En
este Año de la Fe, vamos a reflexionar juntos sobre el Credo,
la solemne profesión de fe que acompaña nuestras vidas como creyentes. El Credo
comienza así: "Creo en Dios". Es una afirmación fundamental,
aparentemente simple en su esencialidad, que sin embargo abre al mundo infinito
de la relación con el Señor y con su misterio. Creer en Dios implica adhesión a
Dios, acogida de su Palabra y obediencia gozosa a su revelación.
¿Dónde
podemos escuchar a Dios que nos habla? Para ello es fundamental la Sagrada
Escritura, en la que, la Palabra de Dios se hace audible para nosotros y nutre
nuestra vida de "amigos" de Dios. Toda la Biblia narra la revelación
de Dios a la humanidad, toda la Biblia habla de la fe y nos enseña la fe,
narrando una historia en la que Dios lleva a cabo su plan de redención y se
acerca a los hombres, a través de tantas figuras luminosas de personas que
creen en Él y confían en Él, hasta la plenitud de la revelación en el Señor
Jesús.
El capítulo 11 de la Carta a los Hebreos, que habla de la fe y hace relucir las grandes figuras
bíblicas que han vivido la fe, llegando a ser modelo para todos los creyentes: "Ahora bien, la fe es la garantía de
los bienes que se esperan, la plena certeza de las realidades que no se
ven" (11,1), dice el primer versículo. Los ojos de la fe son, por lo
tanto, capaces de ver lo invisible y el corazón del creyente puede esperar más
allá de toda esperanza, al igual que Abraham, del que Pablo dice en la Carta a
los Romanos que "creyó, esperando contra toda esperanza" (4,18).
La
Carta a los Hebreos lo presenta así: "Por
la fe, Abraham, obedeciendo al llamado de Dios, partió hacia el lugar que iba a
recibir en herencia, sin saber a dónde iba. Por la fe, Abraham, obedeciendo al
llamado de Dios, partió hacia el lugar que iba a recibir en herencia, sin saber
a dónde iba. Por la fe, vivió como extranjero en la Tierra prometida, habitando
en carpas, lo mismo que Isaac y Jacob, herederos con él de la misma promesa.
Porque Abraham esperaba aquella ciudad de sólidos cimientos, cuyo arquitecto y
constructor es Dios". (11, 8-10).
El
autor de la Carta a los Hebreos se refiere aquí a la llamada de Abraham,
narrada en el libro del Génesis ¿qué le pide Dios a este gran patriarca? Le
pide que abandone su tierra para ir al país que le mostrará. El Señor dijo a
Abram: «Deja tu tierra natal y la casa de tu padre, y ve al país que yo te
mostraré" (Génesis 12, 1). ¿Cómo habríamos respondido nosotros a una
invitación semejante?
Se
trata, en efecto, de un partir en la oscuridad, sin saber dónde lo conducirá
Dios, es un camino que requiere una obediencia y una confianza radicales, a la
que sólo la fe permite acceder. Pero la oscuridad de lo desconocido está
iluminada por la luz de una promesa; Dios añade a su mando una palabra
tranquilizadora, que le abre a Abraham un futuro de vida en toda su plenitud: "Yo haré de ti una gran nación y te
bendeciré; engrandeceré tu nombre... y por ti se bendecirán todos los pueblos
de la tierra" (Gen 12,2.3).
El
narrador bíblico hace hincapié en esto, aunque muy discretamente: cuando Abraham
llegó al lugar de la promesa de Dios: "los
cananeos ocupaban el país" (Gen 12:6). La tierra que Dios le dona a
Abraham no le pertenece, él es un extranjero y lo seguirá siendo para siempre,
con todo lo que ello conlleva: no tener intenciones de posesión, sentir siempre
la propia pobreza, verlo todo como un don. Ésta es también la condición
espiritual de quien acepta seguir al Señor, de quien decide partir aceptando su
llamada, bajo el signo de su bendición invisible pero poderosa.
La
fe conduce a Abraham a seguir un camino paradójico. Él será bendecido, pero sin
los signos visibles de la bendición: recibe la promesa de formar un gran
pueblo, pero con una vida marcada por la esterilidad de Sara, su esposa; es
llevado a una nueva patria, pero tendrá que vivir como un extranjero; y la
única posesión de la tierra que se le permitirá será el de una parcela de
terreno para enterrar a Sara (cf. Gn 23,1 a 20).
¿Qué
significa esto para nosotros? Cuando decimos: "Yo creo en Dios", decimos, como Abraham: "Confío en ti, me confío a ti,
Señor", pero no como a Alguien a quien se acude sólo en los momentos
de dificultad o al que dedicar algún momento del día o de la semana. Decir "Yo creo en Dios" significa
fundar en Él mi vida, dejar que su Palabra la oriente cada día, en las opciones
concretas sin temor de perder algo de mí mismo.