Comentario Bíblico
De la lectura del II Domingo de Pascua
Del Evangelio de Juan 20, 19-31
El haber experimentado el
encuentro con el Señor, viéndolo vivo, en medio de la comunidad, en fraternidad
cercana, dejándose ver y tocar, nos permite descubrir que en la historia, todo
ser humano es necesario. Nos debemos unos a otros para hacer verdad y encarnar
la alegría del Evangelio en el momento presente. Esta es nuestra fe, o su
fruto. Vivir en la confianza de sabernos amados y descubrir que cada uno de los
hermanos estamos llamados a compartir experiencias de Evangelio en la historia
que nos toca vivir. Ante todo encarnar la misericordia que se nos ha dado.
El texto es muy sencillo,
tiene dos partes (vv. 19-23 y vv. 26-27) unidas por la explicación de los vv.
24-25 sobre la ausencia de Tomás. Las dos partes inician con la misma
indicación sobre los discípulos reunidos y en ambas Jesús se presenta con el
saludo de la paz (vv. 19.26). Las apariciones, son un encuentro nuevo de Jesús
resucitado que no podemos entender como una vuelta a esta vida. Los signos de
las puertas cerradas por miedo a los judíos y cómo Jesús las atraviesa, “dan que pensar”, en todo un mundo de
oposición entre Jesús y los suyos, entre la religión judía y la nueva religión
de la vida por parte de Dios.
La “verdad” del texto que se nos propone, no es una verdad empírica o
física, como muchas veces se propone en una hermenéutica apologética de la
realidad de la resurrección. Vivimos en un mundo cultural distinto, y aunque la
fe es la misma, la interpretación debe proponerse con más creatividad. El “soplo” sobre los discípulos recuerda
acciones bíblicas que nos hablan de la nueva creación, de la vida nueva, por
medio del Espíritu. Se ha pensado en Génesis 2,7 o en Ezequiel 37.
El espíritu del Señor
Resucitado inicia un mundo nuevo, y con el envío de los discípulos a la misión
se inaugura un nuevo Israel que cree en Cristo y testimonia la verdad de la
resurrección. El Israel viejo, al que temen los discípulos, está fuera de donde
se reúnen los discípulos (si bien éstos tienen las puertas cerradas). Será el
Espíritu del resucitado el que rompa esas barreras y abra esas puertas para la
misión. En Juan, “Pentecostés” es
una consecuencia inmediata de la resurrección del Señor. Esto, teológicamente,
es muy coherente y determinante.
La figura de Tomás es
solamente una actitud de “anti-resurrección”;
nos quiere presentar las dificultades a que nuestra fe está expuesta; es como
quien quiere probar la realidad de la resurrección como si se tratara de una
vuelta a esta vida. Algunos todavía la quieren entender así, pero de esa manera
nunca se logrará que la fe tenga sentido. Porque la fe es un misterio, pero
también es relevante que debe tener una cierta racionalidad, y en una vuelta a
la vida no hay verdadera y real resurrección.
Tomás no se fía de la
palabra de sus hermanos; quiere creer desde él mismo, desde sus posibilidades,
desde su misma debilidad. En definitiva, se está exponiendo a un camino arduo.
Pero Dios no va a fallar ahora tampoco. Jesucristo, el resucitado, va a «mostrarse» (es una forma de hablar que
encierra mucha simbología; concretamente podemos hablar de la simbología del “encuentro”) como Tomás quiere, como
muchos queremos que Dios se nos muestre. Pero así no se “encontrará” con el Señor. Esa no es forma de “ver” nada, ni entender nada, ni creer nada.
Tomás, debe comenzar de
nuevo: no podrá tocar las heridas de las manos del Resucitado, de sus pies y de
su costado, porque éste, no es una “imagen”,
sino la realidad pura de quien tiene la vida verdadera. Y es ante esa
experiencia de una vida distinta, pero verdadera, cuando Tomás se siente
llamado a creer como sus hermanos, como todos los hombres. Diciendo «Señor mío y Dios mío», es aceptar que
la fe deja de ser puro personalismo para ser comunión que se enraíce en la
confianza comunitaria, y experimentar que el Dios de Jesús es un Dios de vida y
no de muerte.
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