Son precisamente estas almas santas, que esperaban a su Libertador en el seno de Abraham, a las que Jesucristo liberó cuando descendió a los infiernos. Jesús no bajó a los infiernos para liberar allí a los condenados ni para destruir el infierno de la condenación, sino para liberar a los justos que le habían precedido”. (nº 633) Y más adelante (nº 635): “Cristo, por tanto, bajó a la profundidad de la muerte para que los muertos oigan la voz del Hijo de Dios y los que la oigan vivan. Jesús, el Príncipe de la vida (Hch 3,15), aniquiló mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo y libertó a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud (Hb 2,14-15). En adelante, Cristo resucitado tiene las llaves de la muerte y del Hades (Ap 1,18) y al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos". (Flp 2,10)
El catecismo de Trento, promulgado después del Concilio del mismo nombre, al explicar los lugares donde están detenidas después de la muerte las almas privadas de gloria, enseña que “hay una tercera clase de cavidad, en donde residían las almas de los Santos antes de la venida de Cristo Señor Nuestro, en donde, sin sentir dolor alguno, sostenidos con la esperanza dichosa de la redención, disfrutaban de pacífica morada. A estas almas piadosas que estaban esperando al Salvador en el seno de Abraham, libertó Cristo Nuestro Señor al bajar a los infiernos” (Catecismo de Trento, parte 1, cap. 6, n. 3). A falta de datos escriturísticos es necesario recurrir al pensamiento de los Santos Padres. Éstos han afirmado claramente la existencia del limbo (cf. por ejemplo, San Gregorio Nacianceno, PG 36,385-390; San Agustín, PL 40,275). En general los Padres y teólogos han afirmado la existencia del limbo como lugar y estado de aquellos que habiendo muerto antes de llegar al uso de razón y sin bautismo, y por tanto con pecado original pero sólo con él, son privados de la visión de Dios, que es don gratuito y personal, aunque no sean castigados con penas aflictivas, sino que pueden gozar de una felicidad natural.
“En cuanto a los niños muertos sin Bautismo, la Iglesia sólo puede confiarlos a la misericordia divina, como hace en el rito de las exequias por ellos. En efecto, la gran misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y la ternura de Jesús con los niños, que le hizo decir: Dejad que los niños se acerquen a mí, no se lo impidáis (Mc 10,14), nos permiten confiar en que haya un camino de salvación para los niños que mueren sin el Bautismo. Por esto es más apremiante aún la llamada de la Iglesia a no impedir que los niños pequeños vengan a Cristo por el don del santo Bautismo” (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1261).
La Iglesia no conoce otro medio que el Bautismo para asegurar la entrada en el cielo. Pero también reconoce que la manera en que Dios interviene para la salvación de las almas no queda reducida a los sacramentos. Así por ejemplo, se aplican el Bautismo de sangre o el de deseo. Cristo murió por todos y la vocación de todo hombre es llegar a Dios. Así que la Iglesia confía en que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, de un modo conocido sólo por Dios, se salven. Y confía también en la misericordia divina, que quiere que todos se salven (1 Tm 2, 4) pensando que debe haber un camino de salvación para los niños que mueren sin Bautismo.
El limbo ha acabado en el limbo. Aunque nunca fue definido como dogma, fue una «salida» que encontraron los teólogos para dar respuesta a la pregunta de qué pasaba con los niños muertos sin bautizar. En realidad era una respuesta «piadosa» para evitar a estos inocentes las penas del infierno. Hoy, la teología posterior al Concilio Vaticano II ha encontrado nuevas respuestas más acordes con la idea de un Dios Padre misericordioso. El limbo es una hipótesis teológica que no parece fundada sólidamente en la Revelación. El silencio es una opción bastante sabia también porque el limbo, si se hubiera nombrado, no habría podido ser comparado ni con el paraíso ni con el infierno. Dos condiciones de las que a menudo se habla de una manera analítica y un poco petulante en cierta catequesis popular torpe. El Catecismo parece en cambio sugerir que, al final de la vida terrena, no hay soluciones intermedias entre beatitud y condena.
La idea del limbo para los niños llegó a convertirse en una doctrina católica común, enseñada como tal a los fieles, hasta mediado el siglo XX. Sin embargo, hay que recordarlo, nunca fue declarada como dogma de fe ni como algo definitivo: era una tesis teológica ampliamente difundida. En el siglo XX los teólogos buscaron nuevos caminos para estudiar el tema, especialmente para conciliar la voluntad salvífica de Dios, que también miraría a los niños que mueren, antes o después de nacer, sin haber recibido el bautismo, con la doctrina según la cual sólo a través de la eliminación del pecado original es posible lograr la visión beatífica.
El bautismo sacramental, lo sabemos, es el camino querido por Dios para introducirnos en el mundo de la salvación. ¿Puede Dios actuar su designio salvador a través de otros caminos? ¿Es posible que un niño no bautizado sea librado del pecado original a través de una participación especial en el misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo?