moisés.
Fue
así como, poco a poco, si bien Yahvé siguió siendo el gran Dios nacional, a la
hora de asegurar la fertilidad del suelo y la regularidad de las lluvias
empezaron a volverse hacia la serpiente, símbolo de Baal. Comenzaron a visitar
sus templos, a participar de sus ritos, y a introducirse furtivamente en las
chozas de las prostitutas sagradas durante las grandes fiestas. El culto a las
divinidades de la fertilidad fue, durante siglos, una permanente tentación para
los israelitas. A veces con más fuerza, otras con menos, lo cierto es que Baal
y Asherá terminaron seduciendo a los israelitas, que honraban a Yahvé, pero
rendían culto apasionado a estos otros dioses.
Así
estaban las cosas, cuando un escritor anónimo del siglo X decidió escribir un
relato (nuestros actuales capítulos 2 y 3 del Génesis), para denunciar los
peligros que estaba ocasionando la religión cananea entre sus hermanos
israelitas. Según él, la sociedad toda (representada en Adán y Eva) debería
estar viviendo en un Paraíso. Y sin embargo vivía en medio de injusticias,
hambre, dolores, muerte. Y la causa de todos estos males no era otra que la serpiente,
la religión cananea, que llevaba al pueblo a refugiarse en meros ritos
exteriores y a olvidar las elevadas exigencias de la Ley de Dios. A buscar la
protección de Dios y la felicidad no a través de una vida moral, justa,
honesta, al servicio a sus hermanos, sino mediante meras prácticas fetichistas.
¿Y
por qué dice el autor del Génesis que la serpiente lleva a “comer del árbol de la ciencia del bien y del mal”? En hebreo decir
“el bien y el mal”, equivale a decir “todo”, “todas las cosas”. Y como una de
las prácticas cananeas consistía en consultar a los adivinos y hechiceros para
conocer las cosas futuras, algo inaudito para un buen israelita que sabía que
el futuro del hombre está sólo en manos de Dios y no de un adivino, al pecado
del Paraíso lo describe como el de pretender “conocer el bien y el mal”, es
decir, todo el futuro del hombre. El autor del Génesis quiso referirse a los
males que en su sociedad estaba ocasionando la religión cananea. No habla de un
hecho sucedido en los orígenes de la humanidad, ni pretendía culpar a una
pareja determinada por los males que existían en el mundo.
Si
presenta este pecado como cometido en los orígenes, es para decirle a los
lectores que ese pecado (el de seguir a la religión cananea) está en el origen,
en la raíz, en la base de todos los otros males sociales. Y les advierte sobre
las posibilidades futuras (las de construir un Paraíso), que se están perdiendo
por su mal proceder. Con el transcurso de los siglos desapareció la religión
cananea, y entonces la serpiente perdió su primitivo sentido y pasó a ser para
la mentalidad judía un símbolo del mal, del adversario divino, del pecado.
Cuando en el exilio de Babilonia, siglos más tarde, los israelitas conocieron
la figura de Satanás o Diablo, lo identificaron con su antiguo símbolo del mal,
la serpiente del Paraíso. Y por eso, novecientos años después del Génesis, el
libro de la Sabiduría dice sin problemas: “Por envidia del Diablo entró la
muerte en el mundo” (2, 24). Ésta es la primera vez que la serpiente del
Paraíso, que en el Génesis representaba a la religión cananea, aparece
identificada con el Diablo. Y desde entonces esta idea se popularizó entre
nosotros.
El
autor del Génesis supo encontrar una respuesta a los grandes males de su
tiempo. Descubrió que la pobreza, las injusticias sociales, los problemas
laborales, los dramas familiares, la vida misma del pueblo, podrían ser
distintas si no anduviesen detrás de aquella serpiente. Denunció, así, la
inexcusable responsabilidad de la gente frente a las miserias que se vivían. No
era voluntad de Dios la tragedia que envolvía a la sociedad, sino que se debía
a que los israelitas se habían volcado hacia la religión de los cananeos. Y
peor aún, ellos no parecían percatarse ni ver la gravedad.
La serpiente era una
voz seductora que, sin que el pueblo se diera cuenta, lo llevaba a abandonar la
Ley de Dios, perdiéndose en el marasmo de la magia y en una religiosidad
meramente exterior y fetichista. Hoy
el Génesis nos invita a descubrir lo mismo. A hacer una lista de los males que
nos rodean, y tomar conciencia de que también a nosotros, subrepticiamente, se
nos está colando una serpiente, que con voz seductora habla a nuestro pueblo, a
nuestra gente, a nuestros gobernantes, a nuestros dirigentes, para alejarnos de
la Ley de Dios.
Que nos lleva a construir una sociedad mezquina, de miseria, de
opresión, de injusticias, de niños abandonados, de mujeres sometidas, de
hombres sin trabajo, de corrupción social, insolidaria, mientras nos sentimos
religiosos porque practicamos devociones y ritos exteriores. Descubrirla a
tiempo es el gran desafío. Para desenmascararla, para no escucharla más. Para
que por fin amanezca el Paraíso.