Una conocida actriz, hace no mucho tiempo, declaraba en el reportaje
concedido a una revista: “Yo soy
católica, pero creo en la reencarnación. Ya averigüé que ésta es mi tercera
vida. Primero fui una princesa egipcia. Luego, una matrona del Imperio Romano.
Y ahora me reencarné en actriz”. Resulta, en verdad, asombroso
comprobar cómo cada vez es mayor el número de los que, aun siendo católicos,
aceptan la reencarnación. Una encuesta realizada en la Argentina por la empresa
Gallup reveló que el 33% de los encuestados cree en ella. En Europa, el 40% de
la población se adhiere gustoso a esa creencia. Y en el Brasil, nada menos que
el 70% de sus habitantes son reencarnacionistas. Por su parte, el 34% de los
católicos, el 29% de los protestantes, y el 20% de los no creyentes, hoy en día
la profesan. La fe en la reencarnación, constituye un fenómeno mundial. Y por
tratarse de un artículo de excelente consumo, tanto la radio como la
televisión, los diarios, las revistas, y últimamente el cine, se encargan
permanentemente de tenerlo entra sus ofertas. Pero ¿por qué esta doctrina
seduce a la gente?
Antes de meternos en el tema de hoy, nos preguntamos: ¿qué es la
reencarnación? La reencarnación es la creencia según la cual, al morir una
persona, su alma se separa momentáneamente del cuerpo, y después de algún
tiempo toma otro cuerpo diferente para volver a nacer en la tierra. Por lo
tanto, los hombres pasarían par muchas vidas en este mundo. ¿Y por qué el alma
necesita reencarnarse? Porque en una nueva existencia debe pagar los pecados
cometidos en la presente vida, o recoger el premio de haber tenido una conducta
honesta. El alma está, dicen, en continua evolución. Y las sucesivas
reencarnaciones le permiten progresar hasta alcanzar la perfección. Entonces se
convierte en un espíritu puro, ya no necesita más reencarnaciones, y se sumerge
para siempre en el infinito de la eternidad. Esta ley ciega, que obliga a
reencarnarse en un destino inevitable, es llamada la ley del “karma”. Para esta doctrina, el cuerpo no sería más que una túnica
caduca y descartable que el alma inmortal teje por necesidad, y que una vez
gastada deja de lado para tejer otra. Existe una forma aún más escalofriante de
reencarnacionismo, llamada “metempsicosis”,
según la cual si uno ha sido muy
pecador su alma puede llegar a reencarnarse en un animal, ¡y hasta en una
planta!
Quienes creen en la reencarnación piensan que ésta ofrece ventajas. En
primer lugar, nos concede una segunda (o tercera, o cuarta) oportunidad. Sería
injusto arriesgar todo nuestro futuro de una sola vez. Además, angustiaría
tener que conformarnos con una sola existencia, a veces mayormente triste y
dolorosa. La reencarnación, en cambio, permite empezar de nuevo. Por otra
parte, el tiempo de una sola vida humana no es suficiente para lograr la
perfección necesaria. Esta exige un largo aprendizaje, que se va adquiriendo
poco a poco. Ni los mejores hombres se encuentran, al momento de morir, en tal
estado de perfección. La reencarnación, en cambio, permite alcanzar esa
perfección en otros cuerpos. Finalmente, la reencarnación ayuda a explicar
ciertos hechos incomprensibles, como por ejemplo que algunas personas sean más
inteligentes que otras, que el dolor esté tan desigualmente repartido entre los
hombres, las simpatías o antipatías entre las personas, que algunos matrimonios
sean desdichados, o la muerte precoz de los niños. Todo esto se entiende mejor
si ellos están pagando deudas o cosechando méritos de vidas anteriores.
La reencarnación, es una doctrina seductora y atrapante, porque pretende
“resolver” cuestiones intrincadas de
la vida humana. Además, porque resulta apasionante para la curiosidad del común
de la gente descubrir qué personaje famoso fue uno mismo en la antigüedad. Esta
expectativa ayuda, de algún modo, a olvidar nuestra vida intrascendente, y a
evadirnos de la existencia gris y rutinaria en la que estamos a veces
sumergidos. Pero ¿cómo nació la creencia en la reencarnación? Las más antiguas civilizaciones
que existieron, como la sumeria, egipcia, china y persa, no la conocieron. El
enorme esfuerzo que dedicaron a la edificación de pirámides, tumbas y demás
construcciones funerarias, demuestra que creían en una sola existencia
terrestre. Si hubieran pensado que el difunto volvería a reencarnarse en otro,
no habrían hecho el colosal derroche de templos y otros objetos decorativos con
que lo preparaban para su vida en el más allá.
La primera vez que aparece la idea de la reencarnación es en la India,
en el siglo VII a.C. Aquellos hombres primitivos, muy ligados aún a la
mentalidad agrícola, veían que todas las cosas en la naturaleza, luego de
cumplir su ciclo, retornaban. Así, el sol salía par la mañana, se ponía en la
tarde, y luego volvía a salir. La luna llena decrecía, pero regresaba siempre a
su plena redondez. Las estrellas repetían las mismas fases y etapas cada año.
Las estaciones del verano y el invierno se iban y volvían puntualmente. Los
campos, las flores, las inundaciones, todo tenía un movimiento circular, de
eterno retorno. La vida entera parecía hecha de ciclos que se repetían
eternamente. Esta constatación llevó a pensar que también el hombre, al morir,
debía otra vez regresar a la tierra. Pero como veían que el cuerpo del difundo se
descomponía, imaginaron que era el alma la que volvía a tomar un nuevo cuerpo
para seguir viviendo. Con el tiempo, aprovecharon esta creencia para aclarar
también ciertas cuestiones vitales (como las desigualdades humanas, antes
mencionadas), que de otro modo les resultaban inexplicables para la incipiente
y precaria mentalidad de aquella época.
Cuando apareció el Budismo en la India, en el siglo V a.C., adoptó la
creencia en la reencarnación. Y por él se extendió en la China, Japón, el
Tíbet, y más tarde en Grecia y Roma. Y así, penetró también en otras
religiones, que la asumieron entre los elementos básicos de su fe. Pero los
judíos jamás quisieron aceptar la idea de una reencarnación, y en sus escritos
la rechazaron absolutamente. Por ejemplo, el Salmo 39, que es una meditación
sobre la brevedad de la vida, dice: “Señor, no me mires con enojo, para que
pueda alegrarme, antes de que me vaya y ya no exista más” (v.14).
También el pobre Job, en medio de su terrible enfermedad, le suplica a Dios, a
quien creía culpable de su sufrimiento: “Apártate de mí. Así podré sonreír un poco,
antes de que me vaya para no volver, a la región de las tinieblas y de las
sombras” (10,21.22). Y un libro más moderno, el de la Sabiduría, enseña
: “El
hombre, en su maldad, puede quitar la vida, es cierto; pero no puede hacer
volver al espíritu que se fue, ni liberar el alma arrebatada por la muerte’’
(16,14).
La creencia de que nacemos una sola vez, aparece igualmente en dos
episodios de la vida del rey David. El primero, cuando una mujer, en una
audiencia concedida, le hace reflexionar: “Todos tenemos que morir, y seremos como
agua derramada que ya no puede recogerse” (2 Sm 14,14). El segundo,
cuando al morir el hijo del monarca exclama: “Mientras el niño vivía, yo
ayunaba y lloraba. Pero ahora que está muerto ¿para qué voy a ayunar? ¿Acaso
podré hacerlo volver? Yo iré hacia él, pero él no volverá hacia mí” (2 Sm 12,22.23). Vemos, entonces, que
en el Antiguo Testamento, y aun cuando no se conocía la idea de la
resurrección, ya se sabía al menos que de la muerte no se vuelve nunca más a la
tierra. Pero fue en el año 200 a. C. cuando se iluminó para siempre el tema del
más allá. En esa época entró en el pueblo judío la fe en la resurrección, y
quedó definitivamente descartada la posibilidad de la reencarnación.
Ariel Álvarez Valdés
Biblista