Pedro Opeka vive desde hace 43 años en la gran isla de África
sobre los pasos de San Vicente de Paul. A la cabeza de una verdadera ciudad,
donde viven 20.000 desheredados que encuentran una vida digna gracias su
asociación Akamasoa, el religioso lazarista llama, entre la esperanza y el
enojo, a rechazar la «globalización de la indiferencia». «Don sobrenatural extraordinario otorgado a un creyente o a un
grupo de creyentes para el bien común de la comunidad», explica el diccionario
Tesoro de la Lengua Francesa en la entrada de carisma. Es este carisma llevado
por la religión y dirigido al prójimo que impacta cuando nos cruzamos en la ruta del Padre Pedro. A
los 69 años, este sacerdote lazarista, nacido en Argentina de padres eslovenos,
finaliza una gira europea para promover Akamasoa, «los buenos amigos» en
malgache, la asociación que fundó en 1989 para la lucha contra la pobreza en
Madagascar. Con su aire a la vez de patriarca y de aventurero, con su imponente
barba blanca y su mirada azul acero, resulta imposible no reconocerlo cuando
entra en una habitación.
Su rostro delgado, cuyas arrugas se encuentran marcadas por más de
cuarenta años de vida en la extensa isla de África, transmite una alegría
desbordante pero desprovista de toda indulgencia. Porque Pedro Opeka es un
hombre enojado. Un enojo que se siente volcánico, solamente contenido por una
esperanza que se la percibe aún más
grande. «Sublevación rima con resurrección», lanza el Padre Pedro en
alusión a la obra que acaba de publicar junto a Pierre Lunel, Sublévense
(Insurgez-vous! Ediciones Le Rocher) a la manera del exitoso manifiesto de
Stéphane Hessel. «Frente a la miseria, a la pobreza extrema, este deber de
sublevación concierne a todos, no solamente a los que detentan el poder,
continúa el religioso lazarista, todos debemos sublevarnos con las armas del
corazón. No hace falta esperar a ser perfectos para iniciar alguna cosa de
bien.»
Es el 20 de mayo de 1989. Pedro Opeka ya es misionero en Madagascar desde hace
14 años, oficia en la sabana en Vangaindrano en una de las aldeas más pobres de
la isla. «Caí enfermo, no me podía mantener en pie frente a tanta miseria y
sufrimiento. Me dije a mí mismo que me iría de Madagascar. Pero en ese momento
mi comunidad me propuso una nueva misión en la capital, Antananarivo», recuerda
el Padre Pedro. «Lo que ví en el basurero me hizo caer en el horror.» Desde
1985, el gobierno centraliza todos los
desechos en un inmenso vertedero a cielo abierto a la salida de la
ciudad, donde los pobres, en medio de los animales, vienen a rescatar el mínimo
pedazo de tela, pilas usadas o chatarra, cualquier objeto que pueda ser revendido en la calle.
Los niños con los pies descalzos recorren a trancos estos
desechos. «Recuerdo el
shock. No era posible que los niños pudieran vivir una vida tan inhumana.
Fueron ellos lo que me sublevaron. Esa noche no podía dormir, me puse de
rodillas sobre mi cama y le pedí ayuda a Dios».
Al día siguiente el Padre Pedro volvía al basurero, organizaba una merienda con
los niños y luego formaba una escuela bajo un árbol En diciembre de ese mismo
año lanzaba la asociación Akamasoa, «los buenos amigos» en malgache. «Hoy, cuando miro a esa ciudad desde la distancia, me pregunto ¿quién puede haber hecho eso? No
logro creerlo», dispara el religioso. Después de casi treinta años de
existencia Akamasoa ya no es una simple asociación de lucha contra la pobreza.
Los «buenos amigos» conforman ahora una verdadera ciudad, o mejor dicho un
conjunto de 18 ciudades que congregan más de 20.000 pobres de Madagascar, con
casas de ladrillos pero también con estadios, escuelas y dispensarios. «De esta
montaña de desechos hemos hecho un oasis de esperanza», dice el padre Pedro,
que recuerda las primeras casas construidas. «¡Todo comenzó con un ladrillo!»,
dice aquel cuyo padre, inmigrante esloveno, se convirtió en albañil en
Argentina.
Como en el Evangelio de
Mateo, «la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra
angular». «He aquí que un lugar de sufrimiento y de exclusión se transformó en
un lugar de reunión. Estoy sorprendido de ver cómo Dios sabe dar vuelta las cosas», dice el lazarista. El tema
de la piedra es desde el principio un símbolo. «Al principio, para construir
las casas comenzamos a trabajar en la montaña de al lado. Los dos huecos que
cavamos y que se parecen a cráteres de un meteorito se pueden ver en Google
Earth», explica orgulloso mientras precisa con alegría «En este lugar que llamamos la catedral
rezamos de vez en cuando». «Sacamos de esta montaña miles de metros cúbicos de granito. Las
mujeres lo llevaban apoyado en sus cabezas. Ellas ganan apenas un poco más de
un euro por día. Nunca instalamos una máquina, todo fue hecho a mano. Si no, ¿qué haría esta gente? No
tendrían más trabajo», cuenta el Padre Pedro. Y explica: « Es un combate sin
fin, como la piedra del castigo de Sísifo, pero tenemos fuerza». Allí, una vez
más, el tema de la piedra vuelve como un hilo conductor.
Después de la vivienda, el trabajo y la educación son las dos piedras angulares, ya que en
Akamasoa, «no prestamos asistencia, ayudamos». Los adultos trabajan, los niños van a la escuela. ¿La
filosofía? «Un techo, un trabajo, una educación para encontrar la dignidad».
«Cien veces se debe poner el trabajo sobre el yunque», como escribió el poeta Nicolás Boileau. Todo se debe
continuar todos los días, pero la energía desplegada no cae en un pozo sin
fondo. El trabajo no se frena nunca, pero el domingo también se lo dedica a la oración.
«Esta misa es un milagro», suelta el padre Pedro quien, emocionado, ve cada
semana a las seis de la mañana que varios miles de personas -hasta 10.000, de
los cuales una inmensa mayoría son jóvenes- se congregan en un hangar,
transformado en una gigantesca catedral a cielo abierto. El júbilo es la regla.
«¡Nos tomamos tres horas para celebrar la misa! Nos tomamos el tiempo para
rezar, cantar, mirarse», explica exaltado.
Hasta los turistas «que no sienten pasar el tiempo», ocupan el lugar.
Entre cincuenta y cien llegan cada semana.
Guide du routard y Lonely Planet citan a esta ceremonia semanal entre
los eventos que no se pueden perder en la isla
¿Se puede hablar de evangelización en este país que ya es
mayoritariamente cristiano y donde la tradición animista por otra parte se
encuentra aun enraizada? El religioso lazarista responde: «Cuando comencé a
trabajar con ellos me dijeron “Pero padre, vos sos sacerdote, porque no bautizás
a nuestros hijos?” Fui a ver al cardenal de Antananarivo, que me autorizó y me
dio esta parroquia donde mis parroquianos son todos los sin techo. Al principio
éramos cincuenta cada semana, hoy somos millares. » ¿De dónde proviene esta fuerza que anima el cuerpo y alma del
padre Pedro? «Aun siendo originario de Eslovenia, está ciertamente mi costado
argentino, esa alegría que se te pega al cuerpo», lanza, sin estar del todo
convencido. En realidad, está persuadido que son los Evangelios los que lo
sostienen. «Creo en un hombre que se llama Jesús, que dio su vida por sus
hermanos. Eso que él dijo, eso que él hizo, a ese hombre es a quien quiero
imitar, a quien quiero seguir», dice, sin tener la más mínima duda. «Se puede
dudar a veces, pero no de manera sistemática. Si no, no se avanza nada»,
explica.
Pedro Opeka tiene a quien salir y lo reconoce de buen grado:
«Vengo de una familia en la que mis dos padres eran creyentes. Un padre
honesto, una madre honesta. Siempre me dijeron que cuando un pobre golpea a
nuestra puerta, hay que ayudarlo. Mi padre y mi madre han sido mi ejemplo». Lo
que ahora no dice es que sus padres fueron ejemplos heroicos, atrapados,
sin quererlo, en la tormenta de la
historia. Después de la guerra, Luis Opeka fue arrestado y condenado a muerte
por los comunistas del mariscal Tito por sus convicciones cristianas. En junio
de 1945 escapó de la muerte, único sobreviniente de una matanza y huyó de
Yugoslavia. En un campo de refugiados en Italia conoció a María Marolt, con
quien se casó. Ambos se embarcaron en Nápoles hacia América del Sur el 31 de
diciembre de 1947. Su hijo Pedro nació el 29 de junio de 1948 en San Martín en
Argentina.
Con el paso del tiempo, el padre Pedro no ha perdido esa
esperanza, fijada en el corazón de un hombre que puede contemplar la obra de
una vida transcurrida bajo los auspicios de San Vicente de Paul, el fundador en
1625 de la Congregación de la Misión, que luego tomará el nombre de Lazaristas. En 1648, ¡los primeros lazaristas fueron
enviados a Madagascar! Tres siglos más tarde el padre Pedro, ordenado en 1975,
camina en la gran isla de África del Sur por los caminos de aquel a quien el
papa León XIII instituyó en 1885 como «patrono de todas las obras de caridad». Pero si la esperanza es manifiesta, el enojo no está nunca lejos. Con su manifiesto
Sublévense, el padre roza
la frontera entre lo religioso y
lo político. «La gente me dice: está bien lo que hace usted Padre, siga adelante.
¡Hasta los políticos! Ataco a la hipocresía. Cultiven la verdad porque sólo la
verdad los hará libres. Verdad, justicia, compartir, fraternidad, ser uno
mismo, ayudar a los niños, respetar a las mujeres, nunca bajar los brazos.
¡Sublévense por amor! Nunca con las armas de fuego sino con las del corazón»,
se irrita antes de decir: «En el hombre están el bien y el mal. Al mal se lo
recibe con mayor velocidad que al bien. El camino del egoísmo camina solo, es
un tobogán. Pero el bien es una cuesta ardua y en la cima tiene una
entrada estrecha. Aquel que elige el
juego sucio de del dinero está animado por el mal».
El padre Pedro pasó parte de su juventud con grupos de hippies y
en las villas miseria de Buenos Aires. Su primer combate fue junto a los indios
matacos y mapuches, en los confines de la Argentina. Ya entonces Pedro Opeka,
que había aprendido de su padre los oficios
de la construcción, trabajó junto con estudiantes católicos para concebir
una casa en la que los indios se pudieran inspirar. Al pie de los Andes, el
joven descubre su vocación de ayudar a los pobres. «Descubrí la verdadera
felicidad, la de escuchar resonar en lo más profundo de mi interior las
palabras de Jesús: Lo que hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo
hicieron conmigo». En el continente de su juventud,
donde la tradición revolucionaria está profundamente enraizada, el Padre Pedro aprende a manejar conceptos que
en el tablero político lo ubicarían sin dudas en la izquierda. «La globalización de las finanzas y
de los bienes alimenta como nunca los egoísmos, resulta urgente movilizar a la
familia humana y sublevarse en nombre de la fraternidad», lanza. Un combate político que inscribe de buen
grado en los pasos del Papa Francisco. «Hemos entrado en la globalización de la
indiferencia, dice el Papa, es contra esa indiferencia que hay que alzarse,
contra esa pobreza del corazón que nos
vence». Y continúa: «Vayan hacia el pobre, ayuden al pobre. El Papa está
en el cima de la Iglesia. Nosotros estamos más abajo, no se puede estar más
abajo que en un basurero. Cuando todos escuchamos el mismo mensaje del
Evangelio, estamos felices».
Un Papa con quien ya se ha cruzado en el camino. «Estuvimos en el
mismo lugar durante dos años cerca de Buenos
Aires, en el edificio de filosofía y teología del Colegio Máximo de San Miguel.
Yo soy once años más joven que él, yo estaba en propedéutica de filosofía y él
estaba terminando sus estudios y enseñaba teología. Su nombre, Jorge Mario
Bergoglio, ya resonaba en los pasillos de la Facultad», recuerda. El Padre Pedro no duda en llevar
su críticas a la Iglesia. «La institución debe siempre renovarse para
poder hablarle a la gente. Es por eso que la Iglesia se muere. Lo digo por amor
a ella y al Evangelio. Felizmente, el Papa quiere hoy limpiar esta institución,
pero cambiar todas esas mentalidades no es fácil. La Iglesia debe ser siempre joven, porque
Dios no puede ser viejo», no duda en proclamar. Sin embargo, el religioso
lazarista no es crédulo. »Fuera de la Iglesia nunca podría haber hecho esto. Un
partido político me hubiera impedido hacer lo que hice».
El Padre Pedro lo sabe, el mundo no cambiará, la pobreza no desaparecerá.
«Seguiré empujando mi roca como Sísifo, ¡pero no puedo callarme!» Nuestros
largos años de actividad nos han dado el derecho, a mí como a todos mis
hermanos misioneros, de alzar nuestro murmullo para decirles las cosas más simples.
No tengo ninguna varita mágica, solamente he vivido entre los pobres. Juntos
nos hemos sublevado contra esta fatalidad, lo que me permite decirle a mis
hermanos: ¡Sí, se puede!». En el enojo del padre Pedro aflora una pizca de incomprensión:
¿por qué los hombres no sacrifican su vida para dársela a quienes más la
necesitan? La cosa le parece tan evidente, este sacrificio en su caso se acompaña de una felicidad tal que
su incomprensión resuena como un reproche, incluso como una condena severa
hacia los países del Norte que permanecen sordos a la miseria de aquellos del
Sur. «La gente habla pero no actúa, éste el drama de lo políticamente
correcto», se subleva.
Paradoja de cualquier figura (demasiado) ejemplar, el Padre Pedro
puede dar la impresión de vivir una lucha y una fe fuera del alcance del común
de los mortales. Esta incomprensión que surge de su ejemplaridad se expresa en
la dureza de su rostro. Pero cuando, de repente, el enojo de su sublevación se
calma, dice evocando el recuerdo de sus padres:
“La
bondad, hermano mío, salvará al mundo”, no solamente la bella imagen de este
desierto de esperanza que es Akamasoa y que sin él, no existiría.
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