PROGRAMA Nº 1191 | 02.10.2024

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LA ADORACIÓN AL SANTÍSIMO SACRAMENTO

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Desde los albores del cristianismo, la Eucaristía ha sido la fuente, el centro y el culmen de la vida de la Iglesia. Este sacramento, como memorial de la pasión y resurrección de Cristo, sacrificio de la Nueva Alianza, cena anticipadora del banquete celestial, signo de unidad eclesial y perpetuación del misterio pascual, representa el núcleo indiscutible del cristianismo. Originalmente, la misa se celebraba solo los domingos, pero ya en los siglos III y IV se instauró la práctica diaria. La devoción eucarística llevó, en ciertos lugares y épocas, a celebraciones múltiples en un solo día. San León III llegó a celebrar hasta nueve misas diarias. Varios concilios limitaron estos excesos. Alejandro II prescribió una misa diaria, afirmando: "feliz ha de considerarse quien pueda celebrar dignamente una sola Misa cada día".

En los primeros siglos, debido a las persecuciones y la ausencia de templos, la conservación de las especies eucarísticas se realizaba de manera privada, con el fin de proporcionar comunión a enfermos, presos y ausentes. Con el fin de las persecuciones, la reserva de la Eucaristía adoptó formas más solemnes. Las constituciones apostólicas, alrededor del año 400, establecieron que después de la comunión, las especies fueran llevadas a un sacrarium. En el siglo VI, el sínodo de Verdun ordenó guardar la Eucaristía "en un lugar eminente y digno, y, si es posible, con una lámpara siempre encendida".

La elevación de la hostia y, posteriormente, del cáliz, tras la consagración, fomentó la adoración interior y exterior de los fieles. En 1210, el obispo de París ordenó esta práctica, ya utilizada por los cistercienses, y para finales del siglo XIII se había extendido por todo Occidente. En 1906, San Pío X, conocido como "el papa de la Eucaristía", concedió indulgencias a quienes miraran piadosamente la hostia elevada, diciendo "Señor mío y Dios mío".

La adoración de Cristo en la celebración del sacrificio eucarístico ha sido una práctica constante. La devoción a la presencia real fuera de la misa comenzó a tomar forma a partir del siglo IX, durante las controversias eucarísticas. Conflictos teológicos similares surgieron en el siglo XI, cuando la Iglesia reaccionó enérgicamente contra el simbolismo eucarístico de Berengario de Tours. Su doctrina fue refutada por teólogos y condenada por varios sínodos y los concilios romanos de 1059 y 1079.

El pan y el vino, una vez consagrados, se convierten substancialmente en la verdadera carne y sangre de Jesucristo. En el sacramento está presente Cristo en su totalidad, en alma y cuerpo, como hombre y como Dios. Estas afirmaciones de fe aumentaron la devoción popular a la presencia real. A finales del siglo IX, la Regula Solitarium establecía que los ascetas reclusos debían estar siempre en la presencia de Cristo por su devoción a la Eucaristía.

En el siglo XI, Lanfranco, arzobispo de Canterbury, instituyó una procesión con el Santísimo el Domingo de Ramos. Durante las controversias con Berengario, en los monasterios benedictinos de Bec y Cluny se acostumbraba hacer genuflexión ante el Santísimo Sacramento e incensarlo. En el siglo XII, la regla de los reclusos prescribía: "orientad vuestro pensamiento hacia la sagrada Eucaristía, conservada en el altar mayor, y adoradla diciendo de rodillas: '¡salve, origen de nuestra creación!, ¡salve, precio de nuestra redención!, ¡salve, viático de nuestra peregrinación!, ¡salve, premio esperado y deseado!'".

La devoción individual de orar ante el sagrario tiene su precedente en el monumento del Jueves Santo, mencionado en el Sacramentario Gelasiano. Esta práctica comenzó a generalizarse a principios del siglo XIII. En ese tiempo, los cátaros atacaban ferozmente el Sacramento del Altar, rechazando la Eucaristía por su dualismo doctrinal, que despreciaba el contacto entre lo divino y lo material. Aunque mantenían un rito de fracción del pan, era meramente conmemorativo, ya que para ellos el sacrificio de Cristo carecía de sentido.

Las decisiones del Concilio de Letrán revelan los abusos que la Iglesia debía afrontar. El Anónimo de Perusa describe con claridad los errores: sacerdotes que no renovaban las hostias consagradas a tiempo, permitiendo que se echaran a perder; quienes dejaban caer intencionadamente el cuerpo y la sangre del Señor; o quienes colocaban el santísimo sacramento en lugares inadecuados, e incluso lo dejaban colgado en árboles. También se mencionan sacerdotes que olvidaban la píxide al visitar enfermos y se iban a tabernas, daban la comunión a pecadores públicos y la negaban a personas de buena fama, o celebraban la misa llevando una vida escandalosa.

En respuesta a estas degradaciones, surgieron grandes avances en la devoción eucarística. San Francisco de Asís, en su testamento, pidió a sus hermanos participar de la inmensa veneración que él sentía hacia la Eucaristía y los sacerdotes: "porque en este siglo nada veo corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios, sino su santísimo cuerpo y su santísima sangre, que ellos reciben y solo ellos administran a los demás. Quiero que estos santísimos misterios sean honrados y venerados por encima de todo y colocados en lugares preciosos".

Esta devoción eucarística, tan fuerte en el mundo franciscano, también dejó una huella profunda en la espiritualidad de las clarisas. En La vida de santa Clara, escrita por Tomás de Celano, se relata un milagro eucarístico: asediada Asís por sarracenos, Clara, enferma, pidió ser llevada a la puerta del convento con el cuerpo del santo de los santos en una caja de marfil. Una voz le aseguró: "yo siempre os defenderé", y los enemigos, llenos de pánico, se dispersaron. La iconografía tradicional representa a santa Clara con una custodia en la mano.

En 1208, el Señor se apareció a santa Juliana, abadesa de Mont-Cornillon, inspirándola a instituir una fiesta litúrgica en honor del Santísimo Sacramento. El obispo de Lieja, estableció en 1246 la fiesta del Corpus. Hugo de Saint-Cher extendió la fiesta a Alemania, y en 1264, el papa Urbano IV, antiguo arcediano de Lieja, la extendió a toda la Iglesia latina mediante la bula Transiturus. El Concilio de Vienne, en 1314, renovó esta bula. Para 1324, la fiesta del Corpus se celebraba en todo el mundo cristiano.

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