PROGRAMA Nº 1198 | 20.11.2024

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EL 25 DE DICIEMBRE Y EL NACIMIENTO DE JESÚS (Primera Parte)

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La noche del 24 de diciembre millones de personas en todo el mundo conmemoran, con profunda emoción, otra noche de hace dos mil años, en la que Jesucristo vino al mundo en una pobre gruta de animales. Ninguna otra celebración religiosa, ni siquiera la Pascua que es la más importante de las fiestas cristianas, tiene la carga de ternura y recogimiento que encierra la Navidad. Ese día en muchas partes del mundo se suspenden las guerras, se conceden indultos, se saludan quienes no se hablaban, y la gente es capaz de ser más amable y generosa de lo que es el resto del año.

El 25 de diciembre parece, pues, tener un toque casi mágico. Pero ¿Jesucristo nació realmente ese día? No. El 25 de diciembre no es la fecha histórica del nacimiento del Señor. ¿Cuál es, entonces, el día exacto? No lo sabemos. Sí es posible saber el año de su nacimiento (fue, aunque suene extraño, alrededor del año 7 antes de Cristo). Pero saber el día resulta imposible con los datos que disponemos actualmente. Si quisiéramos atenernos a las informaciones bíblicas debemos concluir que, casi con certeza, no pudo haber nacido en diciembre. Porque san Lucas dice que la noche en que Él nació “había cerca de Belén unos pastores que dormían al aire libre en el campo y vigilaban sus ovejas por turno durante la noche” (2,8).

Y si tenemos en cuenta que diciembre es pleno invierno en Palestina, que en la región cercana a Belén caen heladas durante este tiempo, y que es la época de los promedios más altos de lluvias, difícilmente se puede pensar que en ese mes haya habido pastores al aire libre cuidando sus rebaños. Tanto los rebaños como los pastores permanecen dentro de los establos. Sólo a partir de marzo, al mejorar las condiciones climáticas, suelen pasar la noche a la intemperie. Por lo tanto, si cuando nació Jesús había pastores con sus ovejas a la intemperie, pudo haber sido cualquier mes del año menos diciembre. ¿Por qué, entonces, celebramos la Navidad el 25 de diciembre?

En los primeros siglos, los cristianos no mostraron interés en celebrar el nacimiento de Jesús. La razón era que, como en aquel tiempo se festejaba con gran pompa el cumpleaños del emperador, los cristianos no querían colocar a Jesús al mismo nivel que éstos. Así, en el año 245, Orígenes repudiaba la idea de celebrar la natividad de Cristo, como si fuera la de un emperador. De todos modos, de vez en cuando solía aparecer algún teólogo que proponía una fecha para su nacimiento. San Clemente de Alejandría, en el siglo III, decía que era el 20 de abril.

San Epifanio sugería el 6 de enero. Otros hablaban del 25 de mayo, o el 17 de noviembre. Pero no se llegaba a un acuerdo decisivo debido a la falta de datos y de argumentos ciertos para justificarla. Así, durante los tres primeros siglos la fiesta del nacimiento del Señor se mantuvo incierta. Pero en el siglo IV ocurrió algo inesperado, que obligó a la Iglesia a tomar partido por una fecha definitiva y a dejarla finalmente sentada. Apareció en el horizonte una temible y peligrosa herejía que perturbó la calma de los cristianos y sacudió a los teólogos y pensadores de aquel tiempo.

Era el “arrianismo”, doctrina así llamada porque la había creado un sacerdote de nombre Arrio, en la ciudad de Alejandría de Egipto. Arrio era un hombre estudioso y culto, a la vez que impetuoso y apasionado. Tenía la palabra elocuente y gozaba de un notable poder persuasivo. Había nacido en Libia (norte de África) en el 256, y se había ordenado sacerdote en el 311. Hacia el 315 comenzó a desplegar una enorme actividad en Egipto. Sus prácticas ascéticas, unidas a su gran capacidad de convicción, le atrajeron numerosos admiradores.

Pero Arrio pronto empezó a predicar unas ideas novedosas y extrañas. ¿Qué enseñaba Arrio? Su pensamiento puede sintetizarse en lo siguiente: Jesús no era realmente Dios. Era, sí, un ser extraordinario, maravilloso, grandioso, una criatura perfecta, pero no era Dios mismo. Dios lo había creado para que lo ayudara a salvar a la humanidad. Y debido a la ayuda que Jesús le prestó a Dios con su pasión y muerte en la cruz, se hizo digno del título de “Dios”, que Dios Padre le regaló. Pero no fue verdadero Dios desde su nacimiento, sino que llegó a serlo gracias a su misión cumplida en la tierra.

La teoría de Arrio fascinó la inteligencia de muchos, especialmente de la gente sencilla, para quien era más comprensible la idea de que Jesús fuera elevado por sus méritos a la categoría de Dios, que el hecho grandioso e impresionante de que Dios mismo, en persona, hubiera nacido en este mundo en una débil criatura. El arrianismo, en el fondo, quitaba el misterio de la divinidad de Cristo, y ponía al alcance de la inteligencia humana una de las verdades fundamentales del cristianismo: que Jesús era verdadero Dios y verdadero hombre desde el momento de su concepción.

La habilidad dialéctica de Arrio y su fogosa oratoria no sólo lo llevaron a abrirse fácilmente camino entre las grandes masas, y a extenderse rápidamente en vastos territorios, sino que lograron convencer a numerosos sacerdotes, y a dos grandes obispos: Eusebio de Nicomedia y Eusebio de Cesárea. La prédica de Arrio desató una fuerte discusión religiosa dentro de la Iglesia, y los cristianos se vieron de pronto divididos por una dolorosa guerra interna. Fue una lucha general: emperadores, papas, obispos, diáconos y sacerdotes, intervinieron tempestuosamente en el conflicto. El mismo pueblo participaba ardorosamente en disputas y riñas callejeras.

Unos decían: “Jesús no es Dios”, y otros contestaban con vehemencia: “Sí, Jesús sí es Dios”. La doctrina de Arrio se expandió de tal manera que san Jerónimo llegó a exclamar: “el mundo se ha despertado arriano”. En medio de este acalorado debate, se resolvió convocar a un Concilio Universal de obispos para resolver tan delicada cuestión, que contaba con detractores y defensores de ambos lados. Y el 20 de mayo del año 325, en Nicea, pequeña ciudad del Asia Menor, ubicada casi al frente de Constantinopla (que era por entonces la capital del Imperio), dio comienzo la magna asamblea.

Participaron unos 300 obispos de todo el mundo y fue el primer concilio universal reunido en la historia de la Iglesia. Los presentes en el Concilio, en su inmensa mayoría, reconocieron que las ideas de Arrio estaban equivocadas y declararon que Jesús era Dios desde el mismo momento de su nacimiento. Para ello acuñaron un credo, llamado el Credo de Nicea, que decía: “Creemos en un solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos. Dios verdadero de Dios verdadero. Engendrado, no creado”. Al final del Concilio de Nicea el arrianismo fue condenado, y sus principales defensores debieron abandonar los puestos que ocupaban en la Iglesia.

A pesar de la derrota, Arrio y sus partidarios no se amedrentaron. Convencidos de estar en la verdad continuaron sembrando sus errores por toda la Iglesia. Y su prédica resultó tan eficaz que siguió logrando gran cantidad de adeptos, a tal punto que unos treinta años más tarde en muchas regiones no se encontraba un solo obispo que defendiera el credo propuesto en Nicea. Se habían hecho todos arrianos. Frente a este panorama el Papa Julio I, que gobernaba entonces la Iglesia, comprendió que una manera rápida y eficaz de difundir la idea de la divinidad de Cristo, y así contrarrestar las enseñanzas de Arrio, era propagar la fiesta del nacimiento de Jesús, poco conocida hasta ese momento. En efecto, si se celebraba el nacimiento del Niño-Dios, la gente dejaría de pensar que Jesús llegó a ser Dios sólo de grande.

Biblista
Ariel Álvarez Valdez

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