Conviene reflexionar un poco
sobre su personalidad. Los textos evangélicos no dicen nada de la personalidad
del profeta Isaías, pero le citan. Incluso podemos decir que, a menudo, se le
adivina presente en el pensamiento y hasta en las palabras de Cristo. Es el
profeta por excelencia del tiempo de la espera; está asombrosamente cercano, es
de los nuestros, de hoy. Lo está por su deseo de liberación, su deseo de lo
absoluto de Dios; lo es en la lógica bravura de toda su vida que es lucha y
combate; lo es hasta en su arte literario, en el que nuestro siglo vuelve a
encontrar su gusto por la imagen desnuda pero fuerte hasta la crudeza. Es uno
de esos violentos a los que les es prometido por Cristo el Reino.
Todo debe ceder ante este
visionario, emocionado por el esplendor futuro del Reino de Dios que se
inaugura con la venida de un Príncipe de paz y justicia. Encontramos en Isaías
ese poder tranquilo e inquebrantable del que está poseído por el Espíritu que
anuncia, sin otra alternativa y como pesándole lo que le dicta el Señor. El
profeta apenas es conocido por otra cosa que sus obras, pero éstas son tan
características que a través de ellas podemos adivinar y amar su persona.
Sorprendente proximidad de esta gran figura del siglo VIII antes de Cristo, que
sentimos en medio de nosotros, cotidianamente, dominándonos desde su altura
espiritual.
Isaías vivió en una época de
esplendor y prosperidad. Rara vez los reinos de Judá y Samaría habían conocido
tal optimismo y su posición política les permite ambiciosos sueños. Su
religiosidad atribuye a Dios su fortuna política y su religión espera de él
nuevos éxitos. En medio de este frágil paraíso, Isaías va a erguirse
valerosamente y a cumplir con su misión: mostrar a su pueblo la ruina que le
espera por su negligencia. Perteneciente sin duda a la aristocracia de
Jerusalén, alimentado por la literatura de sus predecesores, sobre todo Amós y
Oseas, Isaías prevé como ellos, inspirado por su Dios, lo que será la historia
de su país. Superando la situación presente en la que se entremezclan cobardías
y compromisos, ve el castigo futuro que enderezará los caminos tortuosos.
Los comienzos de la obra de
Isaías, que originarán la leyenda del buey y del asno del pesebre, marcan su pensamiento
y su papel. Yahvé lo es todo para Israel, pero Israel, más estúpido que el buey
que conoce a su dueño, ignora a su Dios (Is 1, 2-3). Pero Isaías no se aislará
en el papel de predicador moralizante. Y así se convierte para siempre en el
gran anunciador de la Parusía, de la venida de Yahvé. Así como Amós se había
levantado contra la sed de dominación que avivaba la brillante situación de
Judá y Samaría en el siglo VIII, Isaías predice los cataclismos que se
desencadenarán en el día de Yahvé (Is 2, 1-17). Ese día será para Israel el día
del juicio.
Para Isaías, como más tarde para
San Pablo y San Juan, la venida del Señor lleva consigo el triunfo de la
justicia. Por otra parte, los capítulos 7 al 11 nos van a describir al Príncipe
que gobernará en la paz y la justicia (ls 7, 10-17). Es fundamental
familiarizarse con el doble sentido de este texto. A aquel que no entre en la
realidad ambivalente que comunica, le será totalmente imposible comprender la
Escritura, incluso ciertos pasajes del Evangelio, y vivir plenamente la
liturgia. En efecto, en el evangelio del primer domingo de Adviento sobre el
fin del mundo y la Parusía, los dos significados del Adviento dejan constancia
de ese fenómeno propiamente bíblico en el que una doble realidad se significa por
un mismo y único acontecimiento. El reino de Judá va a pasar por la devastación
y la ruina.
El nacimiento de Emmanuel,
"Dios con nosotros", reconfortará a un reino dividido por el cisma de
diez tribus. El anuncio de este nacimiento promete, pues, a los contemporáneos
de Isaías y a los oyentes de su oráculo, la supervivencia del reino, a pesar
del cisma y la devastación. Príncipe y profeta, ese niño salvará por sí mismo a
su país. Pero, por otra parte, la presentación literaria del oráculo y el modo
de insistir Isaías en el carácter liberador de este niño, cuyo nacimiento y
juventud son dramáticos, hacen presentir que el profeta ve en este niño la
salvación del mundo. Isaías subraya en sus ulteriores profecías los rasgos
característicos del Mesías. Aquí se contenta con apuntarlos y se reserva para
más tarde el tratarlos uno a uno y modelarlos. El profeta describe así a este
rey justo: (Is. 11, 1-9).
Ezequías va a subir al trono y
este poema se escribe para él. Pero, ¿cómo un hombre frágil puede reunir en sí
tan eminentes cualidades? ¿No vislumbra Isaías al Mesías a través de Ezequías?
La Iglesia lo entiende así y hace leer este pasaje, sobre la llegada del justo,
en los maitines del segundo domingo de Adviento. En el capítulo segundo de su
obra, hemos visto a Isaias anunciando una Parusía que a la vez será un juicio.
En el capitulo 13, describe la caída de Babilonia tomada por Ciro. Y de nuevo,
se nos invita a superar este acontecimiento histórico para ver la venida de
Yahvé en su "día". La descripción de los cataclismos que se
producirán la tomará Joel y la volveremos a encontrar en el Apocalipsis (Is 13,
9-ll).
Esta venida de Yahvé aplastará a
aquel que haya querido igualarse a Dios. El Apocalipsis de Juan tomará
parecidas imágenes para describir la derrota del diablo (cap. 14). En los
maitines del 4.° domingo de Adviento, volvemos a encontrarle en el momento que
describe el advenimiento de Yahvé: "La tierra abrasada se trocará en
estanque, y el país árido en manantial de aguas" (35, 7). Se reconoce el
tema de la maldición de la creación en el Génesis. Pero vuelve Yahvé que va a
reconstruir el mundo. Al mismo tiempo, Isaías profetiza la acción curativa de
Jesús que anuncia el Reino: "Los ciegos ven, los cojos andan", signo
que Juan Bautista toma de este poema de Isaías (35, 5-6).
Podríamos sintetizar toda la obra
del profeta reduciéndola a dos objetivos:
-El primero, llegar a la
situación presente, histórica, y remediarla luchando.
-El segundo, describir un futuro
mesiánico más lejano, una restauración del mundo.
Así vemos a Isaías como un
enviado de su Dios al que ha visto cara a cara. El profeta no cesa de hablar de
él en cada línea de su obra. Y, sin embargo, en sus descripciones se distingue
por mostrar cómo Yahvé es el Santo y, por lo tanto, el impenetrable, el
separado, Aquel que no se deja conocer. O, más bien, se le conoce por sus obras
que, ante todo, es la justicia. Para restablecerla, Yahvé interviene
continuamente en la marcha del mundo.