PROGRAMA Nº 1167 | 17.04.2024

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EL PADRE PEDRO, EL SUBLEVADO DE MADAGASCAR

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Pedro Opeka vive desde hace 43 años en la gran isla de África sobre los pasos de San Vicente de Paul. A la cabeza de una verdadera ciudad, donde viven 20.000 desheredados que encuentran una vida digna gracias su asociación Akamasoa, el religioso lazarista llama, entre la esperanza y el enojo, a rechazar la «globalización de la indiferencia». «Don sobrenatural extraordinario otorgado a un creyente o a un grupo de creyentes para el bien común de la comunidad», explica el diccionario Tesoro de la Lengua Francesa en la entrada de carisma. Es este carisma llevado por la religión y dirigido al prójimo que impacta cuando nos cruzamos en la ruta del Padre Pedro. A los 69 años, este sacerdote lazarista, nacido en Argentina de padres eslovenos, finaliza una gira europea para promover Akamasoa, «los buenos amigos» en malgache, la asociación que fundó en 1989 para la lucha contra la pobreza en Madagascar. Con su aire a la vez de patriarca y de aventurero, con su imponente barba blanca y su mirada azul acero, resulta imposible no reconocerlo cuando entra en una habitación.

Su rostro delgado, cuyas arrugas se encuentran marcadas por más de cuarenta años de vida en la extensa isla de África, transmite una alegría desbordante pero desprovista de toda indulgencia. Porque Pedro Opeka es un hombre enojado. Un enojo que se siente volcánico, solamente contenido por una esperanza que se la percibe aún más grande. «Sublevación rima con resurrección», lanza el Padre Pedro en alusión a la obra que acaba de publicar junto a Pierre Lunel, Sublévense (Insurgez-vous! Ediciones Le Rocher) a la manera del exitoso manifiesto de Stéphane Hessel. «Frente a la miseria, a la pobreza extrema, este deber de sublevación concierne a todos, no solamente a los que detentan el poder, continúa el religioso lazarista, todos debemos sublevarnos con las armas del corazón. No hace falta esperar a ser perfectos para iniciar alguna cosa de bien.»

Es el 20 de mayo de 1989. Pedro Opeka ya es misionero en Madagascar desde hace 14 años, oficia en la sabana en Vangaindrano en una de las aldeas más pobres de la isla. «Caí enfermo, no me podía mantener en pie frente a tanta miseria y sufrimiento. Me dije a mí mismo que me iría de Madagascar. Pero en ese momento mi comunidad me propuso una nueva misión en la capital, Antananarivo», recuerda el Padre Pedro. «Lo que ví en el basurero me hizo caer en el horror.» Desde 1985, el gobierno centraliza todos los desechos en un inmenso vertedero a cielo abierto a la salida de la ciudad, donde los pobres, en medio de los animales, vienen a rescatar el mínimo pedazo de tela, pilas usadas o chatarra, cualquier objeto que pueda ser revendido en la calle.

Los niños con los pies descalzos recorren a trancos estos desechos. «Recuerdo el shock. No era posible que los niños pudieran vivir una vida tan inhumana. Fueron ellos lo que me sublevaron. Esa noche no podía dormir, me puse de rodillas sobre mi cama y le pedí ayuda a Dios». Al día siguiente el Padre Pedro volvía al basurero, organizaba una merienda con los niños y luego formaba una escuela bajo un árbol En diciembre de ese mismo año lanzaba la asociación Akamasoa, «los buenos amigos» en malgache. «Hoy, cuando miro a esa ciudad desde la distancia, me pregunto ¿quién puede haber hecho eso? No logro creerlo», dispara el religioso. Después de casi treinta años de existencia Akamasoa ya no es una simple asociación de lucha contra la pobreza. Los «buenos amigos» conforman ahora una verdadera ciudad, o mejor dicho un conjunto de 18 ciudades que congregan más de 20.000 pobres de Madagascar, con casas de ladrillos pero también con estadios, escuelas y dispensarios. «De esta montaña de desechos hemos hecho un oasis de esperanza», dice el padre Pedro, que recuerda las primeras casas construidas. «¡Todo comenzó con un ladrillo!», dice aquel cuyo padre, inmigrante esloveno, se convirtió en albañil en Argentina.

Como en el Evangelio de Mateo, «la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular». «He aquí que un lugar de sufrimiento y de exclusión se transformó en un lugar de reunión. Estoy sorprendido de ver cómo Dios sabe dar  vuelta las cosas», dice el lazarista. El tema de la piedra es desde el principio un símbolo. «Al principio, para construir las casas comenzamos a trabajar en la montaña de al lado. Los dos huecos que cavamos y que se parecen a cráteres de un meteorito se pueden ver en Google Earth», explica orgulloso mientras precisa con alegría  «En este lugar que llamamos la catedral rezamos de vez en cuando». «Sacamos de esta montaña miles de metros cúbicos de granito. Las mujeres lo llevaban apoyado en sus cabezas. Ellas ganan apenas un poco más de un euro por día. Nunca instalamos una máquina, todo fue hecho a mano. Si no, ¿qué haría esta gente? No tendrían más trabajo», cuenta el Padre Pedro. Y explica: « Es un combate sin fin, como la piedra del castigo de Sísifo, pero tenemos fuerza». Allí, una vez más, el tema de la piedra vuelve como un hilo conductor.

Después de la vivienda, el trabajo y la educación  son las dos piedras angulares, ya que en Akamasoa, «no prestamos asistencia, ayudamos». Los adultos  trabajan, los niños van a la escuela. ¿La filosofía? «Un techo, un trabajo, una educación para encontrar la dignidad». «Cien veces se debe poner el trabajo sobre el yunque», como escribió el poeta Nicolás Boileau. Todo se debe continuar todos los días, pero la energía desplegada no cae en un pozo sin fondo. El trabajo no se frena nunca, pero el domingo también se lo dedica a la oración. «Esta misa es un milagro», suelta el padre Pedro quien, emocionado, ve cada semana a las seis de la mañana que varios miles de personas -hasta 10.000, de los cuales una inmensa mayoría son jóvenes- se congregan en un hangar, transformado en una gigantesca catedral a cielo abierto. El júbilo es la regla. «¡Nos tomamos tres horas para celebrar la misa! Nos tomamos el tiempo para rezar, cantar, mirarse», explica exaltado.  Hasta los turistas «que no sienten pasar el tiempo», ocupan el lugar. Entre cincuenta y cien llegan cada semana.  Guide du routard y Lonely Planet citan a esta ceremonia semanal entre los eventos que no se pueden perder en la isla 

¿Se puede hablar de evangelización en este país que ya es mayoritariamente cristiano y donde la tradición animista por otra parte se encuentra aun enraizada? El religioso lazarista responde: «Cuando comencé a trabajar con ellos me dijeron “Pero padre, vos sos sacerdote, porque no bautizás a nuestros hijos?” Fui a ver al cardenal de Antananarivo, que me autorizó y me dio esta parroquia donde mis parroquianos son todos los sin techo. Al principio éramos cincuenta cada semana, hoy somos millares. » ¿De dónde proviene esta fuerza que anima el cuerpo y alma del padre Pedro? «Aun siendo originario de Eslovenia, está ciertamente mi costado argentino, esa alegría que se te pega al cuerpo», lanza, sin estar del todo convencido. En realidad, está persuadido que son los Evangelios los que lo sostienen. «Creo en un hombre que se llama Jesús, que dio su vida por sus hermanos. Eso que él dijo, eso que él hizo, a ese hombre es a quien quiero imitar, a quien quiero seguir», dice, sin tener la más mínima duda. «Se puede dudar a veces, pero no de manera sistemática. Si no, no se avanza nada», explica.

Pedro Opeka tiene a quien salir y lo reconoce de buen grado: «Vengo de una familia en la que mis dos padres eran creyentes. Un padre honesto, una madre honesta. Siempre me dijeron que cuando un pobre golpea a nuestra puerta, hay que ayudarlo. Mi padre y mi madre han sido mi ejemplo». Lo que ahora no dice es que sus padres fueron ejemplos heroicos, atrapados, sin  quererlo, en la tormenta de la historia. Después de la guerra, Luis Opeka fue arrestado y condenado a muerte por los comunistas del mariscal Tito por sus convicciones cristianas. En junio de 1945 escapó de la muerte, único sobreviniente de una matanza y huyó de Yugoslavia. En un campo de refugiados en Italia conoció a María Marolt, con quien se casó. Ambos se embarcaron en Nápoles hacia América del Sur el 31 de diciembre de 1947. Su hijo Pedro nació el 29 de junio de 1948 en San Martín en Argentina.

Con el paso del tiempo, el padre Pedro no ha perdido esa esperanza, fijada en el corazón de un hombre que puede contemplar la obra de una vida transcurrida bajo los auspicios de San Vicente de Paul, el fundador en 1625 de la Congregación de la Misión, que luego tomará el nombre de Lazaristas.  En 1648, ¡los primeros lazaristas fueron enviados a Madagascar! Tres siglos más tarde el padre Pedro, ordenado en 1975, camina en la gran isla de África del Sur por los caminos de aquel a quien el papa León XIII instituyó en 1885 como «patrono de todas las obras de caridad». Pero si la esperanza es manifiesta, el enojo no está nunca lejos. Con su manifiesto  Sublévense, el padre roza  la frontera entre lo religioso y lo político. «La gente me dice: está bien lo que hace usted Padre, siga adelante. ¡Hasta los políticos! Ataco a la hipocresía. Cultiven la verdad porque sólo la verdad los hará libres. Verdad, justicia, compartir, fraternidad, ser uno mismo, ayudar a los niños, respetar a las mujeres, nunca bajar los brazos. ¡Sublévense por amor! Nunca con las armas de fuego sino con las del corazón», se irrita antes de decir: «En el hombre están el bien y el mal. Al mal se lo recibe con mayor velocidad que al bien. El camino del egoísmo camina solo, es un tobogán. Pero el bien es una cuesta ardua y en la cima tiene una entrada  estrecha. Aquel que elige el juego sucio de del dinero está animado por el mal».

El padre Pedro pasó parte de su juventud con grupos de hippies y en las villas miseria de Buenos Aires. Su primer combate fue junto a los indios matacos y mapuches, en los confines de la Argentina. Ya entonces Pedro Opeka, que había aprendido de su padre los oficios de la construcción, trabajó junto con estudiantes católicos para concebir una casa en la que los indios se pudieran inspirar. Al pie de los Andes, el joven descubre su vocación de ayudar a los pobres. «Descubrí la verdadera felicidad, la de escuchar resonar en lo más profundo de mi interior las palabras de Jesús: Lo que hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo». En el continente de su juventud,  donde la tradición revolucionaria está profundamente enraizada, el Padre Pedro aprende a manejar conceptos que en el tablero político lo ubicarían sin dudas en la izquierda. «La globalización de las finanzas y de los bienes alimenta como nunca los egoísmos, resulta urgente movilizar a la familia humana y sublevarse en nombre de la fraternidad», lanza.  Un combate político que inscribe de buen grado en los pasos del Papa Francisco. «Hemos entrado en la globalización de la indiferencia, dice el Papa, es contra esa indiferencia que hay que alzarse, contra esa pobreza del corazón que nos vence». Y continúa: «Vayan hacia el pobre, ayuden al pobre. El Papa está en el cima de la Iglesia. Nosotros estamos más abajo, no se puede estar más abajo que en un basurero. Cuando todos escuchamos el mismo mensaje del Evangelio, estamos felices».

Un Papa con quien ya se ha cruzado en el camino. «Estuvimos en el mismo lugar durante dos años cerca de Buenos Aires, en el edificio de filosofía y teología del Colegio Máximo de San Miguel. Yo soy once años más joven que él, yo estaba en propedéutica de filosofía y él estaba terminando sus estudios y enseñaba teología. Su nombre, Jorge Mario Bergoglio, ya resonaba en los pasillos de la Facultad», recuerda. El Padre Pedro no duda en llevar su críticas a la Iglesia. «La institución debe siempre renovarse para poder hablarle a la gente. Es por eso que la Iglesia se muere. Lo digo por amor a ella y al Evangelio. Felizmente, el Papa quiere hoy limpiar esta institución, pero cambiar todas esas mentalidades no es fácil.  La Iglesia debe ser siempre joven, porque Dios no puede ser viejo», no duda en proclamar. Sin embargo, el religioso lazarista no es crédulo. »Fuera de la Iglesia nunca podría haber hecho esto. Un partido político me hubiera impedido hacer lo que hice».

El Padre Pedro lo sabe, el mundo no cambiará, la pobreza no desaparecerá. «Seguiré empujando mi roca como Sísifo, ¡pero no puedo callarme!» Nuestros largos años de actividad nos han dado el derecho, a mí como a todos mis hermanos misioneros, de alzar nuestro murmullo para decirles las cosas más simples. No tengo ninguna varita mágica, solamente he vivido entre los pobres. Juntos nos hemos sublevado contra esta fatalidad, lo que me permite decirle a mis hermanos: ¡Sí, se puede!». En el enojo del padre Pedro aflora una pizca de incomprensión: ¿por qué los hombres no sacrifican su vida para dársela a quienes más la necesitan? La cosa le parece tan evidente, este sacrificio en su caso se acompaña de una felicidad tal que su incomprensión resuena como un reproche, incluso como una condena severa hacia los países del Norte que permanecen sordos a la miseria de aquellos del Sur. «La gente habla pero no actúa, éste el drama de lo políticamente correcto», se subleva.

Paradoja de cualquier figura (demasiado) ejemplar, el Padre Pedro puede dar la impresión de vivir una lucha y una fe fuera del alcance del común de los mortales. Esta incomprensión que surge de su ejemplaridad se expresa en la dureza de su rostro. Pero cuando, de repente, el enojo de su sublevación se calma, dice evocando el recuerdo de sus padres: “La bondad, hermano mío, salvará al mundo”, no solamente la bella imagen de este desierto de esperanza que es Akamasoa y que sin él, no existiría.

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