A mediados del siglo XV, en un pequeño pueblo francés, un insólito caso judicial conmocionó a la población. En 1457, una cerda fue ejecutada por la muerte de un niño, de solo cinco años. La historia, aunque sorprendente, revela que este tipo de juicios contra animales eran bastante comunes en la Edad Media, con sentencias y procedimientos tan formales como los aplicados a personas.
La razón detrás de estos procesos judiciales iba más allá de la superstición. Filósofos y teólogos como San Agustín y Santo Tomás de Aquino argumentaban que los animales tenían un "alma" básica (aunque sin intelecto), lo cual los hacía sujetos de ciertas leyes morales. De ahí que, hasta el siglo XVII, se juzgara a animales en tribunales tanto civiles como religiosos. Sin embargo, cuando estas creencias se debilitaron, los juicios se redujeron drásticamente, quedando solo los humanos como "delincuentes" válidos para el Derecho Penal.
Edward Payson Evans, en su libro de 1906 titulado “La Persecución y Castigo Capital de los Animales”, distinguía dos tipos de juicios: aquellos contra animales individuales acusados de "crímenes" específicos y aquellos dirigidos a plagas que afectaban los cultivos. Los primeros solían realizarse en tribunales civiles, mientras que los segundos correspondían a cortes eclesiásticas. Esta distinción se debía a que las plagas se consideraban obra de fuerzas malignas, supuestamente manejadas por el Diablo. Así, se asumía que los ratones, langostas y otros invasores estaban “poseídos” y que su presencia en los campos era una especie de castigo divino.
Los juicios contra plagas seguían una estructura formal, que incluía acusaciones, defensores, testigos y sentencias. Si los animales eran "declarados culpables", el tribunal inicialmente los amonestaba; y si la plaga continuaba, el castigo final era la excomunión, declarándolos "fuera de la ley divina" y autorizando su exterminio sin remordimientos. Un ejemplo llamativo ocurrió en Glurns, Suiza, en 1520. Ratones fueron citados a juicio por devorar cosechas, y tras nombrar abogados y testigos, el veredicto fue claro: los ratones debían abandonar el área en dos semanas, con una extensión para las hembras embarazadas y los ratones heridos.
Otros casos resultan aún más insólitos. En 1522, un tribunal francés llamó a juicio a una plaga de ratas por el daño a cultivos de cebada. Tras una primera citación fallida, el abogado defensor alegó que las ratas no habían sido notificadas correctamente, lo que llevó a la colocación formal de una citación en la puerta de una iglesia. Después, argumentó que las ratas necesitaban escolta para evitar los ataques de gatos en el camino al tribunal. La audiencia se retrasó y, hasta hoy, el juicio de las ratas de Autun sigue inconcluso, siendo visto como una victoria de su abogado defensor.
Mientras que los casos de plagas eran tratados en cortes religiosas, los juicios por crímenes específicos recaían en tribunales civiles. Así, se condenó a cerdos, perros y hasta caballos. La cerda de Falaise, en 1386, fue sentenciada por matar a un niño. El animal fue llevado al cadalso con vestimentas humanas y luego colgada, un castigo simbólico para disuadir a otros cerdos del “mal comportamiento”. La ejecución de los animales seguía protocolos estrictos. Por ejemplo, en Francia, en ocasiones los verdugos usaban guantes ceremoniales, y algunas veces los reos eran encarcelados en las mismas prisiones que los humanos, anotados bajo el nombre de su dueño.
En 1690 ocurrió un hecho curioso: un tribunal encabezado por un obispo en Francia, llevó a juicio a unas orugas y les ordenó retirarse de la zona. Al desobedecer, recibieron el castigo máximo: la excomunión. Sorprendentemente, el resultado fue inmediato, pues las orugas, ya convertidas en mariposas, se elevaron y desaparecieron. En señal de agradecimiento, los campesinos decidieron ponerse al día con los “diezmos e impuestos atrasados” que debían precisamente al obispo. Como se puede ver, la astucia tampoco estaba ausente en estos asuntos.
A partir del siglo XVI, las voces de algunos clérigos comenzaron a cuestionar estos juicios. Afirmaban que solo los humanos bautizados podían ser excomulgados. A medida que la lógica y la ciencia reemplazaron muchas de las supersticiones medievales, la práctica de juzgar animales disminuyó, y eventualmente, los dueños comenzaron a ser los responsables de los actos de sus animales. Sin embargo, algunos casos se extendieron hasta el siglo XX. En Estados Unidos, por ejemplo, una elefanta llamada “Mary” fue ahorcada en 1917 tras matar a su domador. Y en 1903, otra elefanta llamada “Topsy” fue electrocutada en Nueva York, luego de causar la muerte de varias personas, incluidos sus cuidadores.
Entre los animales considerados heréticos, los gatos, especialmente los negros, eran vistos como cómplices de las brujas y objeto de sospecha y castigo. En la pugna entre católicos y protestantes en Europa, incluso los gatos fueron atacados y perseguidos. En un caso peculiar, un perro fue quemado en la hoguera en 1534 por ladrar frente a una imagen de San José.
Al observar estos insólitos juicios de la Edad Media, vemos una época marcada por creencias que hoy resultan inverosímiles. A través de estos procesos judiciales, queda claro el afán humano por dar sentido y orden al mundo, incluso en tiempos de superstición. La historia de los juicios animales, aunque curiosa, también nos recuerda la importancia de los avances en razón y humanidad, como valores que debemos mantener y proteger en toda sociedad.