A los 89 años, su pelo y
barba gris plata lucen en perfecta armonía con el tono de la superficie de la
Luna. Por la que en 1969 caminó; fue y vino; saltó y, por qué no, jugó como un
niño. Buzz Aldrin se siente feliz y agradece estar vivo hoy, para celebrar el
50° aniversario del alunizaje. “Cuando llegamos a la Luna, antes de
prepararnos para descender de la nave, quise tomar la Comunión”, me
recuerda cuando tengo la oportunidad de entrevistarlo en su país, los Estados
Unidos. “Quería agradecer por lo que estábamos viviendo, por el logro de la
humanidad, como especie. Porque aunque teníamos tantos problemas en nuestro
mundo, llegábamos a la Luna y lo hacíamos como una señal de esperanza, y de
fe”.
Así lo asegura el ser
humano al que la NASA (SIGLA EN INGLÉS
DE ADMINISTRACIÓN NACIONAL DE AERONÁUTICA Y ESPACIO) le permitió llevar un pequeño cáliz, una hostia y algunos
centímetros cúbicos de vino, aunque no lo difundieran para evitar más
conflictos después de que la transmisión de la lectura del Génesis por parte de
la tripulación del Apolo 8 –en órbita lunar, durante las misiones previas–
había generado polémica. “Hoy es bueno que se sepa que el primer
alimento y la primera bebida que se consumió en la Luna fueron el pan y el vino
de la Santa Cena”, destaca Aldrin como creyente.
Edwin Eugene Aldrin nació
en la localidad de Glen Ridge, estado de Nueva Jersey, el 20 de enero de 1930.
Su padre, que se llamaba igual que él, fue uno de los pioneros de la Fuerza
Aérea de los Estados Unidos. “Él había volado entre 1919 e incluso hasta
la Segunda Guerra Mundial. Lógicamente, quería seguir los pasos de su padre
desde muy chico quiso ser aviador”, después de graduarse con el tercer
orden de mérito pelearía en la Guerra de Corea, participando en más de 60
misiones y derribando dos Mig soviéticos.
Como una paradoja del
destino, su madre, se llamaba Marion Moon (el apellido significa Luna, en
inglés), había nacido en 1903, el año en que los hermanos Wilbur y Orville
Wright, inventores del avión, realizaron lo que trascendería como el primer
vuelo de la historia. Aldrin, que con los años legalmente cambiaría su nombre a
Buzz (apodo que se originó cuando su hermanita menor lo llamaba con un sonido
semejante, al costarle pronunciar la palabra brother –hermano, en inglés–),
tiene puesta una campera aviadora, una bomber; también, plateada.
Uno de los parches que
lleva su canchero abrigo es el emblema que identificó a la misión Apolo 11. Lo
describe él mismo, señalando con su dedo índice derecho: “El águila, que viene de la
Tierra, se posa sobre la Luna. Y lleva en sus garras una rama de olivo, que
significa que viene en señal de paz”. Y agrega: “Como aviadores, junto con Neil
Armstrong –el comandante del Apolo 11 que falleció en 2012– estuvimos
de acuerdo en que el Módulo Lunar se llamara Águila (el nombre original, en
inglés, fue Eagle)”.
Algunas circunstancias
hicieron que Aldrin quedara seleccionado para el Apolo 11; entre ellas,
tristemente la muerte de su amigo Ed White, de quien había sido compañero en la
academia militar West Point y uno de los tres astronautas que fallecieron en el
incendio de la cápsula Apolo 1. “Debo decir que fui ciertamente un
astronauta privilegiado por el hecho de haber sido parte de la primera misión
que alunizaría”. El 20 de julio de 1969 y después de cuatro días
terrestres de viaje, con todo funcionando a la perfección, Aldrin y Armstrong
se despidieron del tercer astronauta de la misión, Michael Collins –quien
permanecería en órbita lunar hasta el reencuentro con ellos para regresar a la Tierra–
y a bordo del Módulo Lunar iniciaron el vertiginoso descenso.
“Muchos me
preguntan cómo recuerda, 50 años después, mis primeros instantes en la Luna. Después
de asegurarme de que la escotilla no quedara cerrada, me posicioné en la
escalerilla. Sentí la necesidad biológica y oriné dentro de mi traje espacial.
Comencé a bajar. Observé el paisaje alrededor, escuché a Neil (Armstrong), que
ya había descendido, decir que era “un hermoso lugar”; y yo acoté “magnífica
desolación”, porque me pareció más eso que un lugar hermoso para seres
sociables y comunicativos como los humanos. Después de todo, yo era un ser
humano en la Luna”.
Desde que Aldrin fue
nombrado como uno de los tripulantes del Apolo 11 hasta dos años después de la
exitosa misión, la fama lo envolvió, como a sus compañeros de la odisea. A la
vez, en su caso venía lidiando con algo en particular: siempre se dijo que lamentó
más el no haber sido el primero en caminar en la Luna de lo que celebró ser el
segundo hombre en nuestro satélite natural. “En aquellos años, fue así. Y
hasta mucho tiempo después. Debí aceptar que yo era un militar y que estaba
cumpliendo una orden. La orden fue que Neil (Armstrong) sería el primero y yo
descendería después”.
“Y al margen
de ese dilema, también me preguntan ¿qué fue lo que más me costó tras el viaje?
Lo peor fue pensar en que ya nada iba a ser más importante en mi vida. Afronté
una gran depresión por eso. Volví a la Fuerza Aérea, institución en la que
lamentablemente sólo recibí señales de envidia y resentimiento. Al poco tiempo,
decidí retirarme. Buscando una ocupación, vendí autos. Aunque en realidad, ¡no
vendí ninguno! Tuve problemas con el alcohol y, por supuesto, eso tuvo
repercusiones en mis afectos. Gracias a Dios, pude salir y volver a vivir. En
todo sentido. Por último hoy me preguntan que anhelo a mis casi 90 años, no perder el sentido de la
aventura. De eso se trata la vida”
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