El efecto que este sacramento produce en el alma, de quien lo recibe
debidamente, es la unión del hombre con Cristo. Y puesto que por la
gracia el hombre es incorporado a Cristo y unido a sus miembros, es lógico que
por este sacramento se aumente la gracia de quienes lo reciben dignamente.
Todos los efectos que el alimento y la bebida materiales producen sobre la vida
del cuerpo: sustento, crecimiento, reparación y placer, este sacramento los
produce para la vida espiritual.
El sacerdote realiza este sacramento hablando en nombre de Cristo. En
virtud de las palabras, la sustancia del pan se cambia en el cuerpo de Cristo y
la sustancia del vino en su sangre. De tal modo, no obstante, que Cristo entero
se halla bajo la especie del pan y entero bajo la especie de vino; Cristo está
contenido en toda porción de Hostia y de vino consagrados, después de la
separación de las especies.
Esta costumbre (la de comulgar bajo una sola especie) con razón fue
introducida para evitar algunos peligros y escándalos. Aunque en la Iglesia
primitiva los fieles recibían la comunión bajo las dos especies, más tarde ha
sido recibida bajo las dos especies por los que celebran, y bajo una sola por
los laicos. Hay que creer con toda firmeza y no se puede dudar de ninguna
manera que el cuerpo y la sangre de Cristo en su integridad están realmente
presentes tanto bajo la especie de pan como bajo la de vino.
Aquí es Cristo en persona quien recibe al hombre, maltratado por las
asperezas del camino, y lo conforta con el calor de su comprensión y de su
amor. En la Eucaristía hallan su plena actuación las dulcísimas palabras: “Venid
a Mí, todos los que estáis fatigados y cargados, que Yo os aliviaré”
(Mt 11, 28). Ese alivio personal y profundo, que constituye la razón última de
toda nuestra fatiga por los caminos del mundo, lo podemos encontrar - al menos
como participación y pregustación - en ese Pan divino que Cristo nos ofrece en
la mesa eucarística.
Así como Jesucristo está vivo en el cielo rogando siempre por nosotros,
así también en el Santísimo Sacramento del altar, continuamente de día y de
noche está haciendo este piadoso oficio de abogado nuestro, ofreciéndose al
Eterno Padre como víctima, para alcanzarnos innumerables gracias y misericordias.
Como seguidores de Cristo no despreciamos las cosas buenas de la tierra, pues
sabemos que éstas han sido creadas por Dios, que es la fuente de todo bien.
Tampoco tratamos de ignorar la necesidad de pan, la gran necesidad de alimento
que tantos hombres sufren en todo el mundo, incluso en nuestras tierras [...].
Y sin embargo sigue siendo cierto que "no sólo de pan vive el hombre"
La persona humana tiene una necesidad que es aún más profunda, un hambre
que es mayor que aquella que el pan puede saciar - es el hambre que posee el
corazón humano de la inmensidad de Dios -. Es un hambre que sólo puede ser
saciada por Aquel que dijo: "Les aseguro que si no comen la carne
del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que
come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el
último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera
bebida." (Jn 6, 53-55).
Jesucristo no es una idea, ni un sentimiento, ni un recuerdo. Jesús es
una "persona" viva siempre
y presente entre nosotros. Viene a nosotros en la santa comunión y
queda presente en el sagrario de nuestras Iglesias, porque Él es nuestro amigo,
amigo de todos, y desea ser especialmente amigo y fortaleza en el camino de
vuestra vida de muchachos y jóvenes que tenéis tanta necesidad de confianza y
amistad.
En la eucaristía recibimos, real y verdaderamente al cordero de Dios que
quita los pecados del mundo. Su alma Santísima transfunde sobre la nuestra las
gracias de fortaleza y resistencia contra el poder de las pasiones. Su carne
purísima se pone en contacto con la nuestra pecadora y la espiritualiza y
diviniza.