miércoles, 26 de febrero de 2014

Las Brujas de Salem

Los juicios por brujería de Salem fueron una serie de audiencias locales, posteriormente seguidas por procesos judiciales formales, llevados a cabo por las autoridades con el objetivo de procesar y después, en caso de culpabilidad, castigar delitos de brujería en los condados de Essex, Suffolk, y Middlesex (Massachusetts), entre febrero de 1692 y mayo de 1693. Este acontecimiento ha sido usado retóricamente en la política y la literatura popular como una advertencia real sobre los peligros del extremismo religioso, acusaciones falsas, fallos en el proceso y la intromisión gubernamental en las libertades individuales.

A pesar de ser generalmente conocido como «los juicios de Salem», las audiencias preliminares en 1692 se llevaron a cabo en diversas ciudades de toda la provincia: la aldea de Salem, Ipswich, Andover y la ciudad de Salem. Los juicios más conocidos tuvieron lugar en la ciudad de Salem, realizados por un Tribunal en ese mismo año. Los propios jueces se dejaron llevar por la histeria religiosa de la comunidad, formada mayormente por puritanos, que exigía frenéticamente condenas a las presuntas brujas.

Las cuatro partes en las que se dividió la Corte Superior de la Judicatura de 1693 se celebraron en la aldea de Salem, Ipswich, Boston y Charlestown, pero solo se produjeron tres condenas de los treinta y un juicios llevados a cabo por la Corte Superior de Judicatura. Los dos tribunales condenaron a veintinueve personas por brujería. Diecinueve de los acusados —catorce mujeres y cinco hombres— fueron ahorcados. Un hombre, Giles Corey, se negó a emitir declaración y murió lapidado en un intento de obligarlo.

Muchas teorías han intentado explicar por qué la comunidad de Salem explotó en ese delirio de brujas y perturbaciones demoníacas. La más difundida insiste en afirmar que los puritanos, que gobernaban la colonia de la bahía de Massachusetts prácticamente sin control real desde 1630 hasta la promulgación de la Carta Real de Massachusetts en 1692, atravesaban un período de alucinaciones masivas e histeria provocadas por fanatismo religioso.

La mayoría de los historiadores modernos encuentran esta explicación, cuando menos, simplista. Otras teorías se apoyan en analizar hechos de maltrato de niños, adivinaciones invocando al maligno, y ergotismo (intoxicación plena con pan de centeno fermentado que contiene elementos químicos similares al alucinógeno LSD), la lucha por las propiedades, el complot de la familia Putnam para destruir a la familia rival Porter, y algunas otras aluden al tema del «estrangulamiento social» de la mujer, siendo que la suma de estos factores causó el estallido de fanatismo religioso.

Dentro de la pequeña comunidad de Salem existía una estricta conducta religiosa, en la cual cada persona vigilaba a sus vecinos y a su vez era vigilada por éstos en sus palabras y acciones, generando dudas y sospechas en caso de que su conducta no se ajustase a los parámetros religiosos puritanos. Las mujeres eran consideradas como individuos destinados a servir a sus esposos y a carecer de mayores derechos, mientras los niños eran destinados a educarse severamente desde temprana edad en las labores de los adultos en vez de simplemente jugar. Otra preocupación fundamental de esta comunidad era evitar la «ira de Dios» y, por tanto, sujetarse estrictamente a los dictados religiosos del puritanismo para así evitar el castigo divino que se traducía en pérdida de cosechas, mal clima, y muerte de ganado.

Una vecina propuso una forma de contrarrestar la magia. Le pidió a una panadera que hornearse un pastel de centeno con la orina de las supuestas brujas y excremento de perros -los perros se creían que eran utilizados por las brujas como agentes para llevar a cabo sus órdenes diabólicas-. Posteriormente, esta misma panadera fue acusada y ahorcada, después de decir que se le acercó un hombre alto - obviamente Satanás - que en otras ocasiones aparecía como un perro o un cerdo y que le pedía que firmara en su libro para darle poderes.

En un pueblo donde todo el mundo creía que el Diablo era real, las sospechas se  convirtieron en una obsesión. Los jueces también decidieron hacer el examen de los órganos de las acusadas para las pruebas de las marcas de “la bruja” (lunares o similares en el cuerpo). El jurado emitió en una ocasión el veredicto de no culpable, para gran disgusto del Presidente del Tribunal, quien les "invitó" a que volvieran a considerar el veredicto. El jurado volvió a reunirse, y en la segunda ocasión volvió con el veredicto de culpabilidad.

Las últimas tres brujas fueron indultadas, y liberadas de la cárcel con el resultado diecinueve ahorcados a los que tenemos que sumar al menos cuatro personas más que habrían muerto en la cárcel. Aproximadamente uno a dos centenares de personas fueron arrestados y encarcelados por cargos de brujería. Dos perros fueron ejecutados como supuestos cómplices de las brujas...

Este era el proceso a seguir:

1.- Una persona -no hacía falta pruebas- presenta una queja al Juez de Paz de bruja sospechosa, bien fuese la vecina u otra que eligiera al azar.

2.- La acusada, una vez detenida, era examinada por dos o más magistrados. Si, después de escuchar los testimonios, el juez consideraba que la acusada era probablemente culpable, se la enviaba a la cárcel en espera de juicio.

3.- La condenada recibe su condena de la Corte (ya conocemos el veredicto...). En cada caso, en Salem, la condenada fue sentenciada a ser colgada en una fecha determinada.

4.- El sheriff y sus ayudantes llevaban a cabo la pena de muerte en la fecha especificada...

Más de 150 personas fueron detenidas y encarceladas, solo con acusaciones, sin embargo no llegaron a ser formalmente procesadas por el tribunal del condado. Al menos cinco de los acusados fallecieron en prisión, y las veintiséis personas que fueron a juicio fueron condenadas ante este tribunal.

Un rasgo particular de estos juicios fue que las denuncias de alucinaciones y contactos demoníacos surgieron entre un grupo de mujeres de la comunidad de Salem, pero nunca se realizaron procedimientos serios para obtener pruebas de tales prácticas, sino que casi todas las acusaciones se basaban en rumores.

Constantino

Hacia 284 d.C., el Imperio Romano parecía abocado a la disolución. En los últimos 50 años se habían sucedido veintiséis emperadores, y sólo uno de ellos había fallecido de muerte natural; persas y bárbaros hostigaban constantemente, y con éxito, las fronteras norte y este; las pestes, la miseria y la anarquía presagiaban una rápida caída. En el 330, año de la inauguración de Constantinopla, la nueva capital imperial, el Imperio seguía unido, con las fronteras intactas y en paz. Ése fue el resultado de la labor titánica de dos hombres brillantes y enérgicos, que supieron entender los cambios que traía la historia: los emperadores Diocleciano y Constantino I, llamado el Grande. Constantino pasó la mayor parte de su infancia en los campamentos militares romanos acompañando a su padre. Cuando Constancio Cloro fue proclamado césar de los Alpes Occidentales en el 293, Constantino fue enviado a la corte del emperador Diocleciano, al que acompañaría en su expedición a Egipto del año 296. Educado con esmero en la corte de Diocleciano en Nicomedia (la actual Izmir, en Turquía), estuvo en contacto con los numerosos cristianos de la corte imperial y de las ciudades del este y fue testigo de excepción de la persecución que Diocleciano desencadenó en el 303 contra los cristianos.

Cuando en el 305 Diocleciano y Maximiano abdicaron por motivos de edad, el padre de Constantino, Constancio Cloro, fue nombrado augusto de la mitad occidental del Imperio; Galerio quedó al mando de la mitad oriental. La abdicación de Diocleciano y Maximiano llevaba consigo el ascenso de los césares a augustos o emperadores y la elección de nuevos césares, lo que obstaculizaba las expectativas de sucesión dinástica de los hijos de quienes habían ascendido a emperadores. La situación provocaría una compleja serie de guerras civiles. Constancio quiso nombrar césar a su hijo Constantino, pero las intrigas de Galerio evitaron este nombramiento. A pesar de ello, Constantino logró el permiso de Galerio para viajar a Britania para reunirse con su padre. Y, tras la muerte de Constancio Cloro en Ebocarum (York), sus topas le proclamaron augusto en la misma ciudad el 25 de julio del 306. Pero Galerio se negó a confirmar su nombramiento como augusto, y Constantino hubo de aceptar el título de césar en el tercer gobierno de la Tetrarquía, mientras Severo era designado para el cargo de augusto. A Constantino se le permitió administrar las provincias asignadas a Constancio Cloro (Galia, Britania e Hispania). Finalmente sería reconocido augusto por el anciano emperador Maximiano, que había vuelto a la vida política, y con cuya hija Fausta contrajo matrimonio el 31 de marzo de 307. Habitualmente entre los historiadores se ha fijado este último año como la fecha en la que se produjo el inicio del reinado de Constantino I.

A finales del 308, Diocleciano, Maximiano y Galerio se reunieron en la Conferencia de Carnuntum, con la intención de poner en orden el caos político en el que estaba envuelto el Imperio. En ese momento había cinco augustos (los legítimos Galerio y Severo, y los usurpadores Constantino, Majencio y Maximiano) y un solo césar, Maximino Daya. Durante dicha conferencia se desposeyó del título de augusto a Constantino, quien se negó a aceptar la degradación y puso todo su empeño en hacerse con el control del Imperio. Lo primero que hizo fue reforzar su poder en Galia, Britania e Hispania. Tras frenar una invasión de los francos, consiguió derrotar a Maximiano en la Galia, quien fue entregado a Constantino por los oficiales de sus propias tropas. En el 312 invadió Italia, donde gobernaba Majencio, hijo de Maximiano y su principal rival para hacerse con el control del Occidente del Imperio. Las fuerzas de Constantino resultaron vencedoras en Turín y Verona. Las tropas de Majencio y Constantino se enfrentaron el 28 de octubre de ese mismo año en la batalla del puente Milvio, a las afueras de Roma; el enfrentamiento finalizó con la victoria para las tropas de Constantino. Majencio encontró la muerte al ahogarse en el Tíber en su huida y Constantino pudo adoptar el título de máximo augusto aunque su dominio sólo abarcaba el oeste del Imperio.

Según la tradición recogida por Eusebio de Nicomedia, el día anterior a la batalla del puente Milvio, Constantino vio en el cielo una señal: una cruz acompañada de la leyenda in hoc signo vinces (con este signo vencerás). Constantino, que probablemente profesaba una religión solar monoteísta, había mantenido contactos con el cristianismo y era consciente de la fuerza que ese credo tenía en el Imperio, lo que sin duda influiría en su política posterior. Para conmemorar esta victoria hizo construir en el 315 en el Foro de Roma el famosísimo Arco de Constantino, en el cual atribuyó la victoria sobre Majencio a la protección de la divinidad, sin especificar cuál. Posteriormente la historiografía cristiana calificó la victoria de Puente Milvio como la primera batalla ganada por un emperador romano gracias a la ayuda de Dios. En el 314 comenzaron las hostilidades entre Constantino y Licinio. El primero resultó vencedor en las batallas de Cibales y Adrianópolis. El tratado de paz que se firmó a continuación permitió a Licinio conservar Asia, Egipto y Tracia, aunque tuvo que entregar a su rival la mayor parte de sus posesiones en Europa. En el año 315 Constantino se invistió el consulado junto con su colega en Oriente, Licinio. Ese mismo año ambos lucharon conjuntamente en la frontera contra los godos y los sármatas; comenzó así entre ambos emperadores un período de colaboración que se prolongaría durante casi una década.

En el año 317 proclamó cesares a Crispo (hijo de su primera esposa Minervina), a su otro hijo Constantino, y a Licinio, sobrino suyo e hijo del augusto de Oriente. La colaboración con Licinio terminó abruptamente en el 323: Constantino atacó a Licinio con la excusa de la persecución que el emperador de oriente había desatado contra los cristianos, y acabó derrotándolo en Crisópolis, el 18 de septiembre del 323. Licinio fue desterrado a Tesalónica y ejecutado un año después; Constantino se convertía finalmente en el único emperador de Roma. Al año siguiente se inició la construcción, sobre la antigua Bizancio, de la ciudad de Constantinopla, que pasaría a ocupar un lugar de privilegio en el Imperio. Un año después, el emperador concedió el título de augusta a Elena, su madre, y en el 326 se desarrolló un drama familiar que al parecer estuvo en el origen del viaje de Elena a Tierra Santa, donde se le atribuye el descubrimiento del Santo Sepulcro y la invención de la Vera Cruz: Fausta, la esposa de Constantino, consiguió que su marido mandara ejecutar a Crispo, primogénito del emperador habido de su anterior matrimonio con Minervina; poco después, Fausta fue acusada de adulterio y Constantino la hizo ejecutar. Tales condenas fueron acompañadas del asesinato de varios miembros de la corte, lo produjo una profunda ola de indignación entre la población de Roma.

Pese a su defensa pública del cristianismo y a su intervención en los debates teológicos (probablemente su interés era fundamentalmente político), Constantino nunca había recibido el bautismo. En su lecho de muerte cambió sus ropajes imperiales por la vestidura blanca del neófito y fue bautizado por Eusebio, obispo de Constantinopla. Murió el 22 de mayo de 337, y fue enterrado en su iglesia de los Apóstoles en Constantinopla. Dejaba el Imperio repartido entre sus tres hijos, Constantino II el Joven, Constante I y Constancio II, y sus dos sobrinos, Dalmacio y Anibaliano, pero los conflictos entre ellos obligaron a que, después de su muerte, Constantino siguiera reinando nominalmente durante varios meses. Dalmacio se hizo con el control del área de Constantinopla y los Balcanes; Constantino II, el mayor de los hermanos, controlaba la parte occidental del Imperio, hasta Treveris; Constancio II era el dueño de la parte oriental hasta Antioquía, mientras que Constante se encargaba del gobierno de Iliria, Italia y África y finalmente otro sobrino, Anibaliano, gobernaba con el título de rey la parte oriental de Asia Menor.

miércoles, 19 de febrero de 2014

SIMÓN PEDRO

Conocido también como Cefas o Simón Pedro; y cuyo nombre de nacimiento era Shimón bar Ioná, fue –de acuerdo con el Nuevo Testamento– un pescador, conocido por ser uno de los doce apóstoles, discípulos de Jesús de Nazaret. Es llamado "El príncipe de los Apóstoles". La Iglesia lo identifica a través de la sucesión apostólica como el primer Papa, basándose entre otros argumentos, en las palabras que le dirigió Jesús: " Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo" (Mateo 16,18-19). Mientra que otras Iglesias, como los ortodoxos, no lo consideran de esta manera, pues estos entienden que Jesús no edificará su Iglesia sobre un hombre (Pedro) sino sobre la confesión de fe que Pedro hizo: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo". (Mateo 16-16), es decir que para los ortodoxos la Iglesia se edifica sobre Cristo Hijo de Dios y Pedro no es la cabeza de la Iglesia, es un apóstol que pudo ver en ese momento por gracia del Espíritu Santo lo que Jesús era.

Todos los evangelios mencionan el nombre de Simón; Jesús se dirige a él siempre así, salvo con una excepción (Lucas 22,34): Pero él dijo: “Pero Jesús replicó: Yo te aseguro, Pedro, que hoy, antes que cante el gallo, habrás negado tres veces que me conoces” Cabe resaltar que se menciona a Pedro (Petro) como la masculinización de Petra, es decir Roca, cambiando apenas su terminación pero manteniendo la raíz de la palabra. Por otra parte, Pablo de Tarso siempre le llamó Cefas. Esta palabra hebrea helenizada del arameo Kefa, no era un nombre propio, pero Pablo se lo asigna como tal. La palabra significa en ambos idiomas, por lo general, "piedra”. Casi todas las tradiciones e informaciones que tenemos de él son a partir de la llamada de Jesús; muy poca información tenemos de su vida anterior. Su padre es mencionado por su nombre en Mateo 16,17: Jesús le habla como “Simón hijo de Jonás”.

Simón se estableció en Cafarnaúm, donde vivía con su suegra en su propia casa (Mateo 8,14; Marcos 1,29-31; Lucas 4,38) al tiempo de comenzar el ministerio público de Cristo (alrededor del 26-28 D.C.). Por ende, Simón era casado y según Clemente de Alejandría tenía hijos. Otros escritos, parte del corpus declarado apócrifo en Nicea, mencionan que había tenido, exactamente, una hija. También gracias al autor Clemente de Alejandría nos llega la información de que la esposa de Pedro sufrió el martirio. Así pues, estás son las pocas referencias que tenemos de Simón Pedro antes de conocer a Jesús de Nazaret.

Tras la muerte de Jesús, la figura de Pedro es menos precisa. Si bien, varios de los evangelios —tanto canónicos como apócrifos— dejan entrever que había tenido un vínculo especial con Jesús. En Lucas 24-34 se narra una comunicación especial del resucitado a Pedro. El evangelio de Mateo no vuelve a nombrar a Pedro tras haber éste negado conocer a Jesús. El autor de Hechos de los Apóstoles, sin embargo, presenta a Pedro como una figura crucial de las comunidades paleocristianas; es él quien preside la selección del reemplazo para Judas Iscariote (Hechos 1,15-26), él quien toma la palabra y se dirige a la multitud el día de Pentecostés (Hechos 2,14-41), él quien castiga la mentira de Ananías y Safira a los Apóstoles (Hechos 5,1-11), él quien es examinado públicamente por el Sanedrín junto con Juan (Hechos 4,7-22, Hechos 5,18-42).

En todos estos ejemplos, en los que la figura de Simón Pedro se destaca por encima del resto de los apóstoles, ha visto la Iglesia una confirmación de la enseñanza de que él ejercía el primado sobre ellos. La prédica de Pedro, sin embargo, estuvo por lo general en los primeros años limitada al pueblo judío a diferencia de Pablo que predicaba a los gentiles aunque fue el quien bautizó al primer cristiano no judío, en Cesárea, debido a una visión tenida en Joppe, fue al Centurión Cornelio y a su familia (Hechos 10,1-33). La tradición católica narra que Pedro acabó sus días en Roma, donde fue obispo, y que allí murió martirizado bajo el mandato de Nerón en el Circo de la colina vaticana, sepultado a poca distancia del lugar de su martirio y que a principios del siglo IV el emperador Constantino I el Grande mandó construir la gran basílica.

Flavio Josefo relata que la práctica de crucificar criminales en posiciones distintas era común entre los soldados. En 1º Pedro 5-13, dice: “La iglesia de Babilonia, que ha sido elegida como ustedes, los saluda, lo mismo que mi hijo Marcos”, este texto ha sido entendido por algunos en sentido figurativo, como señal de que Pedro escribía desde Roma por el hecho que la antigua Babilonia sobre el Eufrates estaba en ruinas y el término "Babilonia" habría sido usado por la antigua comunidad cristiana para referirse a la Roma de los emperadores (Apocalipsis 17-5). La tradición de la Iglesia católica apostólica ortodoxa reconoce como primer obispo de Roma a Lino, designado por el Apóstol Pablo primer fundador y misionero de la primitiva comunidad cristiana de Roma, en tanto que reserva para el Apóstol Pedro el título de Corifeo(director del coro)de los apóstoles.

La representación convencional de San Pedro lo presenta ya anciano, portando las llaves. Entre sus atributos se cuentan también el barco (por su profesión), el libro y el gallo (por su negación). Ocasionalmente se lo reviste de los atributos de un obispo o de un papa, si bien las tradiciones relativas a éstos no se fijaron hasta mucho más tarde. Las escenas de su martirio lo presentan por lo general cabeza abajo.

lunes, 3 de febrero de 2014

La pastoral de los difuntos y sus cenizas


Según los antropólogos, la cremación del cuerpo de los muertos se practicaba ya al final del período neolítico y también encontramos algunas señales arqueológicas de este ritual en la zona habitada por los cananeos alrededor del 3000 a.C. Los poemas de Homero hablan de ella como un rito de homenaje a los héroes griegos durante la guerra de Troya y sabemos que en Roma se extendió en los últimos tiempos de la República. Pero es en las tradiciones del hinduismo donde se da mayoritariamente esta práctica que incluye la quema de la pequeña nave que transporta los restos de quien ha fallecido. También cremaban a sus muertos los vikingos hasta su desaparición hacia el final del primer milenio.

Los pueblos semitas preferían la "inhumación" y la costumbre fue continuada por los israelitas y por las primeras comunidades cristianas hasta nuestros días. Al "entierro", esto es, depositar en la tierra, se agregó el conservar el cadáver en un féretro colocado en nichos o bóvedas.

En la modernidad, algunos grupos del Occidente ilustrado solicitaban la quema de sus cuerpos para negar "la resurrección de la carne", ya que imaginaban que la dispersión de los restos impediría lo proclamado por la fe; por tal motivo la Iglesia prohibió la cremación (salvo casos de peste o situaciones de fuerza mayor) privando de sepultura eclesiástica a quienes la hubieren solicitado.

Para comprender la intensidad de esta "disputa" en su contexto histórico, basta saber que en 1891, Annie Bessant, suprema directora de la Sección Europea de la Asociación Teosófica se consideraba una entusiasta defensora del "ateísmo, la República y el entierro civil"

En ese mismo clima, el comentario al canon 1203 del antiguo Código de Derecho Canónico de 1917 realizado por los responsables de la edición de la Bac de España dice, con el estilo apologético propio de la época, que la práctica de la cremación está reprobada, entre otros motivos, "por las perversas ideas de que están imbuidos y los fines depravados que persiguen sus más entusiastas defensores entre los cuales se cuentan los afiliados a la masonería, como puede verse en la Instrucción del Santo Oficio del 19 de mayo de 1886..."

Pero esa prohibición fue radicalmente modificada por el Santo Oficio (que luego se convertirá en la Congregación para la Doctrina de la Fe) durante la celebración del Concilio Vaticano II en 1964 y, consecuentemente, en el canon 1176 del Código de Derecho Canónico de 1983. En el Ritual de las Exequias, promulgado el 15 de agosto de 1969, se puede leer:

"Se puede conceder las exequias cristianas a quienes han elegido la cremación de su propio cadáver, a no ser que conste que fue elegida por motivos contrarios al sentido cristiano de la vida"

La supresión de la antigua prohibición, la concentración urbana, la exhumación de los cadáveres en los cementerios en razón del breve tiempo de permanencia en la tierra, y ciertas modificaciones culturales en torno al tema de la muerte han hecho que en muchos lugares, sobre todo en las grandes ciudades, muchas personas creyentes pidan la cremación.

El Ritual de las Exequias prevé que "en este caso, los ritos que se hacen en la capilla del cementerio o junto al sepulcro pueden tener lugar en el edificio del crematorio, evitando todo peligro de escándalo o indiferentismo"

Pero después de haber pasado el primer impacto del duelo, se presenta ante los familiares un problema delicado, sobre todo si el difunto no dejó ninguna disposición especial sobre el destino final de las cenizas.

Algunos guardan la pequeña urna en sus casas, otros la entierran en el jardín o arrojan las cenizas al mar. En algunos casos aparecen discretamente depositadas en algún rincón oscuro de un templo o capilla. En casos más conflictivos, suele ser ocasión de dolorosas discusiones en la que afloran sentimientos contrapuestos entre quienes se encontraban unidos por distintos vínculos.

La cita que remite al Apocalipsis dice: "El mar devolvió a los muertos que guardaba; la Muerte y el Abismo hicieron lo mismo y cada uno fue juzgado según sus obras". Según los comentaristas, "el mar" era antiguamente considerado como el símbolo del caos y del mal, por eso el vidente anuncia: "Después vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe más" (Apoc 21, 1).

El cinerario, símbolo de la esperanza

Ese espacio se puede denominar "cinerario" y un rito adecuado contribuirá al acompañamiento de ese momento tan especial con el que culmina la despedida visible del ser querido.

El cinerario retoma la tradición de unir el cementerio con el templo, y consiste en una fosa de dos o tres metros de profundidad y de uno por cada lado o diámetro. Se lo puede ubicar en el atrio, en algún altar o arcada lateral del templo o en el jardín anexo y cubrir con una loza.

Si se quiere simbolizar mejor la relación entre el bautismo y la muerte, en lugar de la losa, se construye un volumen cúbico o cilíndrico, de unos 80 centímetros de alto, al estilo de la pila bautismal, con una tapa de hierro o mármol con un candado o cerradura de resguardo. En este caso, en una de sus caras laterales tendrán las imágenes o mensajes apropiados.

El fundamento teológico-pastoral de este último tipo de cinerario supone que la mirada desde la fe muestra un nuevo sentido a lo inevitable de la muerte, según escribiera Pablo VI en su Testamento: "La muerte es un progreso en la comunión de los santos...". Esa "comunión" ha tenido un inicio fundamental en el sacramento del Bautismo porque "...allí el discípulo del Señor ya está sacramentalmente muerto con Cristo para vivir una vida nueva; y si muere en la gracia de Dios, la muerte física ratifica este morir con Cristo y lo lleva a la consumación, incorporándose plenamente y para siempre en Cristo Redentor"

Las cenizas, que son la última expresión material de lo que fue el cuerpo, tienen una enorme carga simbólica porque remiten a la memoria de lo que la persona significó para sus familiares y amigos. Una adecuada pastoral integra el momento de depositar las cenizas con un rito que exprese el valor de la despedida y la esperanza en la futura resurrección.

Fuente:
Revista Vida Pastoral
Nº 250 – Año 2004