PROGRAMA Nº 1164 | 27.03.2024

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LA BATALLA DE CASEROS

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La Batalla de Caseros fue la culminación del proceso iniciado con el célebre Pronunciamiento de Urquiza el 1º de mayo de 1851. Nueve meses demoró el caudillo entrerriano en llegar a Buenos Aires y derrotar al dictador. De todos modos, el que se acomodó en el despacho de Rosas en Palermo y firmó el parte de victoria no fue Urquiza sino Sarmiento, modesto boletinero del Ejército Grande. Un cuarto de siglo después Sarmiento recordaría en el parlamento su hazaña literaria y diría su célebre frase. “Todos los caudillos llevan mi marca”. Cuando Urquiza se levantó contra Rosas, en Buenos Aires abundaron las manifestaciones de servilismo y obsecuencia a favor del Restaurador. Las jornadas del 24 y 25 de mayo y las fiestas del 9 de julio fueron tan ruidosas como patéticas.

Cuando el carruaje de Manuelita se retiraba del Teatro Argentino, un grupo de incondicionales desenganchó los caballos y empezó a empujar el vehículo a pulso. Entre esos obedientes percherones se encontraban los hermanos Lorenzo y Enrique Torres, Pastor Obligado, Rufino Elizalde y Santiago Calzadilla. Los nombres merecen recordarse porque se trataba de caracterizados propietarios y beneficiarios del régimen y, sobre todo, porque un año más tarde se manifestarían como abnegados y leales militantes de la causa mitrista. Los sacerdotes tampoco se privaron de exhibir su obsecuencia. Dos de ellos hablaron en la Legislatura porteña y prometieron atravesar con el facón a Urquiza. No conformes con ello, dijeron que estaban dispuestos a entregar su vida por el Restaurador como Jesús la había entregado para salvar al mundo del pecado.

Por supuesto ninguno de ellos cumplió con su palabra y después de Caseros siguieron predicando sus sermones, pero esa vez el ángel salvador no sería Juan Manuel sino Mitre. Cuando el 8 de octubre se festejase oficialmente la declaración de guerra contra Brasil, los actos de obsecuencia crecerían en proporción a las promesas de venganza contra los salvajes unitarios y los macacos brasileños. A fines de octubre Manuelita sería objeto de otra manifestación de adhesión colectiva, y el pintor Prilidiano Pueyrredón la retratará sobria y digna con un fondo de cortinados punzó. Un mes más tarde los exaltados empezaron a poner límites a su entusiasmo. Cuando llegó la noticia de que el Ejército Grande avanzaba sobre Buenos Aires, los más prudentes se trasladaron a las quintas, bajaron las persianas de sus casas y cerraron los balcones.

Un sugestivo silencio se instaló sobre la ciudad antes alborotada. Mansilla, el héroe de la Vuelta de Obligado, pidió licencia por enfermedad; el general Angel Pacheco no se quiso hacer cargo de las tropas. Finalmente el propio Juan Manuel decidió dirigirlas, un hombre que había demostrado un inusual talento para la acción política pero carecía de condiciones militares. La derrota de Rosas en Caseros era previsible, tan previsible que más de un historiador consideró que la batalla fue innecesaria. A medida que el Ejército Grande avanzaba, el régimen se paralizaba. No era para menos. En pocas semanas dos puntales de su poderío militar -el ejército de Urquiza y el de Oribe- se habían pasado al enemigo.

En Santos Lugares, la moral de las tropas estaba a ras del pasto. Veinte años de dictadura habían desmovilizado a la población y apaciguado a las tropas. El rosismo se caía por su propio peso. Para 1852 era un anacronismo, porque el país y el mundo habían cambiado y lo único que persistía como si nada hubiera pasado era el régimen. Urquiza se rebeló en mayo de 1851, pero los entendidos aseguran que ya para 1846, es decir cinco años antes, Urquiza hacia su propio juego y en ese juego no tenían lugar los intereses del rosismo. En cartas íntimas Rosas calificaba a Urquiza de traidor y salvaje por haber firmado un tratado secreto con los hermanos Madariaga, sinuosos caudillos correntinos.

Desde el punto de vista estructural, los intereses que representaba Urquiza tarde o temprano chocarían con el rosismo. Eso era inevitable y, de alguna manera, necesario. Cuando Echeverría decidió dedicarle su libro a Urquiza fue porque sabía que a la dictadura no la iban a derrocar los poetas del exilio sino un caudillo. Algo parecido pensaban los Varela y, de alguna manera, lo insinuaban Sarmiento y Alberdi. El caudillo llamado a la tarea liberadora sería Urquiza, hombre fuerte del rosismo durante años, degollador de prisioneros en India Muerta y Vences, el principal estanciero de su provincia, pero además el hombre cuyos intereses económicos estaban en franca contradicción con la política porteña. En definitiva al caudillo de Buenos Aires sólo lo podría derrotar un caudillo que reuniera el mismo poder económico y recurriera a métodos parecidos. Ese caudillo en 1852 era Urquiza. Quince años antes podría haber sido Estanislao López, pero esta es una especulación, no una certeza histórica.

En realidad, el litoral siempre fue un nudo conflictivo. Provincias como Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos nunca se sometieron con docilidad a los imperativos del rosismo. Por otra parte, los conflictos que allí se promovían, fatalmente se extendían a la Banda Oriental, comprometían los intereses de los comerciantes franceses e ingleses y exacerbaban los recelos de la diplomacia brasileña. Curiosamente, en el momento en que Rosas adquiere mayor prestigio, es decir luego de firmar los acuerdos de paz con los ingleses y franceses y de imponerle sus condiciones, comenzó la cuenta regresiva de su poder. Los bloqueos habían estimulado el desarrollo de las economías del litoral. Cuando Rosas intentó ponerle límites ya era demasiado tarde. El comercio por el río Uruguay, la incorporación de nuevas tecnologías, el desarrollo de la industria lanar y el cansancio de las clases propietarias con una política que en nombre de la paz reproducía permanentemente los conflictos, crearon las condiciones que pusieron punto final a la dictadura.

Urquiza demoró en dar a conocer su pronunciamiento, pero cuando lo hizo no perdió el tiempo. Primero los acuerdos con los uruguayos y la pacificación forzosa de ese territorio. Luego, el acuerdo con Brasil movilizado gracias a la torpeza de Rosas quien, contradiciendo las sugerencias de Guido, no tuvo mejor idea que declararle la guerra cuando eso era lo que estaba esperando la sagaz diplomacia brasileña. Cuando a fines de diciembre el Ejército Grande cruzó el río e ingresó en territorio argentino, las horas de la dictadura estaban contadas. La coalición política armada por el caudillo de Entre Ríos era heterogénea pero eficaz. Allí estaban los ganaderos del litoral, los exiliados de la generación del 37, las principales espadas del unitarismo y los caudillos federales.

En este conflicto los intereses se superponían, pero desde una perspectiva amplia muy bien podría decirse que Caseros fue la victoria de las provincias del litoral y el interior contra el poder de Buenos Aires liderado por Rosas. Con las diferencias del caso, algo parecido había ocurrido en 1820 cuando las caudillos del litoral ocuparon la ciudad, y algo parecido ocurriría en 1880 cuando el poder del flamante Estado nacional derrotara por última vez la resistencia porteña. Por cierto que estas hipótesis merecen ser matizadas y sometidas a interpretaciones más complejas, pero no dejan de ser un buen punto de partida -o un buen punto de llegada- para entender aquellas jornadas que, en el futuro, caudillos federales como Varela, Peñaloza, López Jordán y el propio Hernández habrían de reivindicar como el acontecimiento más trascendente del federalismo argentino.

El 3 de febrero de 1852 las tropas dirigidas por Urquiza derrotaron en las afueras de Buenos Aires al ejército comandado por Juan Manuel de Rosas. La batalla no duró más de seis horas y, tal vez exagerando un poco, los observadores dijeron que más que un enfrentamiento fue un trámite.

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