En
el tiempo de la Navidad, la Iglesia se detiene en el gran misterio de Dios que
bajó de su Cielo para entrar en nuestra carne. En Jesús, Dios se encarnó, se
hizo hombre como nosotros, y así nos abrió el camino hacia su Cielo, hacia la
comunión plena con Él.
El
Hijo de Dios se hizo hombre, como recitamos en el Credo. Pero ¿qué significa
esta palabra central de la fe cristiana? Deriva del latín "incarnatio". San Ignacio de Antioquía, a finales del
siglo I y especialmente San Ireneo han utilizado este término, reflexionando
sobre el Prólogo del Evangelio de San Juan, en particular sobre la expresión "La Palabra se hizo carne" (Jn
1,14).
Aquí
la palabra "carne" –según
la costumbre hebraica– se refiere a la persona integralmente, en su totalidad,
a su aspecto de caducidad y temporalidad, su pobreza y su contingencia. Y ello
para decirnos que la salvación traída por el Dios hecho carne en Jesús de
Nazaret, abraza al hombre en su realidad concreta y en cualquier situación en
la que se encuentre.
Dios
tomó la condición humana para curar de todo lo que nos separa de Él, por lo que
podemos llamar, en su Hijo unigénito, con el nombre de "Abba, Padre" y ser verdaderamente sus hijos. San Ireneo
dice: "Esto es por qué el Verbo se
hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, al entrar
en comunión con la Palabra y recibiendo así la filiación divina, se convirtiera
en hijo de Dios"
"El Verbo se
hizo carne"
es una de esas verdades a las que nos hemos acostumbrado tanto, que ya casi no
nos impacta la magnitud del evento que expresa. Y de hecho, en este tiempo de
Navidad, en el que esta expresión se repite a menudo en la liturgia, a veces se
da mayor atención a los aspectos exteriores, a los "colores" de la fiesta, en lugar de estar atentos al
corazón de la gran novedad cristiana que celebramos: algo absolutamente
impensable, que sólo Dios podía obrar y en la que sólo se puede entrar con la
fe.
El
Logos que está con Dios, el Logos, que es Dios (cfr Jn 1, 1), para el cual
fueron creadas todas las cosas (cfr. 1,3), que ha acompañado a los hombres en
la historia con su luz (cfr. 1,4- 5; 1,9), se hace carne y pone su morada entre
nosotros, se hace uno de nosotros (cfr. 1,14). El Concilio Ecuménico Vaticano
II afirma: "El Hijo de Dios...
trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con
voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se
hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto
en el pecado". (Constitución Gaudium et Spes, 22). Es importante,
entonces, recuperar el asombro ante el misterio, dejarse envolver por la
magnitud de este acontecimiento: Dios ha recorrido como un hombre nuestros
caminos, entrando en el tiempo del hombre, para comunicarnos su propia vida
(cfr. 1 Jn 1,1 - 4). Y no lo hizo con el esplendor de un soberano, que con su
poder somete al mundo, sino con la humildad de un niño.
En
el tiempo de la Navidad se suele intercambiar algunos regalos con las personas
más cercanas. A veces puede ser un acto realizado por convención, pero en
general expresa afecto, es un signo de amor y de estima. En la oración de las
ofrendas de la Misa en la Solemnidad de la Navidad se dice: "Acepta, oh Padre, nuestra ofrenda en
esta noche de luz, y por este misterioso intercambio de dones transformarnos en
Cristo, tu Hijo, que elevó al hombre a tu lado en la gloria". El
anhelo de la donación está en el corazón de la liturgia y recuerda a nuestra
conciencia el don original de la Navidad: en esa noche santa de Dios,
haciéndose carne, quiso hacerse don para los hombres, se entregó por nosotros,
asumió nuestra humanidad para donarnos su divinidad.