Que
Jesús hacía milagros nadie lo duda. Ellos ocupan un lugar importante de su vida
pública. El problema es: ¿en qué consistían los milagros de Jesús? Los
evangelistas relatan diversos tipos de milagros. Algunos verdaderamente
espectaculares, como la resurrección de Lázaro después de haber estado cuatro
días muerto. Otros, más curiosos, como el hacer aparecer una moneda en la boca
de un pez, o pegarle la oreja cortada a un soldado. O más enigmáticos, como maldecir
una higuera porque no tenía frutos y secarla instantáneamente.
Son
35 los milagros realizados por Jesús que aparecen descritos en los evangelios,
y pueden clasificarse en tres categorías: milagros sobre las personas, milagros
sobre la naturaleza, y resurrecciones. Se llaman “milagros sobre las personas”
a las sanaciones que Jesús obraba sobre los enfermos. Como la curación de los
diez leprosos, o de la mujer encorvada, o del endemoniado de los sepulcros. Son
en total 23. Los “milagros sobre la naturaleza”, como su nombre lo indica, son
los prodigios que Jesús realizó sobre los distintos elementos naturales. En los
evangelios hay 9, y son: la conversión del agua en vino, la tempestad calmada,
Jesús caminando sobre las aguas, la multiplicación de 5.000 panes, la multiplicación
de 4.000 panes, la primera pesca milagrosa, la moneda en la boca de un pez, la
higuera seca y la segunda pesca milagrosa.
Finalmente
tenemos 3 resurrecciones hechas por Jesús: a la hija de Jairo (Mt 9,18), al
hijo de la viuda de Naím (Lc 7,11) y a Lázaro (Jn 11). Desde antiguo se intentó
dar una definición de los milagros. Y el hecho de que éstos interrumpan el
curso natural de los acontecimientos (así, el agua debe seguir siendo agua, no
cambiarse en vino; un muerto debe seguir muerto, no abrir los ojos y
levantarse), ha llevado a muchos teólogos a formular una definición que hoy es casi
oficial del milagro: sería “todo hecho en el que se suspenden las leyes de la
naturaleza”. Esto quiere decir que cuando se está ante un fenómeno
extraordinario, como por ejemplo la curación de una enfermedad, se debe
analizar el hecho según todas las posibilidades científicas y técnicas que
existen. Y si después de un exhaustivo estudio se concluye que tal sanación es
inexplicable y que va contra todas las leyes de la naturaleza, estamos entonces
ante la presencia de un milagro. Por que las leyes de la naturaleza, que
deberían haberse comportado de cierta manera, aparecen “suspendidas”,
“interrumpidas” por una fuerza superior, en este caso de Dios, que produjo el
milagro.
Pero
esta definición de milagro ofrece muchos problemas. En primer lugar, porque en
la época de Jesús no se sabía que existían ciertas “leyes” en la naturaleza. Y
por lo tanto los apóstoles no podían saber si Jesús, cuando por ejemplo hacía
levantar a un paralítico de su camilla (Mc 2,1) o curaba a un sordomudo
poniéndole saliva en la lengua (Mc 7,31), estaba transgrediendo tales leyes
naturales. Simplemente se maravillaban. En segundo lugar, porque ni siquiera
hoy se dominan todas las leyes de la naturaleza. Periódicamente se des cubren
otras nuevas, que modifican, corrigen o completan los conocimientos que
teníamos, y hacen que lo que antes resultaba inexplicable y antinatural, hoy
tenga explicación. Así, por ejemplo, mientras antigua mente se consideraba un
“milagro” (es decir, una interrupción de las leyes naturales) al hecho de que
ciertos santos se elevaran en el aire mientras celebraban misa, tuvieran
impresas las llagas de la pasión de Cristo, emitieran luz, o permanecieran
incorruptos durante siglos después de muertos, hoy estos fenómenos pueden ser
explicados por causas naturales gracias al avance de los conocimientos
científicos.
Por
lo tanto frente a un hecho in comprensible nadie puede afirmar, con certeza
absoluta, que todas las leyes naturales posibles quedaron interrumpidas. A lo
sumo, las conocidas hasta el presente. En tercer lugar, si el milagro fuera la
suspensión de las leyes de la naturaleza, ¿para qué querría Dios violar las
mismas leyes que Él puso? ¿Para mejorarlas? Eso significaría que están mal
hechas y que Él las podría haber creado mejor. ¿Para demostrar de manera
evidente su poder? Si con el milagro se pudiera “demostrar” la existencia de
Dios, entonces la fe desaparecería, y Dios pasaría a ser una certeza conocida
científicamente. Si con el milagro se pudiera “probar” positivamente a Dios,
entonces todo el mundo estaría obligado a creer en Él (como creemos en la
existencia del presidente de los Estados Unidos, o del Papa, gracias a las
señales que nos llegan por los medios de comunicación ),
y no existirían los ateos.
Pero
lo cierto es que ningún acontecimiento, por maravilloso e inexplicable que sea,
puede hacer “evidente” la existencia de Dios. En Él se cree por fe, es decir,
sin “ver” nada. Por lo tanto, la definición del milagro como “aquello que no
tiene explicación por las leyes de la naturaleza” hoy resulta inadmisible.
¿Cómo definirlo entonces? Para saberlo, debemos volver a los evangelios mismos
y ver qué dicen. Para los hombres del tiempo de Jesús, un milagro era un hecho
asombroso, sorprendente, que dejaba a todos maravillados, pero frente al cual
no se preguntaban si tenía explicación o no. Les bastaba que fuera poco
frecuente, para que su fe les dijera que se trataba de un “signo” de la
presencia de Dios. O sea que el milagro en el Evangelio tiene dos elementos: a)
un hecho fuera de lo común, algo extraordinario (que todos podían ver); b) el
des cubrimiento, en él, de la mano de Dios (que lo hace sólo el creyente).
Por
lo tanto, los evangelistas no se preguntaban nunca si lo que Jesús hacía era
naturalmente posible o imposible. Les bastaba que fuera algo poco frecuente, y
que con la fe creyeran que allí estaba actuando Dios, para que a eso le
llamaran “milagro”. Ya en el
Antiguo Testamento vemos como el libro del Éxodo, al contar la huida de los
hebreos de Egipto, dice que las aguas del Mar se abrieron porque Moisés
extendió su mano sobre ellas. Pero luego el mismo libro agrega que fue porque
un viento fuerte del Este sopló durante toda la noche y secó el mar (14,21). La
misma palabra “milagro” viene del latín “mirari”, que significa “admirarse”. La
condición, pues, para que haya milagro, es que se trate de un hecho ante el
cual la gente se admire, sin importar si tiene explicación o no.
Podemos,
concluir que los milagros que Jesús realizaba no debieron de ser tan
espectaculares e impactantes, porque si no todo el mundo habría estado obligado
a creer en Él y a aceptarlo. ¿Por qué, entonces, se abrieron las aguas del Mar?
¿Por una fuerza inexplicable de Dios, o por un fuerte viento que hubo ese día?
Para los israelitas era lo mismo. Un fuerte viento había soplado esa noche, y
la fe de ellos les hizo ver que Dios estaba allí presente. Había, pues, un
milagro. Porque: a) no era esperable que soplara un fuerte viento justo ese
día; y b) los israelitas sintieron la presencia de Dios en ese acontecimiento.
Si
nos ponemos ahora a analizar los milagros de Jesús llegamos a la misma
conclusión. No hay duda de que realizaba hechos asombrosos, no esperados de
cualquier persona, sino sólo de alguien con su extraordinaria irradiación
personal. Pero de ahí a pensar que tales hechos suspendían las leyes de la
naturaleza es ir más allá de las enseñanzas del Evangelio. Ya san Agustín, en
su famoso libro sobre la Trinidad, afirmaba que los milagros bíblicos nunca
superan las leyes de la creación. Que, por ejemplo, Jesús tomara de la mano a
la suegra de Pedro y la curara, era un verdadero “milagro” para los discípulos
de Jesús, aun cuando hoy algún psiquiatra pueda explicar este prodigio por las
leyes de la psicología.
Lo
mismo ocurre con el prodigio obrado en favor del centurión romano. Éste va a
buscar a Jesús para que lo cure a un servidor suyo paralítico. Jesús le dice
que vuelva tranquilo porque su servidor ya está mejor. Cuando el oficial
regresa a su casa, encuentra al enfermo curado. ¿Acaso eso mismo no ocurre hoy
todos los días? Un creyente va a pedirle a Jesús por una persona enferma.
Quizás va a la Iglesia, o a un templo, o a una capilla. Luego regresa a su casa
y descubre que esa persona está mejor. El problema es que casi nadie ve en
estos casos un milagro porque la curación generalmente tiene alguna explicación
natural (la persona fue atendida por los médicos, le dieron remedios
adecuados). En cambio el que tiene fe, descubre allí el mismo tipo de milagro
relatado por los evangelios.
Fuente:
Artículo
extractado de la revista
“Vida Pastoral” de la Editorial
san Pablo - Argentina