Una crónica de Alfredo Serra,
especial para INFOBAE
En
octubre de 1972 se embarcaron en un Fokker de la fuerza aérea oriental para
jugar un partido de rugby en Chile. Nada heroico. Una estudiantina. Alumnos de
un colegio católico, cantaban y reían cuando una violento temblor y una
explosión cambió sus vidas en un segundo: el avión se estrelló contra un pico
de roca y hielo, se deslizó centenares de metros como por un fatídico tobogán,
y detuvo su carrera en una inhóspita planicie blanca que sería su hogar, además
de los restos del avión, en los siguientes 72 días y sus noches.
Cuarenta
y cinco pasajeros, veintinueve muertos, dieciséis sobrevivientes alimentados
con carne humana –única chance de soportar el espanto con otro espanto–,
abandonada su búsqueda a las dos semanas, muerta su única radio y librados a su
ingenio como condenados de antemano. Y aterrados, porque hasta aquella carne de
los muertos que por razones religiosas o meramente humanas creyeron sagrada e
intocable, terminó como alimento providencial y salvador. Los trabajos y los
días, el brutal frío nocturno, el silencio infinito, el dolor de haber perdido
gente de su sangre que los acompañó en el viaje, las perpetuas oraciones a Dios
y todos los santos, el sol impío, las tormentas, y cada atroz vuelta de tuerca,
fueron minando sus fuertes cuerpos de rugbiers hasta convertirlos en fantasmas
flacos y despellejados.
Vivos
todavía, pero muertos a corto plazo. Sin embargo, unidos por dos razones –la fe religiosa reforzada en su católico
colegio, y el sentido de pertenencia a su país, Uruguay, y a su alta
clase social–, eligieron, sin conflictos de poder, un líder natural: Fernando Parrado. Y en él
empieza y termina la historia que sigue. No mucho antes de la navidad jugaron
la última carta. Parrado y dos
compañeros, no menos exangües que el resto, treparon por la montaña hacia Chile
con la esperanza de encontrar a otro ser humano que percibiera sus tristes
figuras y sus señas finales. Alcanzaron un valle, y allí vieron a un cansino
arriero chileno que recorría el lugar: una baraja a favor del Destino.
Parrado envolvió un mensaje de pocas
palabras en una piedra, y la arrojó al otro lado de un escuálido río. El
arriero miró el papel pero no pudo leerlo: era analfabeto. Sin embargo, su
astucia de hijo de la Tierra le dictó que algo grave ocurría. Atinó a llevarlo
hasta un retén de carabineros, y pocas horas más tarde un helicóptero del
ejército llegó hasta el Monte Calvario en que yacía el avión como un pájaro
muerto, y los sobrevivientes. El veintidós de diciembre fueron rescatados los
dieciséis y llevados hasta el modesto pueblo de San Fernando. Oyeron misa,
celebraron la Navidad, y durante semanas, meses y años fueron grandes
protagonistas de la prensa y del asombro del mundo.
Un
poco antes de ese gran momento, cuenta entré en la habitación de Fernando Parrado, en el HOTEL SHERATON local. Me presenté y me
reconoció: era lector de la revista GENTE,
y mi nombre y mis notas eran parte de su vida, me dijo. Arriesgué la pregunta
inevitable, y me confesó la única verdad posible: sí, comieron carne humana. En su caso, aun peor: su madre y su hermana
murieron en el desastre. Me enfrenté, entonces, al peor momento de un
periodista: disponer de una primicia macabra, y oír su ruego: "No lo publiques, por favor. Nosotros
no vamos a ocultarlo, pero queremos decirlo en nuestro colegio, ante nuestros
maestros y la prensa mundial, explicando que fue la más terrible e inevitable
de las decisiones, tomada después de dramáticas charlas, porque no todos
nuestros compañeros comprendían que en Los Andes, a más de veinte grados bajo
cero, era imposible sobrevivir sin proteínas".
No
dudé: entre la primicia y la actitud moral, callé. Porque un periodista no es un verdugo. Y si lo es, pasa al bando de los canallas. Estuve
en Montevideo, en aquella escuela (Stella Maris), tomé nota de la declaración
como si la oyera por primera vez, y esa noche, después de enviar mi nota por
télex -sistema que hoy haría reír a los jóvenes que ya nacen cibernéticos-,
dormí en mi hotel el sueño de los justos. La acción tres meses más tarde, en la
redacción de GENTE. Samuel Gelbung,
a la sazón mi jefe, empezó a tironearse mechones de pelo: su invariable tic
cuando pensaba alguna nota extraordinaria que hiciera llorar al país, como
decía antes de encargarla.
Directo,
me dijo: "Pingüirama –así me
llamaba–, hay una sola nota de los uruguayos que falta, y que a nadie se le
ocurrió. Hay que llegar al avión, meterse, y contar desde allí lo que pudieron
sentir los dieciséis a lo largo de setenta y dos días. Andá a Mendoza, averiguá
cómo llegar, y hacéla". Fui al punto más cercano: Malargüe. Bajé
(bajamos con mi compañero, el fotógrafo Eduardo
Frías), averigüé, contraté a dos arrieros chilenos, compré ropa y víveres
sin medida, y una mañana, con veintidós grados bajo cero, los arrieros,
nosotros, y dos caballos de refuerzo, partimos desde un rancho nada lejos de
las estribaciones de la montaña.
Tres
días y tres noches a caballo. Para mí, debut: la primera y única monta de mi
vida eran los petisos que, de niño, por centavos, me paseaban por dos vueltas a
la manzana… De día, cabalgata a paso medio. De noche, dormir sobre el hielo
tapados con gruesos y negros ponchos chilenos. Y de pronto, una mañana, detrás
de un mar de penitentes de hielo de aguzadas puntas, ¡el avión! Los caballos
claudicaron, y debimos avanzar trescientos metros a pie. Caí agotado, me
deshidraté, pero rompí algunas puntas de hielo con mi guante de cuero, las
chupé como si fueran un delicioso helado, me recuperé, y alcancé la meta.
Nada
quedaba de la tragedia y de la épica de los uruguayos. Nada, salvo el esqueleto
del avión, como un pájaro o un insecto gigante y desarbolado, la montaña por la
que trepó Fernando Parrado en la última excursión, un infinito manto de nieve,
y un silencio más profundo que el del espacio exterior, sus soles, sus
estrellas, sus supernovas. Entramos a las entrañas del cadáver, pasamos allí el
resto del día y la interminable noche, y al mediodía siguiente nos envolvió una
vorágine de viento y nieve que laceraba nuestras caras y hacía desaparecer todo
punto de referencia, como si estuviéramos en un planeta desconocido. Los
chilenos no vacilaron. "Es la
última tormenta de la temporada. Si no nos vamos ahora, la cosa se va a poner
muy difícil. Monten y arranquemos. No hay tiempo que perder".
Caminé
hacia mi dócil caballo, que marchaba de memoria. Puse mi pie izquierdo en el
estribo, y antes de saltarle al lomo, descubrí, en el vasto campo blanco casi
borroso por la ventisca, una tenue línea verde. Volví sobre mis pasos, cavé
unos centímetros, y rescaté un porta documentos de plástico. Sin tiempo para
averiguar de qué se trataba, qué hacía allí en ese desierto blanco, lo metí en
mi bolso, y empezamos a cabalgar. Llegamos al rancho de la partida un día
después, sin descanso. Ya de noche, en el hotel de turismo de Malargüe y luego
de una ducha casi hirviente, en la cama, lo abrí. Eran los documentos de Fernando Parrado: su cédula de
identidad y su carnet del Automóvil Club Uruguayo. Ómnibus
hasta Mendoza, avión hasta Buenos Aires. Ya en la redacción, llamé a Fernando
por teléfono.
-Hola,
Alfredo.
-Fernando,
vengo del avión.
-¿Cómo?
-Sí,
llegamos al avión con un fotógrafo y dos arrieros.
-¿Están
locos?
-Casi…
Pero tengo algo para vos.
-¿Qué?
-¡Encontré
tus documentos!
-El
frío te hizo mal… Estás delirando.
-No.
Los tengo en la mano -y los describí-.
-¿Están
los dólares?
-No.
¿Qué dólares?
-Meté
la mano en uno de los bolsillos. Tiene que haber ciento cincuenta dólares.
-(Después
de rebuscar) Sí, aquí están. Vení a buscarlos cuando quieras.
Viajó
dos días después, y la entrega fue una ceremonia en la redacción de GENTE. Fotos, comentarios, abrazos.
Había un billete de cien y cinco de diez. El último de diez, sin consultarnos,
lo partimos por la mitad, como un amuleto. En adelante, Fernando viajó por todo el mundo, invitado a dar conferencias sobre
supervivencia ante notorios empresarios, y yo a París, Roma, El Cairo, Líbano,
La Habana, el Tren Transiberiano (Moscú a Vladivostok), Liberia, Alto Volta
-hoy Burkina Faso-, Kenia, etcétera. Pero aquellas dos mitades, hasta hoy,
siguen –dormidas pero vivas y protectoras– entre nuestros pasaportes. En mi
caso, en el instante del despegue, la acaricio entre el índice y el pulgar.
Nunca le pregunté, pero creo que Fernando
cumple el mismo rito.
(Post
scriptum: desde entonces, como un homenaje a mi silencio que acaso no merezco, Carlitos Páez Vilaró, hijo del gran
artista que ya dejó este mundo, me bautizó "El
17": la mejor medalla que me
hayan conferido en más de medio siglo de periodismo).
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