Hubo un aviso,
pero claro, los muertos eran pobres, de los barrios bajos, de las marismas, y
la epidemia de cólera de 1867, con sus casi 600 fallecidos, fue tomada como una
comprobación de las leyes malthusianas que invitaban a los ricos a sentir cierto alivio cuando morían tantos
pobres. Se venían denunciado las pésimas condiciones de vida de la mayoría de
la población que carecía de agua potable y servicios cloacales. El nombre dado
a la “reina del Plata” no dejaba de asombrar a los visitantes extranjeros que
apenas se alejaban de los ricos y elegantes salones podían percibir que no eran
justamente buenos aires los que se respiraban en aquella ciudad que crecía
desordenadamente y que según el censo de 1869 tenía casi doscientos mil
habitantes.
No había
recolección de residuos y los basurales abundaban particularmente en los
“barrios bajos” que tenían el raro privilegio de acumular desechos propios y
extraños. El método para achicar los volúmenes de basura era absolutamente
insalubre y consistía en pasar por encima de los desperdicios de una gran
piedra aplanadora que reducía el tamaño de estos pero no los eliminaba sino que
los dispersaba y los preparada para ser usados como relleno de terrenos bajos y
desniveles sobre los que, en el mejor de los casos se ponían adoquines. Los
saladeros arrojaban displicentemente sus desperdicios orgánicos a las aguas del
Riachuelo que ya por entonces distaba mucho de oler a extracto francés. A todo
este insalubre panorama se sumaba la falta de reglamentación sobre el entierro
de los fallecidos que eran inhumados prácticamente al ras del suelo y bastaba
una lluvia regular para que los restos cadavéricos se incorporaran a los riachos
que confluían al Riachuelo.
Todas estas
fuentes infecciosas convivían sin ser molestadas en la gran urbe del Sur. El
Estado estaba ausente con aviso y sólo faltaba que una epidemia pusiera a
prueba la eficiencia de las leyes del mercado. Y la peste llegó en enero de
1871. Todo parece indicar que los vectores de la enfermedad llegaron en un
barco procedente de Asunción del Paraguay y encontraron muchos sitios propicios
para reproducirse en los innumerables charcos y pantanos de las zonas cercanas
al puerto ensañándose particularmente con las barriadas populares de San Telmo
y Monserrat. Los primeros casos se dieron en las casas de inquilinato ubicadas
en Bolívar 300 y Cochabamba 100 y casi inmediatamente el episodio dejó de ser
una rareza para generalizarse. Faltaban diez años para que el Dr. Carlos Finlay
expusiera su tesis en un Congreso médico en La Habana que demostraría que el
causante de la enfermedad era un mosquito llamado Aedes aegypti y queel mal no
se propagaba por contagio.
Pero por aquellos
días de 1871, frente a la ignorancia, cundió la histeria y la histórica
culpabilización de la pobreza por parte de los miembros del poder, es decir de
sus propios causantes. “Fueron los
conventillos los que padecieron este tipo peculiar de requisa. Los desdichados
inmigrantes, desarraigados, perdidos en medio de la locura en que se hallaban
sumergidos, contemplaban entre desolados y temerosos a esos señores que les
impartían órdenes incomprensibles. Recién comenzaban a entenderse cuando a
empujones los echaban a la calle, muchas veces
sin dejarles recoger sus pertenencias. Es natural que se resistieran,
que gritaran su desvalimiento, que intentaran salvar lo poco que tenían. Pero
todo cuanto había en la casa estaba condenado. Policías y comisionados recogían
las míseras camas, los tristes muebles, los pobres enseres e incluso la ropa de
los inquilinos, los apilaban en el patio y encendían una estupenda hoguera,
verdadero auto de fe. El conventillo era encalado, desinfectado y cerrado. Los
comisionados y la policía se iban y quedaban los inmigrantes en la calle
librados a su suerte”.
Creció
exponencialmente la xenofobia y la persecución contra los italianos, en
particular y contra los habitantes de los conventillos en general. La fiebre,
llamada amarilla por la ictericia que viraba el color de los enfermos, se
extendió rápidamente por los barrios más populares de la Capital. El número de
muertos se fue incrementando día a día hasta llegarse el 10 de abril al récord
de 563 muertos en un solo día. Los hospitales colapsaron y hubo que fundar un
nuevo cementerio que se creó en la Chacarita de los Colegiales, aquel escenario
de la Juvenilia de Cané, y como explicaba Borges: Porque la entraña del
Cementerio del Sur/fue saciada por la fiebre amarilla hasta decir basta;/porque
los conventillos hondos del sur/mandaron muerte sobre la cara de Buenos Aires y
porque Buenos Aires no pudo mirar esa muerte,/ a paladas te abrieron /en la
punta perdida del oeste, detrás de las tormentas de tierra /y del barrial
pesado y primitivo que hizo a los cuarteadores. Las víctimas eran transportadas
en el llamado “tren de la muerte” que tenía como locomotora a la legendaria
“Porteña”. Partía en un claro ejemplo de viaje de ida, de la actual esquina de
Jean Jaurés y Corrientes y llegaba con sus tres vagones cargados de muerte
hasta la flamante necrópolis.
El presidente
Sarmiento y el vice Alsina abandonaban la ciudad y a sus habitantes a la buena
de Dios, mientras “La Prensa” decía: “Hay ciertos rasgos de cobardía que dan la
medida de lo que es un magistrado y de lo que podrá dar de sí en adelante, en
el alto ejercicio que le confiaron los pueblos”. La ciudadanía se movilizó a la
Plaza de la Victoria (hoy Plaza de Mayo) y allí unas 8.000 personas decidieron
conformar una Comisión Popular presidida por el Dr. Roque Pérez, que con
notable decisión y con acciones de notable heroísmo en medio de las cuales
falleció, entre otros, el Dr. Francisco Javier Muñiz, trató de llenar el vacío
dejado por el gobierno ausente y ocuparse de la situación de emergencia. La
cifra oficial de muertos fue de 13.614. La mitad eran niños. Solo después de la
tragedia comenzaron a ser debativos los proyectos para emprender la tareas
tendientes a que los habitantes de Buenos Aires tuvieran agua potable y
cloacas.
Pero en cuanto
comenzaron a quedar atrás los ecos de la Fiebre amarilla, los proyectos se
fueron cajoneados y sólo se encararon los que correspondían al Barrio Norte y
Recoleta, donde moraban ahora los poderosos de Buenos Aires que habían
abandonado tras la epidemia sus casonas de San Telmo y Monserrat para
convertirlas en rentables e insalubres conventillos. La peste había pasado, las
condiciones que la habían hecho posible seguían prácticamente inalteradas.
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