De la misma manera que el antiguo pueblo de Israel marchó durante cuarenta años por el desierto para poder ingresar a la Tierra Prometida, la Iglesia, Nuevo Pueblo de Dios, se prepara para vivir y celebrar la Pascua del Señor. A este Tiempo litúrgico que comienza con el primer domingo de Cuaresma y culmina con la celebración del misterio pascual.
Un camino de penitencia y
arrepentimiento, una época de transformación interior del hombre, como hombre y
como cristiano, un cristiano que aguarda celebrar aquel acontecimiento, que es
el baluarte de su fe, el vencimiento del pecado, la derrota de la muerte, el
triunfo de Nuestro Señor Jesucristo sobre el maligno.
En este camino que nos
prepara para acoger el misterio pascual del Señor, no puede estar ausente su
Madre. María está presente durante la Cuaresma, pero lo está de manera
silenciosa, oculta, sin hacerse notar, como premisa y modelo de la actitud que
debemos asumir.
Durante este tiempo de
Cuaresma, es el mismo Señor Jesús quien nos señala a su Madre. Él nos la
propone como modelo perfecto de acogida a la Palabra de Dios. María es
verdaderamente dichosa porque escucha la Palabra de Dios y la cumple.
La vida cristiana no es
otra cosa que hacer eco en la propia existencia de aquel dinamismo bautismal,
que nos selló para siempre: morir al pecado para nacer a una vida nueva en
Jesús, el Hijo de María. Esa es la elección del cristiano: la elección radical,
coherente y comprometida, desde la propia libertad, que nos conduce al
encuentro con Aquel que es Camino, Verdad y Vida encuentro que nos hace
auténticamente libres y nos manifiesta la plenitud de nuestra humanidad.
Todo esto supone una
verdadera renovación interior, un despojarse del hombre viejo para revestirse
del Señor Jesús. En palabras de Pablo VI: “Solamente
podemos llegar al reino de Cristo a través de la conversión, es decir, de aquel
íntimo cambio de todo el hombre –de su manera de pensar, juzgar y actuar–
impulsados por la santidad y el amor de Dios, tal como se nos ha manifestado a
nosotros este amor en Cristo y se nos ha dado plenamente en la etapa final de
la historia”.
Estos días cuaresmales nos
invitan de manera apremiante al ejercicio de la caridad; si deseamos llegar a
la Pascua santificados en nuestro ser, debemos poner un interés especialísimo
en la adquisición de esta virtud, que contiene en sí a las demás y cubre
multitud de pecados.
Teniendo como ejemplo a la
madre del salvador, escuela de virtudes y de santidad, a aquella que enseñó al
mismo Jesucristo a humanamente amar, pidámosle que nos enseñe la caridad, es
ella la que nos puede llevara a la transformación de nuestra existencia para
que esta desborde caridad para con los que nos rodean.
Esta es la gran aventura
de ser cristiano, a la cual todo hijo de María está invitado. Camino que no
está libre de dificultades y tropiezos, pero que vale la pena emprender, pues
sólo así el ser humano da respuesta a sus anhelos más profundos, y encuentra su
propia felicidad.
En el camino cuaresmal, la
figura de María aparece con sobriedad, con discreción, con sigilo, casi de
puntillas. El centro de la cuaresma es la profesión bautismal y los compromisos
que ella supone. En definitiva, el centro cuaresmal es la preparación a la
pascua. En el camino, está María, como una creyente más, pero como creyente
significativa. No es un adorno cuaresmal. Es un modelo. Ella ha recorrido
también ese camino. Como lo recorrió su Hijo, como lo tiene que recorrer
cualquiera que sea seguidor de Cristo.
Por ello la Cuaresma es
también tiempo oportuno para crecer en nuestro amor filial a Aquella que al pie
de la Cruz nos entregó a su Hijo, y se entregó Ella misma con Él, por nuestra
salvación. Este amor filial lo podemos expresar durante la Cuaresma impulsando
ciertas devociones marianas propias de este tiempo: “Los siete dolores de Santa María Virgen”; la devoción a “Nuestra Señora, la Virgen de los Dolores”;
y el rezo del Santo Rosario, especialmente los misterios de dolor.
Después de haber dicho
todo esto, no me queda más que terminar con las palabras de San Juan Pablo II:
“Que en este
exigente camino espiritual nos apoye la Virgen, Madre de Dios. Que nos haga
dóciles a la escucha de la palabra de Dios, que nos empuja a la conversión
personal y a la fraterna reconciliación. Que María nos guíe hacia el encuentro
con Cristo en el misterio pascual de su muerte y resurrección.”