Comentario bíblico del evangelio de Lucas 18, 9-14
El
texto del evangelio es una de esas piezas maestras que Lucas nos ofrece en su
obra. Es bien conocida por todos esta narración ejemplar (no es propiamente una
parábola) del fariseo y el publicano que subieron al templo a orar. No
olvidemos el v. 9, muy probablemente obra del redactor, Lucas, para poder
entender esta narración: “aquellos que se consideran justos y desprecian a los
demás”. Los dos polos de la narración son muy opuestos: un
fariseo y un publicano.
Es
un ejemplo típico de estas narraciones ejemplares en las que se usan dos
personajes: el modelo y el anti-modelo. Uno es un ejemplo de religiosidad judía
y el otro un ejemplo de perversión para la tradiciones religiosas de su pueblo,
sencillamente porque ejerce una de las profesiones malditas de la religión de
Israel (colector de impuestos) y se “veía obligado” a tratar con paganos. Es
verdad que era un oficio voluntario, pero no por ello perverso.
Las
actitudes de esta narración “intencionada” saltan a la vista: el fariseo está
“de pie” orando; el publicano, alejado, humillado hasta el punto de no
atreverse a levantar sus ojos. El fariseo invoca a Dios y da gracias de cómo
es; el publicano invoca a Dios y pide misericordia y piedad. El escenario,
pues, y la semiótica de los signos y actitudes están a la vista de todos.
Lo
que para Lucas proclama Jesús delante de los que le escuchan es tan
revolucionario que necesariamente debía llevarle a la muerte y, sin embargo,
hasta un niño estaría de parte de Jesús, porque no es razonable que el fariseo
“excomulgue” a su compañero de plegaria. Pero la ceguera religiosa es a veces
tan dura, que lo bueno es siempre malo para algunos y lo malo es siempre bueno.
Lo bueno es lo que ellos hacen; lo malo lo que hacen los otros. ¿Por qué?
Porque la religión del fariseo se fundamenta en una seguridad viciada y se hace
monólogo de uno mismo.
Es
una patología subjetiva envuelta en el celofán de lo religioso desde donde ve a
Dios y a los otros como uno quiere verlos y no como son en verdad. En realidad
solamente se está viendo a sí mismo. Esto es más frecuente de lo que pensamos.
Por el contrario, el publicano tendrá un verdadero diálogo con Dios, un diálogo
personal donde descubre su “necesidad” perentoria y donde Dios se deja
descubrir desde lo mejor que ofrece al hombre. El fariseo, claramente, le está
pasando factura a Dios.
Esto
es patente y esa es la razón de su religiosidad. El publicano, por el
contrario, pide humildemente a Dios su factura para pagarla. El fariseo no
quiere pagar factura porque considera que ya lo ha hecho con los “diezmos y
primicias” y ayunos, precisamente lo que Dios no tiene en cuenta o no necesita.
Eso se ha
inventado como sucedáneo de la verdadera religiosidad del corazón.
El
fariseo, en vez de confrontarse con Dios y con él mismo, se confronta con el
pecador; aquí hay un su vicio religioso radical. El pecador que está al fondo y
no se atreve a levantar sus ojos, se confronta con Dios y consigo mismo y ahí
está la explicación de por qué Jesús está más cerca de él que del fariseo. El
pecador ha sabido entender a Dios como misericordia y como bondad. El fariseo,
por el contrario, nunca ha entendido a Dios humana y rectamente.
Éste
extrae de su propia justicia la razón de su salvación y de su felicidad; el
publicano solamente se fía del amor y de la misericordia de Dios. El fariseo,
que no sabe encontrar a Dios, tampoco sabe encontrar a su prójimo porque nunca
cambiará en sus juicios negativos sobre él. El publicano, por el contrario, no
tiene nada contra el que se considera justo, porque ha encontrado en Dios
muchas razones para pensar bien de todos.
El
fariseo ha hecho del vicio virtud; el publicano ha hecho de la religión una
necesidad de curación verdadera. Solamente dice una oración, en muy pocas
palabras: “ten piedad de mí porque soy un pecador”. La retahíla de cosas que el
fariseo pronuncia en su plegaria ha
dejado su oración en un vacío y son el reflejo de una religión que no une con
Dios.