El
enorme reptil que puede verse hoy colgado de la catedral de Sevilla es una
réplica de madera, pero originalmente hubo un ejemplar disecado. Se trata sin
duda de una pieza insólita, más propia de un museo que de un templo y, sin
embargo, el caso sevillano no es el único, ni mucho menos. Hoy se conservan
pocos, pero durante la Edad Media y el Renacimiento, numerosas iglesias de toda
Europa contaban con algún ejemplar exótico, ya fuera un cocodrilo disecado,
huesos de ballena, o incluso muelas de hipopótamo. La pregunta es: ¿qué
hacían en un templo cristiano?
En
el caso del cocodrilo sevillano, la respuesta la encontramos en las crónicas
del rey Alfonso X el Sabio, en las que se explica que el singular animal
—además de una jirafa, una cebra y otras 'bestias'— fue un regalo hecho al
monarca castellano por el sultán de Egipto en el año 1260. Tras su muerte el
reptil fue colgado en la catedral, pero con el paso de los siglos se deterioró
hasta desaparecer, así que se fabricó la réplica de madera que puede verse hoy.
Un origen similar tiene el caimán que se conserva en la iglesia del Corpus
Christi de Valencia. El atemorizante animal fue un regalo del virrey del Perú
al arzobispo de Valencia, Juan de Ribera, quien lo colocó en una pared del
templo el 7 de
junio de 1606.
A
pesar de estos casos, la explicación más repetida para dar respuesta a la
presencia de estas 'bestias' en las iglesias hace referencia a su uso como
ex-votos, es decir, como ofrendas en agradecimiento por una ayuda concedida. En
el caso de caimanes, encontramos dos variantes en este sentido. La primera
"versión" refiere una salvación milagrosa de algún devoto que,
estando en tierras lejanas, escapa sin daño al ataque de uno de estos reptiles.
La segunda nos habla de la muerte de la bestia por intercesión celestial, en
este caso cerca de la iglesia en la que se exhibe. Un buen ejemplo del primer
caso es el caimán custodiado en la iglesia de San Ginés, en la madrileña calle
del Arenal.
Allí
se encuentra, desde 1522, una de estas temibles bestias, al parecer ofrecida
como ex-voto por Alonso de Montalbán, 'Aposentador' de los Reyes Católicos.
Montalbán habría sobrevivido al ataque del animal mientras estaba en Panamá,
gracias a la acción milagrosa de una imagen de la Virgen que apareció en un
árbol, tal y como refiere un documento del archivo parroquial. Un relato
piadoso muy similar se encuentra tras el caimán guardado en la colegiata de
Berlanga de Duero (Soria), que habría sido traído desde las Indias por fray
Tomás, natural de la localidad y obispo de Panamá. Según la tradición, fray
Tomás se encariñó del animal, así que se lo trajo vivo de vuelta a la
península. El relato asegura que mientras el religioso vivía, el caimán se mostró
manso y tranquilo, pero a la muerte de fray Tomás comenzó a atacar a los
lugareños. Por suerte para los vecinos, consiguieron darle muerte —con ayuda
celestial, cómo no—, y decidieron colgar sus restos como ex-voto.
En
otras ocasiones, parece que los restos de estos animales —monstruosos a ojos de
las gentes de siglos pasados— jugaron un papel de protección frente al demonio
y al mal en general, sirviendo de símbolo del Satanás encadenado. Así, en un
tratado del siglo XVII, el 'Emblemata' de Paolo Maccio, encontramos un emblema
en el que se representa a uno de estos animales en el interior de una iglesia,
acompañado por la siguiente frase: "El malvado asusta al malvado. Un
cocodrilo se cuelga en las iglesias
para atemorizar y ahuyentar a otros monstruos feroces".
Los
clérigos aprovecharon también el temor que infundían estas bestias para imponer
el miedo y el recogimiento. Así, en una iglesia valenciana que contaba con un
caimán, se leía junto a él un cartel que decía: "Si en el templo en silencio
no estás, a mi vientre pararás". A pesar de todas estas
explicaciones, el origen de la presencia en los templos de estos animales —y de
restos de otros, como los citados huesos de ballena, cuernos de narval o
similares— está seguramente en la imagen que se tenía de ellos como
"museos" de la Creación. Aquellos restos de bestias eran maravillas
de la naturaleza, monstruos casi sobrenaturales —tenidos a veces por señales
divinas—, testimonios palpables de la grandeza del Creador, comparables en
muchos casos a las reliquias de santos, así que no había mejor lugar para
guardarlos y exhibirlos que la propia casa de Dios.