A principios del siglo VIII, la Europa cristiana vivió uno de sus momentos más comprometidos: la supervivencia de la fe dominante en el continente estuvo en liza frente al imparable avance musulmán. Desde la caída de la Hispania visigoda, las incursiones contra el reino Franco y Burgundia no dejaron de aumentar en su ensañamiento, hasta el punto de que el «mayordomo de palacio» Carlos Martel, abuelo del Emperador Carlomagno, fue designado para conducir un ejército contra la amenaza que brotaba desde Al-Andalus. La gran expansión del Islam se suele emplazar entre la toma de La Meca en el año 630 y precisamente la batalla de Poitiers. El derrumbe del aparentemente poderoso reino germánico visigodo, que ocupaba lo que hoy es España y Portugal, hizo temblar a toda Europa en 711. Los visigodos fueron barridos del campo de batalla por solo 15.000 hombres, bereberes en su mayoría, a causa sobre todo de la debilidad interna de sus reyes. Una vez conquistado Al-Andalus, los musulmanes retrasaron su avance debido a las luchas internas entre bereberes y árabes, que en el caso de los segundos estaban divididos a su vez entre kalbíes y qaysíes, pero colaboraron para saquear las tierras al norte de los Pirineos.
Las incursiones en las fronteras enemigas eran una estrategia habitual entre los musulmanes, cuyo objetivo era debilitar a los estados cristianos mientras averiguaban lo factible de lanzarse a su conquista. Tras atacar Aviñón y Lyon a modo de «razia», los musulmanes hicieron un primer intento de conquistr Toulouse en el año 721, que fracasó frente a las tropas de Eudes de Aquitania, «un romano que combatía contra los barbari (los francos)» con todavía más estrépito que en Poitiers. Envalentonado por su derrota, el Califato Omeya intensificó sus ataques contra Aquitania en los siguientes años y logró saquear Burdeos. Una matanza de cristianos en el río Garona fue especialmente terrible: «Los creyentes atravesaron las montañas, arrasaron el terreno abrupto y el llano, saquearon hasta bien adentro el país de los francos y lo castigaron todo con la espada, de forma que cuando Eudes trabó batalla con ellos en el río Garona, huyó».
Acosado por los árabes por el sur, Eudes de Aquitania pidió ayuda urgente al gobernante de facto de los francos, su antiguo rival, Carlos Martel, llamado así «como el martillo (Martel) quiebra y machaca el hierro, el acero y los demás metales». Nacido en el año 688, Carlos fue el fundador de la dinastía carolingia que gobernó Francia hasta el siglo X, si bien lo hicieron en calidad de mayordomos de palacio hasta el 752, puesto que el territorio estaba en manos de los reyes merovingios. Estos, calificados como «los reyes perezosos», gobernaban nominalmente en el territorio franco pero su poder real era inexistente. Martel, que era hijo ilegítimo del también mayordomo Pipino de Heristal, fue el encargado de organizar las huestes francas que salieron a neutralizar la incursión musulmana en el Principado de Aquitania.
Al frente del ejército islámico que invadió Francia en el 732 se encontraba Abd al-Rahman al-Ghafiqi, que se había encargado de dirigir en orden la retirada musulmana años antes en Toulouse. Este comandante musulmán era uno de los «tabi'un» (discípulo) de la aristocracia religiosa que vertebraba el Islam, solo inferior en devoción a los «ansar» (colaboradores), que habían conocido personalmente al profeta Mahoma. En la campaña del año 732, su intención realmente no era derrotar a la Europa cristiana, ni siquiera conquistar Francia, como se ha venido diciendo a lo largo de la historia. Fue de nuevo solamente una «razia», aunque más ambiciosa de lo habitual, buscando aprovecharse de lo efectivo de los ataques rápidos y furtivos que realizaban los árabes. Sin embargo, los musulmanes volvieron a evidenciar en Poitiers que perdían todas sus ventajas en los terrenos montañosos, pantanosos y, sobre todo, en los boscosos. Las fuerzas de Abd al-Rahman al-Ghafiqi tuvieron que hacer frente a estos tres tipos de terrenos durante esta campaña.
Tras derrotar a los aquitanos, los musulmanes se entregaron a tres meses de saqueo. Una vez reagrupados, los hombres de Abd al-Rahman al-Ghafiqi se dirigieron al norte a través de la calzada romana I que atravesaba Poitiers, cuya importancia residía en su situación como nudo de caminos y punto por donde salvar el río. Pese al riesgo de dejar a su espalda una ciudad cristiana fuertemente defendida, los musulmanes siguieron hacia el norte, sin conquistar Poitiers, con la mirada puesta en la rica iglesia abacial de San Martín de Tours, uno de los centros cristianos más representativos del continente. Tours no pertenecía a Aquitania sino a los francos, lo que se entendió como una declaración de que Abd al-Rahman al-Ghafiqi buscaba abiertamente confrontarse con Martel. El mayordomo de palacio de Austrasia, que había acudido a la llamada de Eudes de Aquitania, así lo entendió y marchó hacia el sur. Sin que Abd al-Rahman al-Ghafiqi llegara nunca a Tours, cristianos y musulmanes se confrontaron entre el Clain y el Vienne, en las proximidades de la calzada romana, a finales del mes de octubre del 732. Concretamente, la batalla de Poitiers enfrentó a unos 20.000 francos contra no menos de 40.000 musulmanes, si bien, entre ellos había un gran número de civiles.
Todavía más difícil que estimar las cifras del combate es distinguir la realidad de la ficción en las crónicas medievales, las cuales llenan los textos sobre la batalla de términos poéticos. Lo más probable es que los musulmanes iniciaran el ataque con una gran carga de caballería –armada con sus lanzas largas y espadas– y se toparan con lo que las crónicas definieron como un «muro de hielo». Lejos del previsible y ineficaz ataque-retirada típico de los visigodos y gascones, la solidez de los ejércitos de Martel, formados en falange, permitió lanzar un contraataque hacia el flanco del campamento enemigo. «El príncipe Carlos movió su línea de batalla contra los enemigos y sus guerreros se precipitaron contra ellos. Con la ayuda de Cristo derribó sus tiendas y aprestó a combatir para hacerlos pedazos en una carnicería. Habiendo muerto en la lucha Abd al-Rahman al-Ghafiqi, Carlos los destruyó, y haciendo avanzar el ejército, los combatió y venció. Así triunfó el vencedor sobre sus enemigos», relata «El Continuador de la Crónica de Fredegario». Probablemente no es que el veterano Abd al-Rahman al-Ghafiqi fuera tan imprudente de dejar desprotegido su campamento, más bien el derrumbe de las líneas musulmanas trasladó el combate a una lucha desesperada por salvar el enorme botín que guardaban en las tiendas. Otros relatos incluso aseguran que fue Eudes de Aquitania quien apareció por sorpresa para arrasar el campamento enemigo desde la retaguardia. De lo que caben menos dudas aún es que allí debió producirse la masacre final y de que pereció Abd al-Rahman al-Ghafiqi alcanzado por una jabalina.
Bajo el manto de la noche, los musulmanes se retiraron del campo de batalla en buen orden, dejando a su espalda las tiendas en pie y al menos 12.000 muertos. El desastre había sido mayúsculo durante los dos días que había durado la contienda, aunque no tan grave como las crónicas cristianas hicieron creer. La persecución de los musulmanes se realizó tarde y mal. Para cuando Martel quiso ponerse en marcha le llegaron noticias de problemas políticos y militares en la frontera del Rin, aunque tal vez fuera solo una excusa para guardar las apariencias y ocultar lo obvio: el botín capturado a los musulmanes no era algo que se pudiera portar durante una persecución. La codicia evitó así una derrota mayor. Martel murió nueve años después de la batalla y fue enterrado en la capilla merovingia de Saint-Denis, en las afueras de París, un honor que demuestra hasta qué punto fue el más insigne mayordomo del palacio merovingio y el mayor defensor de la cristiandad de su tiempo. No en vano, el historiador David Nicolle en el monográfico dedicado a la batalla, «Freno al Islam Poitiers» (Osprey Publishing), recuerda que la expansión árabo-islámica iniciada a mediados del siglo VII ya estaba en proceso de estancamiento cuando Martel consiguió vencerles en Poitiers. «No solo en Europa, sino también en el Cáucaso, en Asia Central, en la India y en África», apunta sobre una tendencia que la historiografía ha extrapolado de forma errónea solo a Poitiers.