La
sagrada liturgia no agota toda la acción de la Iglesia, debe ser precedida por
la evangelización, la fe y la conversión; sólo así puede dar sus frutos en la
vida de los fieles: la Vida nueva según el Espíritu, el compromiso en la misión
de la Iglesia y el servicio de su unidad. La
implicación entre liturgia y vida ha dado mucho que hablar. Que si la vida va
por un lado y los ritos van por otro, que si no somos consecuentes… El AT nos
revela cómo Dios no olvida al hombre y éste recibe y actúa según la alianza
entre ambos. La vida no es un ámbito extraño para Dios. La
iniciativa de Dios ha de tener una respuesta en el pueblo: la aceptación y el
compromiso con la Ley santa que Yahvé le propone. Israel es así el pueblo de
Dios para servicio del mismo Dios. En este contexto Dios no se contenta con un
culto exterior o con una adoración fuera de la vida:
"Ahora Israel, ¿qué es lo
que te exige el Señor, tu Dios? Que respetes al Señor tu Dios; que sigas sus
caminos y lo ames; que sirvas al Señor, tu Dios, con todo el corazón y con toda
el alma; que guardes los preceptos del Señor, tu Dios, y los mandatos que yo te
mando hoy, para tu bien" (Dt 10,12-13). Esta forma de entender el culto está
en la conciencia del pueblo, pero Israel lo va a olvidar y va caer en la
“ritualización” de su relación con Yahvé. Entonces los profetas, hombres de fe
en el Dios de la alianza, sacudirán la conciencia del pueblo y le recordarán
que, sin misericordia, justicia y amor, todos los actos culturales son vanos y
no tienen ningún valor para Yahvé (Is. 1,11-16; Jer. 7,1-11: Am. 5,21-25). Fue
dura esta crítica profética que también es llamada de atención a nuestra vida. El
hombre nuevo del que habla Jesús en el evangelio es un hombre en el que tiene
primacía la interioridad. Su vida está orientada y dirigida por el Espíritu (Jn
4,14; Mc 1,18). Para Jesús el culto tiene como fuente la misma interioridad.
Por eso, Jesús entra en la corriente profética que critica el culto compatible
con la injusticia y otros intereses ajenos (Mc 11,15-17) y propone lo que de
verdad agrada a Dios: la ofrenda sin odio (Mt 5,23) el amor verdadero a Dios y
al prójimo (Mc 12,33); la purificación que nace del corazón (Mc 7,21-23).
Jesús
no es un reformador del culto: anuncia el fin del templo como espacio cultual
por excelencia (Jn 2,19) y el del mismo culto (Jn 4,21). Con Jesús se inaugura
una nueva era donde el templo será su cuerpo glorificado (Jn 2,21) y el culto
el de la propia existencia realizada según el modelo dejado en su vida (Jn
4,22-24). El mismo Jesús personifica y ejemplifica el culto que quiere que den
los suyos al Padre. La comunidad cristiana así lo va a entender. En la
reflexión que desde la fe hace la comunidad interpreta la vida de Jesús desde
la figura del Siervo de Yahvé, que ofrece su vida como sacrificio (Mc 10,45; Lc
22,37; cf. Is 53,10). En
este sentido, la reflexión de la carta a los Hebreos es significativa. Jesús
entra en el mundo en actitud sacrificial, se va a ofrecer a sí mismo entregando
la vida en obediencia hasta la muerte (Hbr. 9,14; 10,4-10). Con la muerte de
Jesús acaba el tiempo del antiguo sacrificio ritual que se ofrece en el templo
y se abre la nueva etapa en la que el culto no consistirá ya en el sacrificio
de las cosas sino en el sacrificio de la propia vida consumada en la fidelidad
y en el amor. El culto agradable al Padre será, pues, cumplir la voluntad del
Padre. De momento vale para acentuar un poco la novedad que supone la persona
de Cristo para nosotros. (Más adelante seguiremos explicando esto porque puede
dar la sensación de que si esto es así para nada valen los ritos y símbolos
litúrgicos).