El Credo comienza así: "Creo en Dios". Es una afirmación fundamental, aparentemente simple en su esencialidad, que sin embargo abre al mundo infinito de la relación con el Señor y con su misterio. Creer en Dios implica adhesión a Dios, acogida de su Palabra y obediencia gozosa a su revelación.
¿Qué
significa esto para nosotros? Cuando decimos: "Yo creo en Dios",
decimos, como Abraham: "Confío en ti, me confío a ti, Señor", pero no
como a Alguien a quien se acude sólo en los momentos de dificultad o al que
dedicar algún momento del día o de la semana. Decir "Yo creo en Dios"
significa fundar en Él mi vida, dejar que su Palabra la oriente cada día, en
las opciones concretas sin temor de perder algo de mí mismo.
Cuando,
en el rito del Bautismo, se pide tres veces: "¿Creéis? en Dios, en
Jesucristo, en el Espíritu Santo, en la Santa Iglesia Católica y las demás
verdades de la fe, la triple respuesta es en singular: "Yo creo",
porque es mi existencia personal la que va a recibir un viraje con el don de la
fe, es mi vida la que debe cambiar, convertirse. Cada vez que participamos en
un Bautismo, debemos preguntarnos cómo vivimos cada día el gran don de la fe.
Abraham,
el creyente, nos enseña la fe; y, como un extranjero en la tierra, nos muestra
la verdadera patria. La fe nos hace peregrinos en la tierra, dentro del mundo y
de la historia, pero en camino hacia la patria celestial.
Creer
en Dios nos hace, pues, portadores de valores que a menudo no coinciden con la
moda y la opinión del momento, nos pide adoptar criterios y asumir conductas
que no pertenecen a la manera común de pensar. El cristiano no debe tener miedo
de ir "contra corriente" para vivir su propia fe, resistiendo a la
tentación de "adecuarse".
En
muchas de nuestras sociedades, Dios se ha convertido en el "gran
ausente" y en su lugar hay muchos ídolos, en primer lugar el
"yo" autónomo. Y también los significativos y positivos progresos de
la ciencia y de la tecnología han llevado al hombre a una ilusión de
omnipotencia y de autosuficiencia, y un creciente egoísmo ha creado muchos
desequilibrios en las relaciones y el comportamiento social.
Y,
sin embargo, la sed de Dios (cf. Sal 63,2) no se extinguió y el mensaje del
Evangelio sigue resonando a través de las palabras y los hechos de muchos
hombres y mujeres de fe. Abraham, el padre de los creyentes, sigue siendo el
padre de muchos hijos que están dispuestos a seguir sus pasos y se ponen en
camino, en obediencia a la llamada divina, confiando en la presencia
benevolente del Señor y acogiendo su bendición para ser una bendición para
todos.
Es
el mundo bendecido por la fe al que todos estamos llamados, para caminar sin
miedo siguiendo al Señor Jesucristo. Y a veces es un camino, que conoce
incluso, la prueba de la muerte, pero que está abierto a la vida, en una
transformación radical de la realidad que sólo los ojos de la fe pueden ver y
disfrutar en abundancia.
Afirmar
"yo creo en Dios" nos conduce, pues, a ponernos en camino, a salir de
nosotros mismos continuamente, al igual que Abraham, para llevar, en la
realidad cotidiana en que vivimos, la certeza que viene de la fe: la certeza, es
decir, la presencia de Dios en la historia, también hoy; una presencia que da
vida y salvación, y nos abre a un futuro con Él para una plenitud de vida que
nunca conocerá el ocaso.