El divino aliento, según la sagrada escritura, no solo es una luminaria que ilumina con sabiduría y despierta la profecía, sino también una fuerza que santifica. En verdad, el Espíritu de Dios comunica santidad, él mismo es "espíritu santo". Este título se atribuye al aliento divino en el capítulo 63 del libro de Isaías. En ese extenso poema que enaltece los beneficios de Yahvé y lamenta los desvíos del pueblo a lo largo de la historia de Israel, el autor divino relata cómo "se rebelaron y afligieron a su espíritu santo" (Isaías 63, 10). Sin embargo, tras el castigo divino, "recordó los días pasados, los tiempos de Moisés su siervo", preguntando: "¿Dónde está el que hizo subir del mar al pastor de su rebaño? ¿Dónde está el que infundió en él su santo aliento?" (Isaías 63, 11).
Este término resuena también en el Salmo 51, donde, al implorar perdón al Señor, el autor ruega: " No me arrojes lejos de tu presencia ni retires de mí tu santo espíritu." (Salmo 51, 13). Es el principio íntimo del bien, actuando en lo profundo para llevar hacia la santidad. El libro de la Sabiduría establece la incompatibilidad entre el Espíritu Santo y la falsedad o la injusticia: "Porque el santo aliento, el educador, huye de la mentira, se aleja de los pensamientos insensatos y se siente rechazado ante la injusticia" (Sabiduría 1, 5).
Se destaca también una estrecha relación entre la sabiduría y el aliento. En la sabiduría, según el autor inspirado, "hay un aliento inteligente, santo, único, variado, sutil, ágil, perspicaz, puro, transparente, inmutable, amante del bien, agudo, libre, benévolo, amigo de la humanidad, firme, seguro, sereno, que todo lo puede, lo observa todo y penetra en todos los alientos, en los inteligentes, en los puros y hasta en los más sutiles" (Sabiduría 7, 22-23). Sin este Espíritu Santo enviado desde lo alto, el hombre no puede discernir la voluntad santa de Dios, y mucho menos cumplirla fielmente.
En el Antiguo Testamento, la exigencia de santidad está estrechamente ligada a la dimensión cultural y sacerdotal de la vida de Israel. El culto debe rendirse en un lugar "santo", el sitio de la Morada de Dios tres veces santo (Isaías 6, 1.4). La nube es el signo de la presencia del Señor (Éxodo 40, 34.35; 1 Reyes 8, 10.11); todo en la tienda, en el templo, en el altar, en los sacerdotes, desde el primer consagrado Aarón (Éxodo 29, 1, ss.), debe responder a las exigencias de lo "sacro". Es una aureola de respeto y veneración creada alrededor de personas, ritos y lugares privilegiados por una relación especial con Dios.
Algunos textos bíblicos afirman la presencia de Dios en la tienda del desierto y en el templo de Jerusalén (Éxodo 25, 8; 40, 34-35; 1 Reyes 8, 10-13; Ezequiel 43, 4-5). Sin embargo, en la narración misma de la dedicación del templo de Salomón, se refiere una oración en la que el rey cuestiona esta afirmación diciendo: "Pero ¿es posible que Dios realmente resida en la tierra? Si el cielo y lo más alto de los cielos no pueden contenerte, ¿cómo puede esta Casa que he construido?" (1 Reyes 8, 27). En los Hechos de los Apóstoles, Esteban expresa una convicción similar sobre el templo: "...aunque el Altísimo no habita en templos construidos por manos humanas. Como dice el profeta: El cielo es mi trono, y la tierra es el estrado de mis pies. ¿Qué clase de casa podrían construirme, dice el Señor, o dónde será mi lugar de descanso?" (Hechos 7, 48)
Jesús mismo explica esto en su conversación con la mujer samaritana: "Dios es espíritu, y quienes lo adoran deben adorarlo en espíritu y en verdad" (Juan 4, 24). Una casa material no puede recibir plenamente la acción santificadora del Espíritu Santo y, por tanto, no puede ser verdaderamente la "morada de Dios". La verdadera morada de Dios debe ser una "casa espiritual", como dirá Pedro, compuesta por "piedras vivas", es decir, por hombres y mujeres interiormente santificados por el Espíritu de Dios (1 Pedro 2, 4.10; Efesios 2, 21.22).
Equipo de Redacción
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