
En el corazón de la Iglesia Católica, hay un momento excepcional en el que todo se detiene: se llama Sede Vacante. Es el lapso que se abre tras el fallecimiento o la renuncia del Papa, cuando la silla de Pedro queda vacía y la Iglesia entra en un tiempo de espera y reflexión. No es un simple vacío de poder, sino un momento regulado con precisión milimétrica por normas antiguas y modernas.
Desde 1996, este proceso está regido por la Constitución Apostólica “Universi Dominici Gregis”, un documento clave promulgado por san Juan Pablo II. En sus páginas se establece que, durante este período transitorio, el Colegio de Cardenales no puede tomar decisiones que correspondan exclusivamente al Papa. No puede definir doctrina, nombrar obispos, ni cambiar las estructuras internas de la Iglesia. Cualquier intento en ese sentido sería considerado nulo de pleno derecho.
En su lugar, los cardenales tienen una tarea bien definida: garantizar la continuidad de los asuntos ordinarios y preparar todo para la elección del nuevo pontífice. Esta administración limitada incluye desde la supervisión de los bienes del Vaticano hasta la logística del cónclave, el evento en el que será elegido el próximo papa.
El responsable de supervisar este proceso es el camarlengo. En 2025, ese cargo lo ocupa el cardenal irlandés Kevin Farrell, un colaborador cercano del fallecido recientemente, papa Francisco y prefecto del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida. Su papel comienza desde el mismo momento en que el trono queda vacante: verifica oficialmente la muerte o renuncia del papa, sella los aposentos pontificios y convoca a los cardenales a Roma.
Durante los días previos al cónclave, se celebran reuniones conocidas como congregaciones generales. En ellas, todos los cardenales —electores y no electores— pueden compartir diagnósticos sobre el estado de la Iglesia y discutir qué perfil debería tener el futuro papa. Pero sólo los menores de 80 años participarán finalmente en la votación secreta, que se realiza en la Capilla Sixtina, bajo condiciones de completo aislamiento.
Mientras tanto, los cardenales electores residen en la “Casa de Santa Marta”, una residencia dentro del Vaticano construida para ofrecerles comodidad y discreción. Es un proceso que mezcla tradición y modernidad: desde el uso del humo blanco o negro para anunciar el resultado de cada votación, hasta sofisticadas medidas tecnológicas para garantizar la privacidad absoluta.
Durante esta pausa solemne, el mundo observa en silencio. Millones de fieles rezan, esperando que el Espíritu Santo ilumine a los cardenales en su elección. El peso de siglos de historia recae sobre sus hombros, y cada decisión tiene el potencial de influir en el futuro espiritual de la humanidad.
La Sede Vacante no es solo la espera de un nuevo líder. Es también una oportunidad de renovación, un tiempo donde la Iglesia se detiene, respira y se prepara para volver a caminar bajo la guía de quien tomará el timón de la barca de Pedro.
Equipo de Redacción
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