Fue convocado por el emperador romano Constantino I, quien acababa de imponer su dominio sobre la totalidad del Imperio Romano después de vencer a Licinio. Previamente, Constantino ya había dado muestras de sus simpatías por el Cristianismo al dictar el Edicto de Milán del año 313, que daba a los cristianos libertad para reunirse y practicar su culto sin miedo a sufrir persecuciones. No obstante, el emperador era consciente de las numerosas divisiones que existían en el seno del Cristianismo, por lo que, siguiendo la recomendación de un sínodo dirigido por Osio de Córdoba en ese mismo año, decidió convocar un concilio ecuménico de obispos en la ciudad de Nicea, donde se encontraba el palacio imperial de verano. El propósito de este concilio debía ser establecer la paz religiosa y construir la unidad de la Iglesia cristiana.
En aquellos
momentos, la cuestión principal que dividía a los cristianos era la denominada
controversia arriana, es decir, el debate sobre la naturaleza divina de Jesús.
Un sector de los cristianos, liderado por el obispo de Alejandría, Alejandro, y
su discípulo y sucesor Atanasio, defendía que Jesús tenía una doble naturaleza,
humana y divina, y que por tanto Cristo era verdadero Dios y verdadero Hombre;
en cambio, otro sector liderado por el presbítero Arrio y por el obispo Eusebio
de Nicomedia, afirmaba que Cristo había sido la primera creación de Dios antes
del inicio de los tiempos, pero que, habiendo sido creado, no era Dios mismo.
Aunque todos los
obispos cristianos del Imperio fueron formalmente convocados a reunirse en
Nicea, en realidad asistieron alrededor de 300 (según san Atanasio), o quizá un
número ligeramente inferior. La mayoría de los obispos eran orientales, si
bien participaron también dos representantes del Papa Silvestre. El concilio
fue presidido por Osio de Córdoba. También estuvo presente Arrio y algunos
pocos defensores de sus posiciones teológicas. La posición contraria a Arrio
fue defendida, entre otros, por Alejandro de Alejandría y su joven colaborador,
Atanasio.
Frente a la
herejía de Arrio, que negaba la verdadera divinidad de Jesucristo, el Concilio
de Nicea (325) fijó la ortodoxia cristiana al definir que el Hijo es
“consustancial” con el Padre. Una palabra no bíblica, “consustancial”, es introducida en el
Credo para defender, con términos nuevos, la peculiaridad de la fe cristiana,
profesada desde los orígenes: Jesucristo es el Hijo encarnado, de la misma
sustancia que el Padre, unido esencialmente al Padre. No es una criatura, ni
una especie de ser intermedio entre Dios y los seres creados, sino “Dios de
Dios y Luz de Luz”. Sólo si Jesucristo es verdadero Dios, nosotros estamos
salvados.
El Concilio de
Nicea tiene lugar en un momento particularmente significativo, por cuanto
estaba cuajando la instauración de un sistema de Iglesia imperial. Un teólogo
notable como Eusebio de Cesárea se sentía fascinado por la idea de la
convergencia, en los planes de Dios, entre el Cristianismo y el Imperio. La
Providencia había guiado los destinos de la historia para hacer coincidir la
aparición del Mesías con la paz imperial; la monarquía celeste con la monarquía
romana.
El emperador
Constantino personificaba, a los ojos de Eusebio, esa feliz coincidencia. Su
papel no era meramente político, sino también religioso. Hará falta esperar el
genio de San Agustín para que se plantee la adecuada distancia entre la Ciudad
terrena y la Ciudad de Dios. En la “Vita
Constantini”, Eusebio de Cesárea exagera el papel desempeñado por el Emperador
en los concilios y, en concreto, en el Concilio de Nicea. Al emperador le
atribuye la tarea de abrir los debates, reconciliar a los adversarios,
convencer a unos y doblegar a otros, instando a todos a la concordia.
Constantino, según la imagen que de él nos da Eusebio, parece imponerse,
incluso en cuestiones doctrinales, sobre los obispos reunidos en el Concilio.
¿Es real esta
visión? ¿Puede sostenerse, con argumentos, la idea de que Constantino manipuló
el Concilio de Nicea, imponiendo a todos los Obispos, con la finalidad de
garantizar la unidad religiosa del Imperio? La realidad se
distancia de esta imagen trazada por Eusebio. Es verdad que el Emperador
defendió la relación entre la Iglesia y el Imperio; entre el bien del Estado y
el bien de la Iglesia, pero su participación en el Concilio de Nicea, aunque
destacada, fue mucho menos importante de lo que Eusebio de Cesárea nos quiere
hacer creer.
Constantino
convocó el Concilio de Nicea con la finalidad de fomentar la unidad y eliminar
la herejía. Se sintió obligado a velar por las resoluciones dogmáticas y
disciplinares, pero jamás aspiró a suplantar a los Obispos. La intervención
imperial la entendía como meramente subsidiaria, puesto que la norma última en
cuestiones doctrinales había de ser, como de hecho fue, las tradiciones y los
cánones eclesiales y la asistencia del Espíritu Santo a los Obispos. Únicamente
si los Obispos no conseguían hacer cumplir las decisiones conciliares, el
Emperador estaba dispuesto a intervenir para aplicarlas; jamás para imponerlas
él mismo.
Constantino no
reclama para sí una supremacía sobre el concilio en cuestiones de fe;
prerrogativa que, junto a otras, sí está dispuesto a reconocerle Eusebio, quien
convierte al emperador en algo más que un guardián de la Iglesia, viendo en él
la cúspide religiosa suprema del mundo visible. Más allá de
visiones precipitadas, bien sean polémicas o apologéticas, el estudio serio de
las fuentes se presenta, también en este caso, como el único recurso para
reconstruir, de modo fiable, el pasado.