Comentario Bíblico
De la lectura del Domingo de Pascua
Del Evangelio de Juan 20,1-9
La Iglesia celebra el
día más grande de la historia, porque con la resurrección de Jesús se abre una
nueva historia, una nueva esperanza para todos los hombres. Si bien es verdad
que la muerte de Jesús es el comienzo, porque su muerte es redentora, la
resurrección muestra lo que el Calvario significa; así, la Pascua cristiana
adelanta nuestro destino. De la misma manera, nuestra muerte también es el
comienzo de algo nuevo, que se revela en nuestra propia resurrección.
El texto de Juan 20,1-9,
que todos los años se proclama en este día de la Pascua, nos propone acompañar
a María Magdalena al sepulcro, que es todo un símbolo de la muerte y de su
silencio humano; nos insinúa el asombro y la perplejidad de que el Señor no
está en el sepulcro; no puede estar allí quien ha entregado la vida para
siempre. En el sepulcro no hay vida, y Él se había presentado como la resurrección
y la vida (Jn 11,25).
María Magdalena descubre
la resurrección, pero no la puede interpretar todavía. En Juan esto es
caprichoso, pero no olvidemos que ella recibirá en el mismo texto de Jn 20,11ss una misión
extraordinaria, aunque pasando por un proceso de no “ver” ya a Jesús resucitado
como el Jesús que había conocido, sino “reconociéndolo” de otra manera más
íntima y personal. Pero esta mujer, desde luego, es testigo de la resurrección.
La figura simbólica y
fascinante del discípulo amado, es verdaderamente clave en la teología del
cuarto evangelio. Éste corre con Pedro, corre incluso más que éste, tras
recibir la noticia de la resurrección. Es, ante todo, "discípulo", y
por eso es conveniente no identificarlo, sin más, con un personaje histórico
concreto, como suele hacerse; él espera hasta que el desconcierto de Pedro pasa
y, desde la intimidad que ha conseguido con el Señor por medio de la fe, nos
hace comprender que la resurrección es como el infinito; que las vendas que
ceñían a Jesús ya no lo pueden atar a este mundo, a esta historia. Que su
presencia entre nosotros debe ser de otra manera absolutamente distinta y
renovada.
La fe en la resurrección,
es verdad, nos propone una calidad de vida, que nada tiene que ver con la
búsqueda que se hace entre nosotros con propuestas de tipo social y económico.
Se trata de una calidad teológicamente íntima que nos lleva más allá de toda
miseria y de toda muerte absurda. La muerte no debería ser absurda, pero si lo
es para alguien, entonces se nos propone, desde la fe más profunda, que Dios
nos ha destinado a vivir con El. Rechazar esta dinámica de resurrección sería
como negarse a vivir para siempre. No solamente sería rechazar el misterio del
Dios que nos dio la vida, sino del Dios que ha de mejorar su creación en una
vida nueva para cada uno de nosotros.
Por eso, creer en
la resurrección, es creer en el Dios de la vida. Y no solamente eso, es creer
también en nosotros mismos y en la verdadera posibilidad que tenemos de ser
algo en Dios. Porque aquí, no hemos sido todavía nada, mejor, casi nada, para
lo que nos espera más allá de este mundo. No es posible engañarse: aquí nadie
puede realizarse plenamente en ninguna dimensión de la nuestra propia
existencia. Más allá está la vida verdadera; la resurrección de Jesús es la
primicia de que en la muerte se nace ya para siempre. No es una fantasía de
nostalgias irrealizadas. El deseo ardiente del corazón de vivir y vivir siempre
tiene en la resurrección de Jesús la respuesta adecuada por parte de Dios. La
muerte ha sido vencida, está consumada, ha sido transformada en vida por medio
del Dios que Jesús defendió hasta la muerte.
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