Comentario Bíblico
De la lectura del III Domingo de Pascua
Del Evangelio de Juan 21, 1-19
El evangelio de este
domingo, como todo Juan 21, es muy probablemente un añadido a la obra cuando ya
estaba terminada. Pero procede de la misma comunidad joánica, pues contiene su
mismo estilo, lenguaje y las mismas claves teológicas. El desplazamiento de
Jerusalén al mar de Tiberíades nos sitúa en un clima anterior al que les obligó
a volver a Jerusalén después de los acontecimientos de la resurrección.
Quiere ser una forma de
resarcir a Pedro, el primero de los apóstoles, de sus negaciones en el momento
de la Pasión. Es muy importante que el “discípulo
amado”, prototipo del seguidor de Jesús hasta el final en este evangelio,
detecte la presencia de Jesús el Señor y se lo indique así a los demás. Es un
detalle que no se debe escapar, porque como muchos especialistas leen e
interpretan, no se trata de una figura histórica, ni del autor del evangelio,
sino de esa figura prototipo de fe y confianza para aceptar todo lo que el
Jesús de Juan dice en este escrito maravilloso.
Pedro, al contrario que en
la Pasión, se arroja al agua, “a su
encuentro”, para arrepentirse por lo que había hecho con sus negaciones.
Parece como si todo Juan 21 hubiera sido escrito para reivindicar a Pedro; es
el gran protagonista, hasta el punto de que él sólo tira de la red llena de lo
que habían pescado para dar a entender cómo está dispuesto ahora a seguir hasta
el final al Señor. Pero no debemos olvidar que es el “discípulo amado” (v. 7) el que delata o revela situación. Si antes
se ha hablado de los Zebedeos, no quiere decir que en el texto “el discípulo amado” sea uno de ellos.
Es el discípulo que casi siempre acierta con una palabra de fe y de confianza.
Es el que señala el camino, el que descubre que “es el Señor”. Y entonces Pedro… se arroja.
El relato nos muestra un
cierto itinerario de la resurrección, como Lucas 24,13-35 con los discípulos de
Emaús. Ahora las experiencias de la resurrección van calando poco a poco en
ellos; por eso no se les ocurrió preguntar quién era Jesús: reconocieron
enseguida que era el Señor que quería reconducir sus vidas. De nuevo tendrían
que abandonar, como al principio, las redes y las barcas, para anunciar a este
Señor a todos los hombres.
También hay una “comida”, como en el caso de Lc
24,13ss, que tiene una simbología muy determinada: la cena, la eucaristía,
aunque aquí parezca que es una comida de “verificación”
de que verdaderamente era el Señor resucitado. Probablemente el relato de Lc 24
es más conseguido a nivel literario y teológico. En todo caso los discípulos
descubrieron al Señor como el resucitado por ciertos signos que habían
compartido con El.
Todo lo anterior, prepara
el momento en que el Señor le pide a Pedro el testimonio de su amor y su
fidelidad, porque a él le debe encomendar la responsabilidad de la primera
comunidad de discípulos. Pedro, se nos presenta como el primero, pero entendido
su “primado” desde la experiencia
del amor, que es la experiencia base de la teología del evangelio de Juan. Las
preguntas sobre el amor, con el juego encadenado entre los verbos griegos fileô y agapaô (amar, en ambos casos)
han dado mucho que hablar.
Pero por encima de todo,
estas tres interpelaciones a Pedro sobre su amor recuerdan necesariamente las
tres negaciones de la Pasión (Jn 18,17ss). Con esto reivindica la tradición
joánica al pescador de Galilea. Sus negaciones, sus miserias, su debilidad, no
impiden que pueda ser el guía de la comunidad de los discípulos. No es el
discípulo perfecto (eso para el evangelio joánico es el “discípulos amado”), pero su amor al Señor ha curado su pasado, sus
negaciones. En realidad, en el evangelio de Juan todo, todo se cura con el
amor. Y esta, pues, es una experiencia fundamental de la resurrección, porque
en Tiberíades, quien se hacen presente con sus signos y pidiendo amor y dando
amor, es el Señor resucitado.
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