Según el relato de Marcos, sólo Jesús vio cómo se rasgaban los cielos y
descendía el Espíritu, pues escribe: “Vio (en singular) que los cielos se
rasgaban, y que el Espíritu bajaba” (Mc 1,10). Y sólo Jesús oyó la voz del
Padre, puesto que la voz dice “Tú eres...” Para Marcos, pues, la verdadera
identidad de Jesús, el Hijo de Dios venido del cielo desgarrado, el que
inauguraba los últimos tiempos, es un secreto sólo conocido por Jesús. Ni el
Bautista, ni los que estaban presentes aquel día en el Jordán se enteraron de
nada. A pesar de lo hermoso de este relato, el episodio fue motivo de
escándalo en la Iglesia primitiva. ¿Por qué Jesús se hizo bautizar por el hijo
de Zacarías? Normalmente la persona que recibe, es inferior a la que da. Por lo
tanto el bautismo debería haber sido al revés: alguien superior, como Jesús,
tendría que haber bautizado a otro de menor dignidad, como Juan. Pero ¿por qué
ocurrió al revés y Juan bautizó a Jesús?
La pregunta se extendió por todas partes. Se la hacían los cristianos,
la gente, y cuantos conocían el episodio del bautismo. Cuando algunos años más
tarde le tocó escribir su evangelio a Mateo, la cuestión era urticante y se
había convertido en un serio problema teológico. En muchos ambientes de
Palestina se había comenzado ya a considerar a Juan el Bautista superior a
Jesús. Se lo tenía por verdadero Mesías, y se habían formado grupos que
veneraban su figura y le rendían culto. Eran las comunidades llamadas
“juaninas”. Por eso Mateo al escribir su versión no pudo eludir el tema escandaloso
del bautismo de Jesús. Y trató de encontrar una solución a tan ríspido problema
creando un espacio literario donde Jesús mismo pudiera dar una explicación.
Para ello ambientó una escena en la que Juan trata de impedir el bautismo
preguntando: “¿Por qué vienes tú a mí, si soy yo el que necesita ser bautizado
por ti?” (Mt 3,14). Era la angustiosa pregunta, que en realidad no había hecho
Juan a Jesús el día del bautismo, sino que se la hacía toda la gente. Y la
respuesta de Jesús, que era la respuesta de Mateo a la gente preocupada de su
comunidad, fue: “Déjalo así, porque conviene que se cumpla toda justicia”.
Con esto Mateo explicaba que el bautismo era voluntad de Dios. Aun
cuando Jesús no tenía pecado, se presentó como un penitente cualquiera en medio
del pueblo, a fin de identificarse con los hombres. Cargaba con los pecados de
todos ellos, y fueron éstos los que fue a lavar con su bautismo. ¿Acaso no
había profetizado Isaías que él “sería contado entre los malhechores”? (Is
53,12). Cristo era así el representante de la humanidad pecadora. El propósito
de su bautismo, pues, quedaba aclarado por el mismo Jesús: quiso hacerse uno
más entre los pecadores. Mateo hizo además una segunda modificación. Según Marcos, los tres
sucesos acontecidos (la visión del cielo abierto, la visión del Espíritu y la
audición de la voz) habían sido percibidos sólo por Jesús. En cambio según
Mateo el primer elemento fue percibido por todos los presentes, pues dice que
“se abrieron los cielos”, en vez de que “vio (Jesús) que los cielos se
rasgaban” como ponía Marcos. También el tercer elemento, la voz de Dios, fue
escuchada por todos, pues ella dice: “Éste es mi Hijo”, como dirigiéndose a
todos, y no “Tú eres mi Hijo”, como en Marcos. Así, para Mateo todos fueron
testigos de la superioridad de Jesús sobre Juan. Sólo el segundo elemento, la
visión del Espíritu, sigue siendo exclusiva de Jesús, pues escribe que “vio (en
singular) al espíritu de Dios que bajaba”.
El evangelio de Mateo no terminó de convencer. Si de todos modos Jesús
había sido bautizado por Juan, entonces éste era superior. No había nada que
hacerle. Y la competencia sobre la preeminencia de Jesús o del Bautista se
agudizó. Los evangelios traen los ecos de estas disputas. Un día, por ejemplo,
el pueblo comentaba que el Bautista era la persona más grande nacida de mujer.
Jesús lo confirmó: “Les aseguro que entre los nacidos de mujer ninguno es mayor
que Juan”. Pero luego agregó: “Sin embargo el más pequeño en el Reino de Dios
es mayor que él” (Lc 7,28). ¿Y quién era “el” más pequeño en el Reino de Dios?
¿Quién era el que no había venido a ser servido, sino a servir a todos? No era
otro que Jesús. Así, él mismo, delicadamente, se declaraba superior a Juan. En otra oportunidad, los círculos juaninos enseñaban que su maestro era
la Luz que vino a iluminar este mundo. Entonces el cuarto evangelista tuvo que
aclarar que en realidad “él no era la luz, sino que vino a dar testimonio de la
Luz. El Verbo (o sea Jesús) era la Luz verdadera” (Jn 1,8-9).
También circulaban en estos grupos narraciones maravillosas sobre el
nacimiento milagroso de Juan, y cómo un ángel había hablado con su padre
Zacarías, curando la esterilidad de su madre Isabel. Lucas recogió estos relatos
al comienzo de su evangelio, pero puso a continuación los de Jesús, para
recordar cómo éste eran tan superior a Juan que ni siquiera había necesitado un
padre humano para nacer (Lc 1-2). Ante esta perspectiva de confrontación entre los cristianos y los
juaninos, el bautismo de Jesús por Juan resultaba cada vez más embarazoso para
la iglesia primitiva. Fue en ese momento cuando le tocó escribir a san Lucas,
el tercer evangelista. Y no queriendo eliminar este hecho, por la importancia
que tenía, optó por eliminar a Juan. Y escribe simplemente: “Cuando todo el
pueblo se estaba bautizando, se bautizó también Jesús” (Lc 3,21). ¿Quién lo
bautizó? No lo menciona. Pero quiso insinuar que no fue Juan, ya que un
versículo antes de contar el bautismo de Jesús, dice que Juan estaba preso en
la cárcel por orden del rey Herodes (Lc 3,20).
Luego Lucas añade una nueva modificación: que Jesús estaba “en oración”
cuando ocurrieron las tres manifestaciones de Dios. Con este detalle quiso
desviar la atención del hecho mismo del bautismo para centrarla en la figura
majestuosamente orante de Jesús. Por último, Lucas completa el proceso iniciado
por Mateo, ya que el pueblo presente aquel día no sólo ve los cielos abiertos y
oye la voz, sino incluso ve al Espíritu Santo descender sobre Jesús “en forma
corporal de paloma”. Ahora los tres acontecimientos son públicamente conocidos.
Ahora ante todo el mundo está claro que sólo Jesús es el centro y la cumbre de
la escena. Pero el movimiento juanino siguió adquiriendo auge y expansión, y llegó
hasta Alejandría (Egipto). El libro de los Hechos de los Apóstoles relata que
uno de los oradores más brillantes de la antigüedad, un tal Apolo, oriundo de
esta ciudad, pertenecía a ese grupo (Hch 18,24-25). Luego alcanzó el Asia
Menor, en donde ganó adeptos entre los judíos. Los Hechos cuentan que en Efeso,
al oeste del Asia Menor, Pablo encontró discípulos de Juan el Bautista (Hch
19,1-3). La secta llegó a competir de tal manera con los cristianos, que se
convirtió en una verdadera amenaza para ellos. Esto lo vemos en el Cuarto
Evangelio, donde el autor se ve obligado a afirmar que el Bautista no era la
luz (Jn 1,8), ni el Mesías, ni Elías, ni el profeta esperado (Jn 1,19-24), ni
hizo milagros (10,41); lo cual muestra claramente que en esta época había gente
que pensaba todo esto de Juan.
Por otra parte, las respuestas del nuevo evangelio de Lucas tampoco
satisfacían del todo a la gente, que seguían cuestionando la actitud de Jesús
de hacerse bautizar. Por eso cuando se compuso el cuarto y último evangelio,
precisamente en Efeso, donde las comunidades juaninas eran fuertes, su autor
decidió cortar por lo sano, e hizo lo que ningún otro evangelista se había
atrevido: suprimió el relato del bautismo de Jesús. Por eso es el único que no
lo menciona. Solamente lo supone, cuando cuenta que un día Juan el Bautista vio
venir de lejos a Jesús, y dijo a la multitud: “Ese que viene ahí es el Cordero
de Dios que quita los pecados del mundo. He visto al Espíritu que bajaba del
cielo como una paloma y se quedaba sobre él” (Jn 1,29.32). Pero ¿cuándo vio al
Espíritu descender sobre él? El evangelista calla. Sobre este conflictivo
problema del bautismo prefiere guardar un prudente silencio. Así es como un hecho histórico, realmente sucedido en la vida de Jesús fue
contado de modos distintos por los cuatro evangelistas, según los problemas que
las comunidades destinatarias tenían. Sin distorsionar la verdad, sin cambiar
el mensaje ni modificar lo esencial, cada autor supo acomodarlo para que los
lectores pudieran entenderlo y aprovechar al máximo la riqueza escondida en
este acontecimiento vivido por Jesús. Conservando el relato primigenio cada uno
le dio forma distinta, lo retocó y amoldó, no según su propio parecer, sino
según el mismo Espíritu Santo los inspiraba. No lo adaptaron porque les
resultaba más cómodo ni por el afán de alterar la realidad, sino porque Dios
los movía para que su palabra fuera comprendida mejor por la gente.
Es la forma como predicaron los primeros evangelistas. Es la forma como
debemos hacerlo nosotros. Tomar los hechos que leemos en las Sagradas
Escrituras, y si para los demás, los que están alejados de la fe, resultan
incomprensibles, no salir a repetirlos como están, sino más bien hacerlos
carne, amoldarlos a nuestra vida, asimilarlos, y sólo después difundirlos,
convertidos en gestos comprensibles por todos los miembros de la comunidad.
Ariel Álvarez
Valdez
Biblista