La
respuesta a ese misterio se encuentra en la Biblia. Según ésta, precisamente
por el mismo sitio donde Juan predicaba y bautizaba, el general Josué siglos
antes había entrado con el pueblo de Israel para apoderarse de la Tierra Prometida e
inaugurar una nueva
época de esplendor en la historia (Jos 4,13.19). En efecto, cuentan las
Escrituras que después de deambular durante 40 años por el desierto, llevando
una vida descarriada y vergonzosa, desobedeciendo a Dios y sufriendo por ello
numerosos castigos, el pueblo de Israel llegó por fin a las puertas de la Tierra Prometida. El lugar
donde se instaló, antes de entrar, fue precisamente la margen oriental del río
Jordán (donde ahora estaba Juan el Bautista).
Allí Moisés, viendo que la marcha por el desierto
había llegado a su fin, dirigió una serie de discursos a los israelitas. En
ellos les expuso cuatro ideas fundamentales: a) les recordó los pecados de su
vida pasada, y cómo habían desobedecido a Dios durante todos esos años; por eso
habían andado errantes y sin rumbo fijo a través del desierto (Dt 1-3); b) les
dijo que ahora tenían la posibilidad de convertirse, cambiar de conducta y
empezar una vida nueva, cumpliendo los mandamientos divinos (Dt 5-30); c) les
advirtió que si no se convertían, no iban a permanecer mucho tiempo en la nueva tierra a la
que estaban por entrar (Dt 28); d) les anunció la llegada de un gran profeta
que vendría después de él, para ayudarlos a cumplir la ley de Dios (Dt 18).
Cuando Moisés terminó de hablar, Josué llevó a los israelitas hasta la orilla
del Jordán, y a quienes estaban dispuestos a aceptar el desafío, los invitó a
entrar en el río para atravesarlo hacia la otra orilla, donde les aguardaba la nueva tierra y la nueva vida (Jos 3-4).
Esos
recuerdos bíblicos estaban muy grabados en la mente de todo judío. A tal punto
que, en tiempos de Jesús, las ideas de “desierto” y de “cruzar el río Jordán”
evocaban casi de forma inmediata los episodios de Josué. Ahora
bien, cuando siglos más tarde Juan el Bautista salió a predicar, eligió a
propósito como lugar de operaciones el mismo sitio por donde Josué había
cruzado el río Jordán. Así, transportando a la gente hasta el marco geográfico de los
antiguos recuerdos, el profeta pretendía simbólicamente colocar de nuevo a sus
oyentes en aquella primitiva situación histórica. Con
esto, Juan ya
tenía medio sermón predicado. Estaba diciendo a los judíos que, en tiempos de
Josué, sus antepasados habían cruzado ese mismo río y por ese mismo punto,
llenos de ilusión y buscando la felicidad de una nueva vida. Vida que nunca
pudieron conseguir, porque una vez instalados en la flamante tierra, habían
vuelto a descarriarse y pecar contra Dios. Pero
las cosas no tenían porque seguir así. Ahora era el turno de ellos, y Dios les
ofrecía una nueva
oportunidad. Allí estaban otra vez en el desierto, en el mismo sitio de Josué,
más allá del Jordán, listos para repetir la antigua gesta y entrar en la
salvación, que seguía al alcance de todos. Era como si Juan hiciera retroceder el tiempo , y permitiera a su
auditorio volver a ubicarse en la etapa anterior a la conquista de la Tierra Prometida. ¡Y el
efecto que esto producía en la gente era impresionante!
A
continuación, les predicaba un discurso con las cuatro ideas de Moisés: a) les
hacía ver los errores de su vida pasada (Mt 3,7); b) los invitaba a
arrepentirse y cambiar de vida (Mt 3,8); c) les anunciaba un castigo divino que
caería sobre quienes no se convirtieran (Mt 3,10); d) les revelaba la llegada
de alguien, detrás de él, que vendría para hacer cumplir la Palabra de Dios (Mt
3,11-12). Cuando terminaba de hablar, a quienes se comprometían a cambiar de
vida los invitaba a bautizarse en el río, como señal de que aceptaban “cruzar”
la frontera de una nueva
existencia, y luego los enviaba a sus hogares para aguardar el gran cambio que
iba a producirse a través de ellos. Las
multitudes que se bautizaban y regresaban a sus casas, volvían convencidas de
que acababan de actualizar la antigua hazaña de Josué; que al igual que sus
antepasados, habían abandonado en la otra orilla un viejo estilo de obrar, y
estaban listos para la conquista de un nuevo país, una nueva sociedad, una nueva familia, mientras
esperaban la llegada inminente del Reino de Dios, que aparecería de un momento
a otro para premiarlos por haberse convertido. Gracias a esta genial
estrategia, Juan el Bautista logró reunir innumerables discípulos que aceptaron
su mensaje, se encontraron con Dios, cambiaron sus corazones, y transformaron
sus vidas de manera poderosa.
A
principios del año 27, una muchedumbre se dio cita junto al río Jordán para oír
a un nuevo profeta. El lugar donde predicaba era célebre por haber sido el
escenario donde Josué había iniciado la conquista de la Tierra Prometida. Pero las
multitudes no habían ido allí para conmemorar ese hecho. Iban a ver a un hombre
que les aseguraba que ellos podían repetir en sus vidas aquella epopeya
extraordinaria. Es que Juan
había creado una metodología capaz de transformar un hecho histórico en un
acontecimiento actual, un suceso del pasado en una realidad presente, revivida
con un sentido nuevo. Hace
tiempo ya, en 1983, el papa Juan
Pablo II en un famoso discurso ante los obispos
latinoamericanos les pidió lo mismo: que prepararan una nueva evangelización para
la Iglesia, “nueva en
su ardor, nueva en
sus métodos y nueva en
su expresión”. Porque la Iglesia hoy tiene que actualizar algo mucho más
importante que el mensaje de Moisés a los israelitas: el mensaje de Jesús de
Nazaret que entregó su vida por amor y se ocupó de los más pobres.
Sin
embargo, a pesar del pedido del Papa, poco se ha hecho en ese sentido. Nuestra
catequesis sigue siendo en muchos casos anticuada, nuestra prédica se ha vuelto
insulsa, nuestras enseñanzas son en gran medida obsoletas, y nuestras
celebraciones están muy lejos de tener la originalidad y la contundencia que
poseían las de Jesús de Nazaret. Algunas no son más que una inflación
superficial de palabras reiteradas, a veces vetustas, más ocupadas en evocar
hechos históricos que en reeditar caminos nuevos de expresión de la fe. El
mensaje de aquel “idealista”, que cuando vio que se le venían encima su condena
y su muerte celebró una cena con sus amigos y entregó su cuerpo y su sangre para
que el mundo fuera mejor, es algo demasiado profundo y excelso como para ser
trivializado en tantas ideas teológicas y definiciones que parecen expresarlo
todo, menos el Evangelio de Jesús. Nos hace falta inventar expresiones nuevas,
formas inéditas, contextos más adecuados, criterios originales, para que el
Evangelio suelte toda la fuerza que tiene encerrada para el hombre de hoy.
Si
el austero y solitario profeta del desierto fue capaz de conseguirlo, también
nosotros podremos lograrlo.
Fuente:
Artículo
extractado de la revista
“Vida Pastoral” de la Editorial
san Pablo - Argentina