“Cuanto a la iniciativa del gran
acontecimiento que hoy nos congrega aquí, baste, a simple título de orientación
histórica, reafirmar una vez más nuestro humilde pero personal testimonio de
aquel primer momento en que, de improviso, brotó en nuestro corazón y en
nuestros labios la simple palabra "Concilio Ecuménico"…”
“…Fue un toque inesperado, un rayo
de luz de lo alto, una gran dulzura en los ojos y en el corazón; pero, al mismo
tiempo, un fervor, un gran fervor que se despertó repentinamente por todo el
mundo, en espera de la celebración del Concilio…”
Tres años de laboriosa preparación,
consagrados al examen más amplio y profundo de las modernas condiciones de fe y
de práctica religiosa, de vitalidad cristiana y católica especialmente, Nos han
aparecido como una primera señal y un primer don de gracias celestiales.
Iluminada la Iglesia por la luz de
este Concilio —tal es Nuestra firme esperanza— crecerá en espirituales riquezas
y, al sacar de ellas fuerza para nuevas energías, mirará intrépida a lo futuro.
En efecto; con oportunas "actualizaciones" y con un prudente
ordenamiento de mutua colaboración, la Iglesia hará que los hombres, las
familias, los pueblos vuelvan realmente su espíritu hacia las cosas
celestiales”.
Extracto
del discurso de su Santidad Juan XXIII en la solemne apertura del CONCILIO
VATICANO II, el Jueves 11 de octubre de 1962
En Junio de
1959 Juan XXIII habla por primera vez de su intención de convocar un concilio
ecuménico, pero el anuncio oficial no se formula hasta el año 1961. En el
momento de su apertura, el 11 de octubre de 1962, con un discurso histórico del
papa, se pensaba en una o a lo sumo dos asambleas, pero habrá cuatro, hasta el
año 1965, ya que la complejidad y variedad de los temas exigieron un esfuerzo
mucho mayor del que se había calculado. La segunda sesión, con la desaparición
de Juan XXIII, fue inaugurada por Pablo VI el 29 de septiembre de 1963. todas
las sesiones se desarrollan de septiembre a noviembre o diciembre; los meses
anteriores son de trabajo preparatorio. La sesión de clausura se celebra
solemnemente el 7 de diciembre de 1965.
A mediados
de siglo XX, en medio de transformaciones incesantes en la concepción de la
sociedad y de progresos científicos asombrosos, la Iglesia católica se
encontraba en la necesidad de repensar su misión en el mundo y su concepción
del papel de los fieles en la vida eclesial. Cuatro ideas podrían resumir el
desafío que el mundo moderno ha significado para una institución dos veces
milenaria.
Crisis de la autoridad. La iglesia sé h presentado como una
sociedad jerárquica, constituciones que se caracterizan por la intensidad con
que practican la obediencia. En un mundo en el que la autoridad ha perdido gran
parte de su brillo sacral y en que se anteponen los modelos democráticos a los
autoritarios, la Iglesia debe en cierta manera democratizarse, o, al menos,
multiplicar los centros de decisión y admitir que la obediencia es algo muy
distinto al seguimiento no reflexivo de los preceptos drásticos de un poder
indiscutible.
Ecumenismo. En una época en que el mundo ha
adquirido una conciencia unitaria, la iglesia debe ser verdaderamente católica,
no solo europea, y en consecuencia aceptar que en su organismo pueden
integrarse las formas culturales y de pensamiento de otros continentes.
“Aggionamento”, puesta al día, Asunción de las
realidades del siglo, postura que contrasta con la que adoptó a mediados del
siglo XIX, durante el pontificado de Pío IX, en que rechazó (encíclica Quanta
cura, Syllabus) los denominados errores del pensamiento moderno, adoptando una
actitud condenatoria no solo para el socialismo sin incluso para el liberalismo
y la democracia.
Encarnación. Esta asunción de lo temporal no
debe limitarse a un plano teórico, sino que supone una auténtica preocupación
por las dimensiones materiales y sociales de la vida humana; lo que se ha
llamado “doctrina social de la iglesia” y en el orden individual “compromiso
temporal del cristiano” no es otra cosa que el entendimiento de que el dogma
básico del cristianismo es la Encarnación, la realidad de un Dios que vive
entre los hombres y comparte sus angustias y problemas, como explica Juan XXIII
en la introducción de la encíclica Mater et Magistra.
La democratización o pluralidad de cientos de decisión
con un papel más activo de los seglares, no significa una reforma de las
estructuras eclesiales sino únicamente de un modelo centralista que procede del
Renacimiento. Parte de las instituciones que gobiernan con el papa la Iglesia,
las Congregaciones y Oficios que integran la Curia romana, son creaciones del
siglo XVI. El papa tiene una jurisdicción directa sobre la Iglesia, pero ¿cómo
la ejerce?; en la época apostólica y post-apostólica no hubo Curia, dicho de
otra forma, no son instituciones primordiales sino ocasionales de gobierno. El
cisma de occidente durante la Edad Media y la Reforma luterana en la época
renacentista colocaron a la iglesia católica en una postura defensiva, de
enérgica centralización.
El voto de
obediencia especial al papa que formula la Compañía de Jesús se encuentra en
esta línea de exaltación de la autoridad de Roma frente a los movimientos
centrífugos que amenazaban la pervivencia monolítica de la cristiandad. En la
Edad Contemporánea las medidas anticlericales que adopta la Revolución Francesa
y el intento de control papal por Napoleón acentúan esta tendencia
centralizadora que culmina en el Concilio Vaticano I y en la definición del
dogma de la infalibilidad del papa cuando habla como cabeza de la Iglesia. Un
nuevo concilio, el Concilio Vaticano II clarificará la misión de los obispos,
continuadores de los apóstoles y la de los fieles; pondrá nuevamente a la
iglesia en estado de misión, después de abandonar la postura defensiva de los
últimos cuatro siglos.
Por otra
parte, la catolicidad implica la asunción de nuevas culturas; no son los mismos
los problemas de Nueva York y los de Nigeria. En los campos de la
investigación, la ciencia, el espacio, es esencial el papel de los laicos; no
se puede ya pensar, con criterios teocráticos, que el eje de la sociedad lo
constituyen los religiosos y que los seglares son una especie de menores de
edad, de papel subordinado y no sustantivo. Si en la historia humana y el
progreso se realiza un designio divino, los laicos están jugando con su
preparación especializada, un papel protagonista que tiene también una
dimensión religiosa. Un gran pontífice, Juan XXIII, tuvo conciencia clara de la
nueva situación histórica y la audacia y la gloria de convocar un concilio
universal para que la Iglesia encontrara su nuevo rostro.
La
diferencia de este concilio es claramente diferenciada. Frente al Vaticano I,
que es un concilio afirmador de la autoridad, con la definición de la
infalibilidad pontificia, el Vaticano II lo es de colegialidad, laicado, temas
y definiciones que atienden a dimensiones democráticas de la iglesia. Frente a
Trento, concilio defensivo, cuyos textos están recorridos por anatemas, el
Concilio que se abre en 1962 se desarrolla sin condenas, sin un espíritu evangélico
alejado de la postura defensiva del siglo XVI. Es también más universal que
ninguno, todos los continentes están representados, se abre a todas las
culturas. Incluso el número de padres conciliares es acusadamente superior. En
la clausura del Concilio de Trento eran poco más de doscientos; en el Vaticano
I alrededor de setecientos sesenta, en el Concilio Vaticano II toman parte en
la ceremonia de apertura 2.540 padres.
La
descentralización, la perdida del protagonismo de Roma, es una exigencia de los
tiempos. En el Concilio intervienen casi trescientos obispos africanos, casi
cuatrocientos de Asia, 75 de Oceanía, en su mayor parte nativos, obispos que
tienen que trabajar en zonas cuyas ideas raíces son el animismo y el
fetichismo, o creencias de las antiguas culturas de china e india, con
problemas muy diferentes a los que se presentan en la Europa industrial, con su
historia secular de humanismo grecolatino. Clarificar el papel de los laicos
era otra necesidad. Los laicos habían intervenido en los primeros siglos de la
iglesia en el nombramiento de sus pastores, incluso en la elección del papa en
Roma.
Posteriormente
se produjo la interferencia de poderes temporales, los príncipes, en la vida
religiosa, con grave daño para la Iglesia, al mismo tiempo que esta, “cargada”
con un patrimonio territorial, unía en el papa una jurisdicción temporal a la
espiritual. Reducida desde 1870 la Iglesia a un poder estrictamente espiritual,
a mediados del siglo XX, como puso de relieve en una conferencia en Milán el
cardenal Montini, la Iglesia se encuentra libre por vez primera de
interferencias de poderes seculares en sus asuntos y en consecuencia no tiene
ninguna justificación una Iglesia defensiva o condenatoria. Pero esta
independencia no ha significado despreocupación de lo temporal; lo que
caracteriza al Concilio Vaticano II y lo que le dio una resonancia universal es
su preocupación por clarificar las relaciones de la Iglesia con la cultura y el
mundo actual.