El
término "nombre de Dios" significa
Dios como Aquel que está presente entre los hombres. A Moisés en la zarza
ardiente, Dios había revelado su nombre, se había hecho invocar, había dado una
señal concreta de su "existencia"
entre los hombres. Todo esto encuentra cumplimiento y plenitud en Jesús: Él
inaugura de forma nueva la
presencia de Dios en la historia, porque el que le ve a Él, ve al Padre, como
dice a Felipe (cf. Jn 14:9). El Cristianismo –dice San Bernardo– es la "religión de la Palabra de Dios",
no de, "una palabra escrita y muda,
sino del Verbo encarnado y vivo". En Jesús toda la Palabra está
presente. En Jesús incluso la mediación entre Dios y el hombre encuentra su
plenitud.
Jesús,
verdadero Dios y verdadero hombre, no es uno más de los mediadores entre Dios y
el hombre, sino "el mediador"
de la nueva y
eterna alianza (cf. Heb 8:6; 9.15, 12.24), "un
sólo, de hecho, es Dios - dice Pablo - y un solo uno el mediador entre Dios y
los hombres, el hombre Cristo Jesús" (1 Timoteo 2:5, Gálatas 3:19-20).
En él podemos ver y conocer al Padre; en Él podemos invocar a Dios como "Abba, Padre" en Él nos vienen
dada la salvación. El deseo de conocer a Dios realmente, es decir, de ver el
rostro de Dios, está en todos
los hombres, incluso en los ateos. Y nosotros tenemos este deseo consciente de
ver quién es, qué es, qué es para nosotros. Pero este deseo se realiza
siguiendo a Cristo, así vemos la espalda y vemos, por fin, a Dios como a un
amigo, su rostro en el rostro de Cristo. Es importante que sigamos a Cristo
pero no sólo cuando lo necesitamos y cuando encontramos un espacio de tiempo,
entre los miles quehaceres de cada día, sino con nuestra vida.
Toda
nuestra existencia debe estar orientada al encuentro con Él, al amor hacia Él y
en ella, el amor al prójimo debe tener asimismo un lugar central. Ese amor que,
a la luz del Crucificado, nos hace reconocer el rostro de Jesús en el pobre, en
el débil y en el que sufre. Ello es posible sólo si el verdadero rostro de
Jesús se nos ha vuelto familiar, en la escucha de su Palabra –en el diálogo
interior con su Palabra para que lo podamos encontrar a Él verdaderamente– y
naturalmente en el Misterio de la Eucaristía. En el Evangelio de Lucas es
significativo el pasaje de los dos discípulos de Emaús, que reconocieron a
Jesús al partir el pan.
Pero
preparados por el camino, preparados por la invitación que le hacen para que se
quede con ellos, preparados por el diálogo que hizo arder sus corazones. Así
ven al final a Jesús. También para nosotros, la Eucaristía es, preparada por
una vida en diálogo con Jesús, la gran escuela en la que aprendemos a ver el
rostro de Dios, entramos en relación íntima con Él; y aprendemos al mismo
tiempo a dirigir la mirada hacia el momento final de la historia, cuando Él nos
saciará con la luz de su rostro. En la tierra caminamos hacia esta plenitud, en la
espera gozosa que se cumpla el Reino de Dios.