Viajando por las rutas argentinas, uno no puede ser ajeno a la inmensa cantidad de ermitas que recuerdan y veneran a la Virgen María, y que existen en los pueblos más escondidos de nuestro país, aquí en Argentina. ¿Un fenómeno? ¿Una costumbre? ¿Una verdadera creencia? ¿Una idolatría?
Parece que la Virgen, la Madre de Dios, llegó a lugares donde la Iglesia todavía no hizo pie; podemos decir que se adelantó al Evangelio, a la pisada de un obispo o de una congregación. Hay localidades que ni siquiera poseen un importante letrero que los identifique, pero la imagen de la Virgen, la vemos repleta de adornos, luces y flores, y María se adelanta, María siempre recibe, María siempre invita. Ella, allí en su gruta o un pequeño templo hecho con mucho esfuerzo por las personas, respetada en la gran mayoría de los casos.
Llaman la atención de los viajeros aquellos carteles que, seguramente aprobados por un organismo nacional, exhiben un ícono de la Virgen de Lujan y una inscripción que reza “Virgen de Lujan, protégenos”. Como les contaba en diversas rutas, se descubren cientos de mensajes elevados hacia Dios: algunos también en “paragolpes” de camiones, pasacalles y hasta en anuncios publicitarios.
Mucha gente accede a la fe en una situación azarosa, quizás por haber conseguido un favor o por un pequeño milagro logrado con la propia convicción en el poder sobrenatural. La Iglesia mira, muchas veces con asombro, los acontecimientos religiosos, que se producen entre el pueblo creyente, casi sin control, casi espontáneamente. Una aparición por acá, una movida carismática por allá, la reciente y creciente devoción a la “Divina misericordia”, algún cura sanador, la “desata nudos”, “san Expedito”… “san Cayetano” y las que ya llevan varios años: la Virgen de San Nicolás, la del cerrito en Salta…
Hoy que vivimos en tiempos de desmotivación, de debilidad en los sentimientos de pertenencia, de escasa participación, presenciar una convocatoria a María espontánea y masiva, nos sorprende. Al ver a miles de personas unidas con un mismo fin, ojala esto se repita a nivel país: que todos unidos, nos reunamos masivamente, movidos por la Fe de construir un país mejor.
En síntesis: observando al peregrino, uno puede ver mucho más que un visitante. Podemos ver el compartir un mate, una charla, el encuentro verdadero de distintas provincias de aquí del país. Se ve jóvenes peregrinos intercambiando opiniones, cantando, compartiendo una jornada.
Ningún obstáculo es lo suficientemente grande como para impedir la llegada del peregrino a los distintos santuarios marianos. No importan las dolencias, las enfermedades, las distancias, los problemas económicos, todo es vencido por la Fe. Esperar, caminar, mantenerse de pie, soportar climas a veces adversos, recorrer distancias, esforzarse, meditar, son algunas de las tantas acciones del peregrino. Compartir el viaje con otros desde el lugar de origen es sin duda algo enriquecedor.
Son muchas las cosas que se aprenden observando a los peregrinos. Es mucho lo que se aprende observando la vida misma. La vida nos enseña a cada instante si sabemos detenernos a mirar. Del peregrinar y del peregrino, tenemos mucho que aprender.
Alfredo Musante
Director Responsable
Programa radial
EL ALFA Y LA OMEGA
miércoles, 30 de noviembre de 2011
martes, 29 de noviembre de 2011
Tierra de Esperanza
Cercanía y aliento de Benedicto XVI a los pobres, a los enfermos de sida y a todos los olvidados por la sociedad.
¿Por qué un país africano no podría indicar el camino al resto del mundo? Benedicto XVI dejó Benín con una pregunta que no sólo interpela al continente donde ha estado por segunda vez en menos de tres años. Precisando inmediatamente que se trata de un camino para vivir una auténtica fraternidad, fundada sobre la familia y el trabajo. Por lo tanto, también el último de los discursos pronunciados en Benín sirvió al Papa para repetir su fuerte estímulo a África y amonestar a quienes siguen explotándola con formas mal disimuladas de neocolonialismo o acaban por ignorarla, como ha sucedido con los medios de comunicación que han minimizado o descuidado el viaje papal, a pesar de las indicaciones contrarias de sus propios enviados, testigos de su importancia y novedad.
Un acontecimiento que estos medios de comunicación han considerado carente de interés tal vez porque no se habló de preservativos y abusos, que parecen haberse convertido en ingredientes indispensables para que se informe sobre la Iglesia católica. En cambio, la visita de Benedicto XVI a Benín y la Exhortación apostólica Africae munus que firmó en Ouidah ofrecen una contribución importante a la convivencia mundial y un apoyo real al compromiso de la Iglesia católica. La cual ciertamente no es ajena al continente que dio asilo a la Sagrada Familia cuando huía de la persecución y donde el cristianismo tiene raíces antiquísimas.
Como muestra el caso de Etiopía y como el Papa subrayó varias veces, recordando la importancia de la escuela de Alejandría, evocando los antiguos autores cristianos africanos de lengua latina y sobre todo repitiendo una vez más a los periodistas durante el vuelo hacia Cotonú que en el siglo XXI el anuncio del Evangelio en el continente no debe presentarse como un sistema difícil y europeo, sino expresarse en el mensaje universal, al mismo tiempo sencillo y profundo, «de que Dios nos conoce y nos ama, y que la religión concreta suscita la colaboración y la fraternidad».
Este mensaje es el mismo de la Exhortación Africae munus, documento fruto de la colegialidad sinodal donde Benedicto XVI puso a la vez realismo y esperanza. Un binomio que marcó todo el viaje y sobre todo el gran discurso pronunciado en el palacio presidencial de Cotonú, donde el Papa no ocultó los graves problemas del continente —que por desgracia siguen siendo actuales, pero que ciertamente no son exclusivos de África— y sin embargo supo rechazar con energía las visiones negativas, restrictivas e irrespetuosas que se difunden habitualmente. De este modo pudo denunciar escándalos e injusticias, corrupción y violencia, pero sobre todo miró con optimismo al futuro. «La esperanza africana de Benedicto XVI» tituló eficazmente «La Croix» resumiendo así el sentido de todo el viaje.
Y la esperanza del Papa, amigo auténtico de África, quedó bien expresada tanto en el encuentro bullicioso y conmovedor con los niños —que representan el futuro del continente— como en la homilía durante la misa conclusiva, el domingo de Cristo Rey, último del año litúrgico. En la cual recordó, comentando la descripción evangélica del juicio final, que es el Señor del universo y de la historia quien libera a la humanidad del miedo y la introduce en un mundo nuevo de libertad y de felicidad.
Fuente:
L’OSSERVATORE ROMANO
Año XLIII, número 48
Ciudad del Vaticano
27 de noviembre de 2011
¿Por qué un país africano no podría indicar el camino al resto del mundo? Benedicto XVI dejó Benín con una pregunta que no sólo interpela al continente donde ha estado por segunda vez en menos de tres años. Precisando inmediatamente que se trata de un camino para vivir una auténtica fraternidad, fundada sobre la familia y el trabajo. Por lo tanto, también el último de los discursos pronunciados en Benín sirvió al Papa para repetir su fuerte estímulo a África y amonestar a quienes siguen explotándola con formas mal disimuladas de neocolonialismo o acaban por ignorarla, como ha sucedido con los medios de comunicación que han minimizado o descuidado el viaje papal, a pesar de las indicaciones contrarias de sus propios enviados, testigos de su importancia y novedad.
Un acontecimiento que estos medios de comunicación han considerado carente de interés tal vez porque no se habló de preservativos y abusos, que parecen haberse convertido en ingredientes indispensables para que se informe sobre la Iglesia católica. En cambio, la visita de Benedicto XVI a Benín y la Exhortación apostólica Africae munus que firmó en Ouidah ofrecen una contribución importante a la convivencia mundial y un apoyo real al compromiso de la Iglesia católica. La cual ciertamente no es ajena al continente que dio asilo a la Sagrada Familia cuando huía de la persecución y donde el cristianismo tiene raíces antiquísimas.
Como muestra el caso de Etiopía y como el Papa subrayó varias veces, recordando la importancia de la escuela de Alejandría, evocando los antiguos autores cristianos africanos de lengua latina y sobre todo repitiendo una vez más a los periodistas durante el vuelo hacia Cotonú que en el siglo XXI el anuncio del Evangelio en el continente no debe presentarse como un sistema difícil y europeo, sino expresarse en el mensaje universal, al mismo tiempo sencillo y profundo, «de que Dios nos conoce y nos ama, y que la religión concreta suscita la colaboración y la fraternidad».
Este mensaje es el mismo de la Exhortación Africae munus, documento fruto de la colegialidad sinodal donde Benedicto XVI puso a la vez realismo y esperanza. Un binomio que marcó todo el viaje y sobre todo el gran discurso pronunciado en el palacio presidencial de Cotonú, donde el Papa no ocultó los graves problemas del continente —que por desgracia siguen siendo actuales, pero que ciertamente no son exclusivos de África— y sin embargo supo rechazar con energía las visiones negativas, restrictivas e irrespetuosas que se difunden habitualmente. De este modo pudo denunciar escándalos e injusticias, corrupción y violencia, pero sobre todo miró con optimismo al futuro. «La esperanza africana de Benedicto XVI» tituló eficazmente «La Croix» resumiendo así el sentido de todo el viaje.
Y la esperanza del Papa, amigo auténtico de África, quedó bien expresada tanto en el encuentro bullicioso y conmovedor con los niños —que representan el futuro del continente— como en la homilía durante la misa conclusiva, el domingo de Cristo Rey, último del año litúrgico. En la cual recordó, comentando la descripción evangélica del juicio final, que es el Señor del universo y de la historia quien libera a la humanidad del miedo y la introduce en un mundo nuevo de libertad y de felicidad.
Fuente:
L’OSSERVATORE ROMANO
Año XLIII, número 48
Ciudad del Vaticano
27 de noviembre de 2011
en
23:54


miércoles, 9 de noviembre de 2011
Pbro. Francis L. Sampson, Capellán
Todo empezó hace casi cincuenta y cinco años cuando un joven y recién ordenado sacerdote, el padre Francis L. Sampson obtuvo permiso de su obispo, para ingresar en el ejército de los Estados Unidos como capellán. Fue en la universidad de Harvard, aunque parezca extraño, donde realmente comenzó su odisea; porque fue allí donde los nuevos capellanes del ejército recibieron su preparación inicial de entrada en la capellanía del ejército de los Estados Unidos durante la mayor parte de la 2º Guerra Mundial. Tras terminar el curso de un mes de duración, el capellán Sampson se hizo voluntario para una misión aérea. Fue una decisión que condicionaría el resto de su vida.
También fue una decisión, tal como escribió él mismo posteriormente, que fue tomada desde el desconocimiento. “Como un entusiasta ejecutivo joven, empezando en una ciudad extraña”, admitió, “estaba dispuesto a unirme a cualquier cosa con base en un puro sentido del deber cívico”. Si hubiera sabido previamente lo que implicaba ser un capellán paracaidista, confesó, habría hecho una elección diferente.
"Francamente, cuando me alisté en los paracaidistas no sabía que los capellanes tendrían que saltar desde un avión en pleno vuelo. Si hubiera sabido esto de antemano, y particularmente si hubiera estado al tanto de las torturas de cuerpo y mente que nos esperaban en Fort Benning para aquellos que pedían las codiciadas alas del paracaidista, estoy seguro de que habría hecho oídos sordos ante el reclamo de capellanes aéreos. Sin embargo, una vez alistado, mi orgullo me impidió retirarme. Además, los paracaidistas son la tropa élite del ejército, y ya había comenzado a disfrutar del prestigio y el glamur que conlleva la pertenencia a tal equipo."
Francis L. Sampson nació el 29 de febrero de 1912, en Cherokee, Iowa. Asistió a la Universidad de Notre Dame, se graduó en 1937 y después se inscribió en el seminario de St. Paul, en Saint Paul, Minnesota. Se ordenó como sacerdote en Des Moines, en la diócesis de Iowa, el 1 de junio de 1941. Tras su ordenación, el padre Sampson sirvió por poco tiempo como sacerdote de parroquia en Neola, Iowa, y también impartió clases en el instituto de Dowling en Des Moines. Ingresó en el ejército a principios de 1942, le nombraron primer teniente y comenzó su carrera en el ejército en Camp Barkley, Texas. Pasó el mes de enero de 1943 en instrucción en la escuela de capellanes. Después se alistó en el 501 regimiento de paracaidistas de la 101 división aérea como capellán del mismo y siguió siéndolo durante el transcurso de toda la guerra.
Fue durante la invasión de Francia, en el verano de 1944, cuando la historia del capellán Sampson comenzó a tomar un cariz de leyenda. Lawrence Critchell, en su libro Four Stars of Hell, le describió como “uno de los oficiales más respetados y queridos en el regimiento”.
Todo empezó el día-D, 6 de junio de 1944. Mientras que los soldados del 501 consideraban a su capellán como una figura tranquila y heroica, el capellán Sampson recordaba que en esos primeros días entre los setos de Normandía, “no había rodillas que temblaran más que las mías ni corazón alguno que latiera más rápido en los momentos de peligro”.
Quién que haya visto la película Rescatando al soldado Ryan (1998) , de Steven Spielberg, no se emocionó con la actuación de Tom Hanks en el papel del capitán John H. Miller, que –tras el desembarco en Normandía– recibe la orden de buscar a un soldado y enviarlo de regreso a los Estados Unidos porque su vida no debía correr riesgo luego de que su madre perdiera en la guerra a sus otros tres hijos. Y que, hacia el final del filme, llega a ofrendar su vida para que el soldado se salve. Pues bien: ahora se sabe que el verdadero salvador de Frederick “Fritz” Niland –la identidad real de Ryan– fue un capellán militar, Francis L. Sampson.
El filme plantea que el capitán Miller encara una ardua búsqueda. Pero, en la realidad, fue Fritz quien se contactó en el campamento con el padre Sampson a los pocos días del desembarco en las costas francesas. Fue luego de enterarse de que su hermano Robert –que también se había lanzado en paracaídas– había muerto y quería que lo ayudara a encontrar su cuerpo, que aparentemente estaba en un cementerio cercano. Pero en la lista de inhumados no aparecía su nombre sino el de otro hermano, Preston. Finalmente no sólo hallaron la tumba de Robert: Sampson descubrió que un tercer hermano había desaparecido luego de que su avión fuera derribado por los japoneses.
Al comunicarle esta última noticia, Sampson cuenta que Fritz comenzó a repetir: “¿Qué hará ahora? ¿Qué será de ella?”. Hablaba de su madre. El sacerdote le respondió que la mujer aún lo tenía a él y haría todo lo posible para repatriarlo. Y lo logró. Tras el reencuentro con sus padres –la madre no era viuda como aparece en la película– Fritz sirvió en una unidad acantonada en Nueva York. Al final de la guerra la familia recibió una sorpresa: el hijo supuestamente abatido por los japoneses había sobrevivido.
Si bien el padre Sampson no corrió riesgos para conseguir la vuelta de Fritz, sí los tuvo por otras situaciones. En su salto en paracaídas en el crucial Día D perdió su kit de misa y, en vez de ponerse a cubierto, se abocó a buscarlo en medio de la oscuridad, entre disparos y morterazos, hasta que lo encontró. Horas después, cuando atendía a unos heridos en una granja, fue detenido por soldados alemanes, que lo pusieron contra una pared con la aparente intención de fusilarlo. Sólo la aparición de otro soldado alemán que se percató de que era sacerdote, evitó su muerte.
El padre Sampson pasó 6 meses en un campo de prisioneros. Pero no se dio por vencido. Una vez liberado, volvió a la Aerotransportada. Años más tarde, estuvo en la guerra de Corea y en 1967 fue nombrado jefe de los capellanes militares de los Estados Unidos. Y –ya retirado– llegó a asistir a los paracaidistas que actuaron en Vietnam. En el célebre libro de Cornelius Ryan, “El día más largo”, las peripecias del cura ocupan varias páginas.
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