La Batalla de Caseros fue la culminación del proceso iniciado con el
célebre Pronunciamiento de Urquiza el 1º de mayo de 1851. Nueve meses demoró el
caudillo entrerriano en llegar a Buenos Aires y derrotar al dictador. De todos
modos, el que se acomodó en el despacho de Rosas en Palermo y firmó el parte de
victoria no fue Urquiza sino Sarmiento, modesto boletinero del Ejército Grande.
Un cuarto de siglo después Sarmiento recordaría en el parlamento su hazaña
literaria y diría su célebre frase. “Todos los caudillos llevan mi marca”.
Cuando Urquiza se levantó contra Rosas, en Buenos Aires abundaron las
manifestaciones de servilismo y obsecuencia a favor del Restaurador. Las
jornadas del 24 y 25 de mayo y las fiestas del 9 de julio fueron tan ruidosas
como patéticas.
Cuando el carruaje de Manuelita se retiraba del Teatro Argentino, un
grupo de incondicionales desenganchó los caballos y empezó a empujar el
vehículo a pulso. Entre esos obedientes percherones se encontraban los hermanos
Lorenzo y Enrique Torres, Pastor Obligado, Rufino Elizalde y Santiago
Calzadilla. Los nombres merecen recordarse porque se trataba de caracterizados
propietarios y beneficiarios del régimen y, sobre todo, porque un año más tarde
se manifestarían como abnegados y leales militantes de la causa mitrista. Los
sacerdotes tampoco se privaron de exhibir su obsecuencia. Dos de ellos hablaron
en la Legislatura porteña y prometieron atravesar con el facón a Urquiza. No
conformes con ello, dijeron que estaban dispuestos a entregar su vida por el
Restaurador como Jesús la había entregado para salvar al mundo del pecado.
Por supuesto ninguno de ellos cumplió con su palabra y después de
Caseros siguieron predicando sus sermones, pero esa vez el ángel salvador no
sería Juan Manuel sino Mitre. Cuando el 8 de octubre se festejase oficialmente
la declaración de guerra contra Brasil, los actos de obsecuencia crecerían en
proporción a las promesas de venganza contra los salvajes unitarios y los
macacos brasileños. A fines de octubre Manuelita sería objeto de otra
manifestación de adhesión colectiva, y el pintor Prilidiano Pueyrredón la
retratará sobria y digna con un fondo de cortinados punzó. Un mes más tarde los
exaltados empezaron a poner límites a su entusiasmo. Cuando llegó la noticia de
que el Ejército Grande avanzaba sobre Buenos Aires, los más prudentes se
trasladaron a las quintas, bajaron las persianas de sus casas y cerraron los
balcones.
Un sugestivo silencio se instaló sobre la ciudad antes alborotada.
Mansilla, el héroe de la Vuelta de Obligado, pidió licencia por enfermedad; el
general Angel Pacheco no se quiso hacer cargo de las tropas. Finalmente el
propio Juan Manuel decidió dirigirlas, un hombre que había demostrado un
inusual talento para la acción política pero carecía de condiciones militares.
La derrota de Rosas en Caseros era previsible, tan previsible que más de un
historiador consideró que la batalla fue innecesaria. A medida que el Ejército
Grande avanzaba, el régimen se paralizaba. No era para menos. En pocas semanas
dos puntales de su poderío militar -el ejército de Urquiza y el de Oribe- se
habían pasado al enemigo.
En Santos Lugares, la moral de las tropas estaba a ras del pasto. Veinte
años de dictadura habían desmovilizado a la población y apaciguado a las
tropas. El rosismo se caía por su propio peso. Para 1852 era un anacronismo,
porque el país y el mundo habían cambiado y lo único que persistía como si nada
hubiera pasado era el régimen. Urquiza se rebeló en mayo de 1851, pero los
entendidos aseguran que ya para 1846, es decir cinco años antes, Urquiza hacia
su propio juego y en ese juego no tenían lugar los intereses del rosismo. En
cartas íntimas Rosas calificaba a Urquiza de traidor y salvaje por haber
firmado un tratado secreto con los hermanos Madariaga, sinuosos caudillos
correntinos.
Desde el punto de vista estructural, los intereses que representaba
Urquiza tarde o temprano chocarían con el rosismo. Eso era inevitable y, de
alguna manera, necesario. Cuando Echeverría decidió dedicarle su libro a
Urquiza fue porque sabía que a la dictadura no la iban a derrocar los poetas
del exilio sino un caudillo. Algo parecido pensaban los Varela y, de alguna
manera, lo insinuaban Sarmiento y Alberdi. El caudillo llamado a la tarea
liberadora sería Urquiza, hombre fuerte del rosismo durante años, degollador de
prisioneros en India Muerta y Vences, el principal estanciero de su provincia,
pero además el hombre cuyos intereses económicos estaban en franca
contradicción con la política porteña. En definitiva al caudillo de Buenos
Aires sólo lo podría derrotar un caudillo que reuniera el mismo poder económico
y recurriera a métodos parecidos. Ese caudillo en 1852 era Urquiza. Quince años
antes podría haber sido Estanislao López, pero esta es una especulación, no una
certeza histórica.
En realidad, el litoral siempre fue un nudo conflictivo. Provincias como
Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos nunca se sometieron con docilidad a los
imperativos del rosismo. Por otra parte, los conflictos que allí se promovían,
fatalmente se extendían a la Banda Oriental, comprometían los intereses de los
comerciantes franceses e ingleses y exacerbaban los recelos de la diplomacia
brasileña. Curiosamente, en el momento en que Rosas adquiere mayor prestigio,
es decir luego de firmar los acuerdos de paz con los ingleses y franceses y de
imponerle sus condiciones, comenzó la cuenta regresiva de su poder. Los
bloqueos habían estimulado el desarrollo de las economías del litoral. Cuando
Rosas intentó ponerle límites ya era demasiado tarde. El comercio por el río
Uruguay, la incorporación de nuevas tecnologías, el desarrollo de la industria
lanar y el cansancio de las clases propietarias con una política que en nombre
de la paz reproducía permanentemente los conflictos, crearon las condiciones que
pusieron punto final a la dictadura.
Urquiza demoró en dar a conocer su pronunciamiento, pero cuando lo hizo
no perdió el tiempo. Primero los acuerdos con los uruguayos y la pacificación
forzosa de ese territorio. Luego, el acuerdo con Brasil movilizado gracias a la
torpeza de Rosas quien, contradiciendo las sugerencias de Guido, no tuvo mejor
idea que declararle la guerra cuando eso era lo que estaba esperando la sagaz
diplomacia brasileña. Cuando a fines de diciembre el Ejército Grande cruzó el
río e ingresó en territorio argentino, las horas de la dictadura estaban
contadas. La coalición política armada por el caudillo de Entre Ríos era
heterogénea pero eficaz. Allí estaban los ganaderos del litoral, los exiliados
de la generación del 37, las principales espadas del unitarismo y los caudillos
federales.
En este conflicto los intereses se superponían, pero desde una
perspectiva amplia muy bien podría decirse que Caseros fue la victoria de las
provincias del litoral y el interior contra el poder de Buenos Aires liderado
por Rosas. Con las diferencias del caso, algo parecido había ocurrido en 1820
cuando las caudillos del litoral ocuparon la ciudad, y algo parecido ocurriría
en 1880 cuando el poder del flamante Estado nacional derrotara por última vez
la resistencia porteña. Por cierto que estas hipótesis merecen ser matizadas y
sometidas a interpretaciones más complejas, pero no dejan de ser un buen punto
de partida -o un buen punto de llegada- para entender aquellas jornadas que, en
el futuro, caudillos federales como Varela, Peñaloza, López Jordán y el propio
Hernández habrían de reivindicar como el acontecimiento más trascendente del
federalismo argentino.
El 3 de febrero de 1852 las tropas dirigidas por Urquiza derrotaron en
las afueras de Buenos Aires al ejército comandado por Juan Manuel de Rosas. La
batalla no duró más de seis horas y, tal vez exagerando un poco, los
observadores dijeron que más que un enfrentamiento fue un trámite.