Según esta novedosa creencia, al morir una persona, recupera la vida
inmediatamente. Pero no en la tierra, sino en otra dimensión llamada “la eternidad”. Y comienza a vivir una
vida distinta, sin límites de tiempo ni espacio. Una vida que ya no puede morir
más. Es la denominada Vida Eterna. Esta enseñanza aparece por primera vez, en
la Biblia, en el libro de Daniel. Allí, un ángel le revela este gran secreto: “La multitud de los que duermen en la tumba
se despertarán, unos para la vida eterna, y otros para la vergüenza y el horror
eterno” (12,2). Por lo tanto, queda claro que el paso que sigue
inmediatamente a la muerte es la Vida Eterna, la cual será dichosa para los
buenos y dolorosa para los pecadores. Pero será eterna. La segunda vez que la
encontramos, es en un relato en el que el rey Antíoco IV de Siria tortura a
siete hermanos judíos para obligarlos a abandonar su fe. Mientras moría el
segundo, dijo al rey: “Tú nos privas de
la vida presente, pero el Rey del mundo a nosotros nos resucitará a una vida
eterna” (2 Mac 7,9). Y al morir el séptimo exclamó: “Mis hermanos, después de haber soportado una corta pena, gozan ahora
de la vida eterna” (2 Mac 7,36).
Para el Antiguo Testamento, resulta imposible volver a la vida terrena
después de morir. Por más breve y dolorosa que haya sido la existencia humana,
luego de la muerte comienza la resurrección. Jesucristo, con su autoridad de
Hijo de Dios, confirmó oficialmente esta doctrina. Con la parábola del rico
Epulón (Lc 16,19.31), contó cómo al morir un pobre mendigo llamado Lázaro los
ángeles lo llevaron inmediatamente al cielo. Por aquellos días murió también un
hombre rico e insensible, y fue llevado al infierno para ser atormentado por el
fuego de las llamas. No dijo Jesús que a este hombre rico le correspondiera
reencarnarse para purgar sus numerosos pecados en la tierra. Al contrario, la
parábola explica que por haber utilizado injustamente los muchos bienes que
había recibido en la tierra, debía “ahora”
(es decir, en el más allá, en la vida eterna, y no en la tierra) pagar sus
culpas (v.25). El rico, desesperado, suplica que le permitan a Lázaro volver a
la tierra (o sea, que se reencarne) porque tiene cinco hermanos tan pecadores
como él, a fin de advertirles lo que les espera si no cambian de vida
(v.27.28). Pero le contestan que no es posible, porque entre este mundo y el
otro hay un abismo que nadie puede atravesar (v.26).
La angustia del rico condenado le viene, justamente, al confirmar que
sus hermanos también tienen una sola vida para vivir, una única posibilidad,
una única oportunidad para darle sentido a la existencia. Cuando Jesús moría en
la cruz, cuenta el Evangelio que uno de los ladrones crucificado a su lado le
pidió: “Jesús, acuérdate de mí cuando
vayas a tu reino”. Si Jesús hubiera admitido la posibilidad de la
reencarnación, tendría que haberle dicho: “Ten
paciencia, tus crímenes son muchos; debes pasar por varias reencarnaciones
hasta purificarte completamente”. Pero su respuesta fue: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el
Paraíso” (Lc 23,43). Si “hoy”
iba a estar en el Paraíso, es porque nunca más podía volver a nacer en este
mundo. Pablo también rechaza la
reencarnación. En efecto, al escribir a los filipenses les dice: “Me siento apremiado por los dos lados. Por
una parte, quisiera morir para estar ya con Cristo. Pero por otra, es más
necesario para ustedes que yo me quede aún en este mundo” (1,23.24).
Y explicando a los corintios lo que sucede el día de nuestra muerte, les
dice: “En la resurrección de los
muertos, se entierra un cuerpo corruptible y resucita uno incorruptible, se
entierra un cuerpo humillado y resucita uno glorioso, se entierra un cuerpo
débil y resucita uno fuerte, se entierra un cuerpo material y resucita uno
espiritual” (1 Cor 15,42.44). ¿Puede,
entonces, un cristiano creer en la reencarnación? Queda claro que no.
La idea de tomar otro cuerpo y regresar a la tierra después de la muerte es
absolutamente incompatible con las enseñanzas de la Biblia. La afirmación
bíblica más contundente y lapidaria de que la reencarnación es insostenible, la
trae la carta a los Hebreos: “Está establecido que los hombres mueren una sola vez, y
después viene el juicio” (9,27). Pero no sólo las Sagradas
Escrituras impiden creer en la reencarnación, sino también el sentido común. En
efecto, que ella explique las simpatías y antipatías entre las personas, los
desentendimientos de los matrimonios, las desigualdades en la inteligencia de
la gente, o las muertes precoces, ya no es aceptado seriamente por nadie. La
moderna sicología ha ayudado a aclarar, de manera científica y concluyente, el
porqué de éstas y otras manifestaciones extrañas de la personalidad humana, sin
imponer a nadie la creencia en la reencarnación.
La reencarnación,
por lo tanto, es una doctrina estéril, incompatible con la fe cristiana, propia
de una mentalidad primitiva, destructora de la esperanza en la otra vida,
inútil para dar respuestas a los enigmas de la vida, y lo que es peor,
peligrosa por ser una invitación a la irresponsabilidad. En efecto, si uno
cree que va a tener varias vidas más, además de ésta, no se hará mucho problema
sobre la vida presente, ni pondrá gran empeño en lo que hace, ni le importará
demasiado su obrar. Total, siempre pensará que le aguardan otras
reencarnaciones para mejorar la desidia de ésta. Pero si uno sabe que el
milagro de existir no se repetirá, que tiene sólo esta vida para cumplir sus
sueños, sólo estos años para realizarse, sólo estos días y estas noches para
ser feliz con las personas que ama, entonces se cuidará muy bien de maltratar
el tiempo, de perderlo en trivialidades, de desperdiciar las oportunidades.
Vivirá cada minuto con intensidad, pondrá lo mejor de sí en cada encuentro, y
no permitirá que se le escape ninguna coyuntura que la vida le ofrezca. Sabe
que no retornarán.
Ariel Álvarez Valdés
Biblista