Tras
un pontificado de apenas cinco meses, Celestino V renunció al cargo. Tras la
muerte del Romano Pontífice Nicolás IV, la elección del que sería su sucesor,
Celestino V, estuvo precedida por un largo periodo de sede vacante –sin duda la
más larga de la historia de la Iglesia–, que duró desde el 5 de abril del año
1292 hasta el 5 de julio de 1294. En total, dos años y tres meses.
En
un tiempo en el que la Iglesia aún no había alcanzado una expansión a nivel
universal (el mundo conocido quedaba reducido a la herencia de las conquistas
del Imperio Romano), el destino de la cristiandad se encontraba en manos de
doce cardenales que parecían no ponerse de acuerdo en elegir al sucesor de la
Sede de Pedro. No fue aquel, por tanto, un cónclave celebrado bajo la forma del
aislamiento total para proceder a las consiguientes deliberaciones.
De
hecho, hubo alguna interrupción que fue prorrogando el tiempo de espera
(incluyendo el fallecimiento de uno de los cardenales), difícil de sobrellevar,
por ejemplo, para el monarca Carlos II de Nápoles y Sicilia, que presionó para
que hubiera un Papa cuanto antes que confirmara un reciente acuerdo firmado con
Jaime II sobre políticas territoriales.
En
medio de un ambiente de graves desórdenes ante la ausencia de una cabeza en el
gobierno de la Iglesia, el decano del Sacro Colegio de Cardenales advirtió de
la existencia de un ermitaño, Pedro de Morrone, que había profetizado el
castigo de Dios si se prolongaba la situación de sede vacante.
Esta
anécdota que seguramente impactó a los electores, unida a la espiritualidad de
este hombre, que destacaba por llevar una vida de ascesis y oración, hizo
converger las opiniones de todos los cardenales a favor de una unánime decisión
final, concediendo así su beneplácito para proclamar a este eremita como el
Papa que tanto tiempo llevaban esperando.
A
pesar de la decisión aprobada colegialmente, Pedro de Morrone se resistió a
aceptar que fuera él el candidato escogido. Si difícil había sido la elección,
no iba a ser menos convencerle de que, por el bien de la Iglesia, debía aceptar
la voluntad de Dios manifestada por medio de sus cardenales. Por eso, de la
insistencia de quienes creían encontrar en él el significado de un periodo de
renovación espiritual para la Iglesia –de la que parecía estar tan necesitada–,
surgió el calificativo de «Papa Angélico», apoyado más bien en la esperanza de
lo que la figura de este Papa debía representar para la Iglesia de ese momento.