Cada vez que el cantante Steve Tyrell se preguntó donde asistió a la universidad, él responde "Universidad Bacharach." Esto se debe a Tyrell trabajó codo a codo con los compositores famosos como Burt Bacharach y Hal David durante los primeros 10 años de su carrera. Tyrell rinde homenaje a su antiguo colaborador con una colección de Bacharach-David. Es el álbum que Steve Tyrell había soñado pero nunca pensó que tardaría seis años en completarse. También nunca imaginó que su esposa Stephanie, compositora y productora, que se le diagnosticó cáncer y se quitó la vida en 2003. Steve Tyrell ha tenido una ilustre carrera en solitario, comenzando con su primera colección de estándares en 1999. Sus créditos van desde bandas sonoras de películas a un disco tributo a Frank Sinatra.
miércoles, 25 de junio de 2014
Steve Tyrell – Back To Bacharach
Todo cantante tiene un disco que está destinado a hacer, un disco que esté anegado de la sensibilidad e historia, el resto es puramente el destino. Para Steve Tyrell, ese álbum es Back to Bacharach, con una colección personal de canciones del piano de Burt Bacharach y la pluma de Hal David. El piano de Bacharach se adhiere a todo lo que brindan las apariciones de super estrellas como: Rod Stewart, James Taylor, Martina McBride y Dionne Warwick junto a Tyrell.
Cada vez que el cantante Steve Tyrell se preguntó donde asistió a la universidad, él responde "Universidad Bacharach." Esto se debe a Tyrell trabajó codo a codo con los compositores famosos como Burt Bacharach y Hal David durante los primeros 10 años de su carrera. Tyrell rinde homenaje a su antiguo colaborador con una colección de Bacharach-David. Es el álbum que Steve Tyrell había soñado pero nunca pensó que tardaría seis años en completarse. También nunca imaginó que su esposa Stephanie, compositora y productora, que se le diagnosticó cáncer y se quitó la vida en 2003. Steve Tyrell ha tenido una ilustre carrera en solitario, comenzando con su primera colección de estándares en 1999. Sus créditos van desde bandas sonoras de películas a un disco tributo a Frank Sinatra.
Cada vez que el cantante Steve Tyrell se preguntó donde asistió a la universidad, él responde "Universidad Bacharach." Esto se debe a Tyrell trabajó codo a codo con los compositores famosos como Burt Bacharach y Hal David durante los primeros 10 años de su carrera. Tyrell rinde homenaje a su antiguo colaborador con una colección de Bacharach-David. Es el álbum que Steve Tyrell había soñado pero nunca pensó que tardaría seis años en completarse. También nunca imaginó que su esposa Stephanie, compositora y productora, que se le diagnosticó cáncer y se quitó la vida en 2003. Steve Tyrell ha tenido una ilustre carrera en solitario, comenzando con su primera colección de estándares en 1999. Sus créditos van desde bandas sonoras de películas a un disco tributo a Frank Sinatra.
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Evangelización del Brasil - Segunda Parte
El primer modo de presencia portuguesa en este mundo indígena innumerable fueron, hacia 1515, las factorías -Porto Seguro, Itamaracá, Iguaraçu y San Vicente-. En ellas los comerciantes, con la debida licencia de la Casa da India y bajo ciertas condiciones, establecían por su cuenta y riesgo enclaves en la costa. Las factorías fueron un fracaso, pues apenas resultaban rentables y no tenían intención colonizadora, de modo que Juan III decidió sustituirlas por Capitanías. En 1530 se estableció, con amplísimos poderes, el primer Capitán, en la persona de Martim Afonso de Souza. Bajo su autoridad, y por medio de «cartas donatarias», se establecieron capitanías hereditarias, en las que un hidalgo, a modo de señor feudal, y con derechos y deberes bien determinados, gobernaba una región, sin recibir de la Corona más ayudas que la militar.
También este sistema resultó un fracaso por múltiples causas, y el rey estableció en 1549 un Gobierno General, en la persona de Tomé de Souza, bajo el cual una organización de funcionarios públicos vendría a suplir la red incipiente de autoridades particulares. Sin embargo, las antiguas divisiones territoriales se mantuvieron, y aquellos capitanes concesionarios que habían tenido algún éxito en su gestión retuvieron sus prerrogativas. Cuando la España de Felipe II conquistó pacíficamente Portugal, se estableció en 1580 un dominio hispano sobre el Brasil, que duró hasta 1640, año en que se restauró el régimen portugués.
A diferencia de España, que estableció muy pronto poblaciones en el interior de sus dominios americanos -lo que fue decisivo para la conversión de los pueblos indígenas-, Portugal, que era un pequeño país de un millón doscientos mil habitantes, y que se encontraba al frente de un imperio inmenso, extendido por Africa, India, Extremo-Oriente y ahora Brasil, apenas pudo hacer otra cosa que establecer una cadena de enclaves en las costas. Pero esto limitó mucho a los comienzos las posibilidades de la misión. Todo esto explica que, en comparación a la América española -que en siglo y medio, para mediados del XVII, tenía ya varias decenas de obispados, miles de iglesias, y que había celebrado varios Concilios-, la Iglesia en Brasil fue desarrollándose en modo mucho más lento y en proporciones infinitamente más modestas.
Así, por ejemplo, hasta 1676 no hubo en Brasil otro obispado que el de Bahía, fundado en 1551. La actividad misionera en Brasil, después de la visita de franciscanos en 1503, se inició propiamente cuando en 1516 llegaron dos franciscanos a Porto Seguro, y otros dos a San Vicente (1530). A estas pequeñas expediciones se unieron varias otras a lo largo del XVI. Pero sin duda alguna, fue la Compañía de Jesús, desde su llegada al Brasil en 1549, la fuerza evangelizadora más importante. En efecto, con el gobernador Tomé de Souza llegaron seis jesuitas, entre ellos el padre Manuel de Nóbrega, y el navarro Juan de Azpilicueta, primo de San Francisco de Javier.
Ya en 1553 pudo establecer San Ignacio en el Brasil la sexta provincia de la Compañía, nombrando provincial al padre Nóbrega, gran misionero. En esta provincia brasileña, a lo largo de los años, hubo jesuitas insignes, como el beato José de Anchieta, Cristóbal de Acuña, el brasileño Antonio Vieira o Samuel Fritz. Los carmelitas llegaron al Brasil en 1580, y en dos decenios se establecieron en Olinda, Bahía, Santos, Río, Sao Paulo y Paraíba. Los benedictinos, que arribaron en 1581, fundaron su primer monasterio en Bahía, y antes de terminar el siglo también se establecieron en Río, Olinda, Paraíba y Sao Paulo. Capuchinos y mercedarios contribuyeron también a la primera evangelización del Brasil.
Entre aquellos cientos de tribus -casi siempre hostiles, de lenguas diversas, y dispersas en zonas inmensas, difícilmente penetrables-, apenas era posible una acción evangelizadora si no se conseguía previamente una reducción y pacificación de los indios. Por eso el sistema de aldeias misionales o reducciones fue generalmente seguido por los misioneros, e incluso exigido por la ley portuguesa. Eso explica que a los misioneros del Brasil correspondió siempre no sólo la evangelización, sino también la pacificación y organización de los indios, así como su educación y defensa. Ellos, en medio de unas circunstancias extraordinariamente difíciles, desarrollaron una actividad heroica, bastante semejante a la que hubieron de realizar los misioneros del norte de América para evangelizar a los pieles rojas. La historia dura y gloriosa de las misiones brasileñas, inseparablemente unida a la aventura agónica de la conquista de la frontera, se desarrolló en cuatro zonas diversas: sur, centro, nordeste y Amazonas.
También este sistema resultó un fracaso por múltiples causas, y el rey estableció en 1549 un Gobierno General, en la persona de Tomé de Souza, bajo el cual una organización de funcionarios públicos vendría a suplir la red incipiente de autoridades particulares. Sin embargo, las antiguas divisiones territoriales se mantuvieron, y aquellos capitanes concesionarios que habían tenido algún éxito en su gestión retuvieron sus prerrogativas. Cuando la España de Felipe II conquistó pacíficamente Portugal, se estableció en 1580 un dominio hispano sobre el Brasil, que duró hasta 1640, año en que se restauró el régimen portugués.
A diferencia de España, que estableció muy pronto poblaciones en el interior de sus dominios americanos -lo que fue decisivo para la conversión de los pueblos indígenas-, Portugal, que era un pequeño país de un millón doscientos mil habitantes, y que se encontraba al frente de un imperio inmenso, extendido por Africa, India, Extremo-Oriente y ahora Brasil, apenas pudo hacer otra cosa que establecer una cadena de enclaves en las costas. Pero esto limitó mucho a los comienzos las posibilidades de la misión. Todo esto explica que, en comparación a la América española -que en siglo y medio, para mediados del XVII, tenía ya varias decenas de obispados, miles de iglesias, y que había celebrado varios Concilios-, la Iglesia en Brasil fue desarrollándose en modo mucho más lento y en proporciones infinitamente más modestas.
Así, por ejemplo, hasta 1676 no hubo en Brasil otro obispado que el de Bahía, fundado en 1551. La actividad misionera en Brasil, después de la visita de franciscanos en 1503, se inició propiamente cuando en 1516 llegaron dos franciscanos a Porto Seguro, y otros dos a San Vicente (1530). A estas pequeñas expediciones se unieron varias otras a lo largo del XVI. Pero sin duda alguna, fue la Compañía de Jesús, desde su llegada al Brasil en 1549, la fuerza evangelizadora más importante. En efecto, con el gobernador Tomé de Souza llegaron seis jesuitas, entre ellos el padre Manuel de Nóbrega, y el navarro Juan de Azpilicueta, primo de San Francisco de Javier.
Ya en 1553 pudo establecer San Ignacio en el Brasil la sexta provincia de la Compañía, nombrando provincial al padre Nóbrega, gran misionero. En esta provincia brasileña, a lo largo de los años, hubo jesuitas insignes, como el beato José de Anchieta, Cristóbal de Acuña, el brasileño Antonio Vieira o Samuel Fritz. Los carmelitas llegaron al Brasil en 1580, y en dos decenios se establecieron en Olinda, Bahía, Santos, Río, Sao Paulo y Paraíba. Los benedictinos, que arribaron en 1581, fundaron su primer monasterio en Bahía, y antes de terminar el siglo también se establecieron en Río, Olinda, Paraíba y Sao Paulo. Capuchinos y mercedarios contribuyeron también a la primera evangelización del Brasil.
Entre aquellos cientos de tribus -casi siempre hostiles, de lenguas diversas, y dispersas en zonas inmensas, difícilmente penetrables-, apenas era posible una acción evangelizadora si no se conseguía previamente una reducción y pacificación de los indios. Por eso el sistema de aldeias misionales o reducciones fue generalmente seguido por los misioneros, e incluso exigido por la ley portuguesa. Eso explica que a los misioneros del Brasil correspondió siempre no sólo la evangelización, sino también la pacificación y organización de los indios, así como su educación y defensa. Ellos, en medio de unas circunstancias extraordinariamente difíciles, desarrollaron una actividad heroica, bastante semejante a la que hubieron de realizar los misioneros del norte de América para evangelizar a los pieles rojas. La historia dura y gloriosa de las misiones brasileñas, inseparablemente unida a la aventura agónica de la conquista de la frontera, se desarrolló en cuatro zonas diversas: sur, centro, nordeste y Amazonas.
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Los Dones del Espíritu Santo y el camino hacia la santidad - Tercera Parte
La ciencia de lo divino
Los dones de temor y piedad han introducido ya al cristiano por caminos de oración y de intimidad con Dios, de lucha interior y de ejercicio de las virtudes. Pero el cristiano es un “viador”, un ser que vive en el mundo, que recorre su camino hacia Dios en un contexto personal, familiar, social, profesional y cultural determinado; incluso en el caso de los que, siguiendo una peculiar vocación divina, renuncian a determinados aspectos de esa vida en el mundo, para testimoniar ante todos la grandeza de los dones divinos y de Dios mismo. Esa condición personal de cada uno y su posición en el mundo es asumida y querida por Dios, o incluso propuesta expresamente por El con una llamada específica, como elemento decisivo de su camino de santidad; una vez liberada, desde luego, de sus condicionamientos pecaminosos, con la ayuda del don de temor, y orientada hacia el amor divino, con la ayuda del don de piedad. Para ayudarnos a desenvolvernos cristianamente en ese entorno, nos ofrece el Espíritu Santo el don de ciencia.
En efecto, con la fe, el cristiano no sólo conoce a Dios mismo y sus misterios, sino que se adentra en todo lo relacionado con Dios, y en particular, sobre todo, en la realidad del mismo ser humano y del mundo visto a la luz de su relación con la Trinidad. La fe es un foco poderoso que ilumina hasta los rincones más ocultos de la vida humana, desvelando sus dimensiones más profundas y, por tanto, también más humanas, pues sólo en Cristo, Dios y Hombre verdadero, se encuentra la plenitud de sentido del hombre y del mundo. La luz de la fe es muy poderosa, pero en una paradoja misteriosa, es a la vez oscura, pues no se apoya en la visión, la evidencia o el razonamiento, sino en la aceptación libre y confiada de la Palabra de Dios, en una adhesión personal a la misma Palabra encarnada, Jesucristo. En la vida eterna sí alcanzaremos la visión del mismo Dios, y en él comprenderemos también los misterios del hombre y del mundo; pero como un anticipo de esa luz definitiva, el Espíritu Santo, Espíritu de Verdad, nos da nuevas luces que permiten, por decirlo así, ampliar la potencia luminosa de la fe.
Una de ellas es el don de ciencia, que distinguimos de los de entendimiento y sabiduría, y consideramos inferior, porque su fin no es iluminarnos sobre Dios mismo, sino precisamente sobre el hombre y el mundo. Así lo explica Santo Tomás de Aquino: “Dos cosas se requieren de nuestra parte respecto de las verdades que se nos proponen parar creer. Primera, que sean penetradas y captadas por el entendimiento, y es lo que compete al don de entendimiento. Segunda, que el hombre forme sobre ellas un juicio recto, que ordene a la adhesión a las mismas y la repulsa de los errores opuestos. Este juicio corresponde al don de sabiduría cuando se refiere a las cosas divinas; al don de ciencia, si versa sobre las cosas creadas, y al don de consejo, cuando considera su aplicación a las acciones singulares”. El don de ciencia es como un foco de luz divina vuelto hacia la tierra. Con su ayuda, el cristiano adquiere una mayor docilidad a la acción del Espíritu Santo en sus inspiraciones y mociones respecto a las cosas creadas.
Es decir, por una parte, profundiza en el conocimiento de esas dimensiones más profundas, divinas, que la fe le ha descubierto en sí mismo y en cuanto le rodea; por otra, le permite transformar cualquier actividad humana en algo santo y santificante, en la medida, precisamente, de esa profundización y de cómo deja penetrar al Espíritu divino con docilidad en todo lo que hace, para que El grave su impronta sobrenatural. No se trata de una ciencia infusa, que sería más bien un don extraordinario de Dios. Es decir, el don de ciencia no nos permite saber más matemáticas, biología, historia o antropología; sino que ilumina esas y otras ciencias humanas, y cualquier arte, oficio o actividad, hasta hacernos comprender y asimilar su sentido último en Dios, y ayudarnos a unir nuestro propio ser al divino en el desempeño mismo de esas ciencias, trabajos y acciones. Digámoslo con las palabras de uno de los más importantes difusores de este afán de divinización de las realidades terrenas, San Josemaría Escrivá: “Nuestra fe nos enseña que la creación entera, el movimiento de la tierra y el de los astros, las acciones rectas de las criaturas y cuanto hay de positivo en el sucederse de la historia, todo, en una palabra, ha venido de Dios y a Dios se ordena. La acción del Espíritu Santo puede pasarnos inadvertida, porque Dios no nos da a conocer sus planes y porque el pecado del hombre enturbia y oscurece los dones divinos.
Pero la fe nos recuerda que el Señor obra constantemente: es Él quien nos ha creado y nos mantiene en el ser; quien, con su gracia, conduce la creación entera hacia la libertad de la gloria de los hijos de Dios”. El don de ciencia nos parece, pues, un don clave en la solución -práctica y teórica- al problema clásico de las relaciones entre acción y contemplación, entre Marta y María; o expresado de otra forma, en la consecución de la necesaria unidad de vida que permita al cristiano no sólo alejar el pecado de su vida, y ser piadoso con Dios en los momentos dedicados expresamente a Él, sino orientar todo su quehacer a la Trinidad, hacer de todas sus acciones una profunda manifestación de amor. Para esto resulta necesario, sin duda, alcanzar una mínima purificación del alma y un cierto hábito de oración. De ahí que, aunque el don de ciencia actúa desde el momento mismo en que la fe y la gracia se asientan en el alma, empieza a dar sus mejores frutos cuando los dones de temor de Dios y piedad han preparado ya al cristiano para entrar en sintonía con Dios. Además, el propio don de ciencia ayuda a purificar el alma, al enseñarle a distinguir lo bueno y lo malo en su vida y en el mundo que le rodea.
Así lo explica San Buenaventura: “Se dice la ciencia gratuita ciencia de los santos, porque no tiene mezclado nada de viciosidad, nada de carnalidad, nada de curiosidad, nada de vanidad (…) El que tiene la ciencia para discernir lo santo y lo profano, debe abstenerse de todo lo que puede embriagar, esto es, de toda delectación superflua en la criatura; ésta es el vino que embriaga. Si uno, ya por vanidad, ya por curiosidad, ya por carnalidad, se inclina a la delectación superflua, que es en la criatura, no tiene la ciencia de los santos”. Son abundantes las manifestaciones del don de ciencia en la vida de Jesucristo. Más aún, toda su vida, desde los nueve meses en el seno de su Madre hasta su Ascensión a los cielos, viene a constituir un completísimo “tratado” de esta ciencia de la presencia de lo divino en lo humano y de la santificación de las realidades terrenas. Destaquemos en particular los panoramas que abren el comportamiento de Cristo y el don de ciencia en los ámbitos más corrientes y comunes de la vida humana: la familia, el trabajo, el trato con los demás, el descanso y la diversión, la cultura, la vida social, económica y política, etc.
Por ese mismo camino nos conduce la “ciencia” de la vida corriente de María, como mujer, esposa, madre, ama de casa, etc. Así lo expresa la Beata Isabel de la Trinidad: “¡Con qué paz, con qué recogimiento se sometía y se entregaba María a todas
las cosas! Hasta las más vulgares quedaban divinizadas en Ella, pues la Virgen permanecía siendo la adoradora del don de Dios en todos sus actos”.
Extractado del artículo publicado en “Scripta Theologica” 30 (1998/2), 531-557), por Padre Javier Sesé. Facultad de Teología. Universidad de Navarra.
Los dones de temor y piedad han introducido ya al cristiano por caminos de oración y de intimidad con Dios, de lucha interior y de ejercicio de las virtudes. Pero el cristiano es un “viador”, un ser que vive en el mundo, que recorre su camino hacia Dios en un contexto personal, familiar, social, profesional y cultural determinado; incluso en el caso de los que, siguiendo una peculiar vocación divina, renuncian a determinados aspectos de esa vida en el mundo, para testimoniar ante todos la grandeza de los dones divinos y de Dios mismo. Esa condición personal de cada uno y su posición en el mundo es asumida y querida por Dios, o incluso propuesta expresamente por El con una llamada específica, como elemento decisivo de su camino de santidad; una vez liberada, desde luego, de sus condicionamientos pecaminosos, con la ayuda del don de temor, y orientada hacia el amor divino, con la ayuda del don de piedad. Para ayudarnos a desenvolvernos cristianamente en ese entorno, nos ofrece el Espíritu Santo el don de ciencia.
En efecto, con la fe, el cristiano no sólo conoce a Dios mismo y sus misterios, sino que se adentra en todo lo relacionado con Dios, y en particular, sobre todo, en la realidad del mismo ser humano y del mundo visto a la luz de su relación con la Trinidad. La fe es un foco poderoso que ilumina hasta los rincones más ocultos de la vida humana, desvelando sus dimensiones más profundas y, por tanto, también más humanas, pues sólo en Cristo, Dios y Hombre verdadero, se encuentra la plenitud de sentido del hombre y del mundo. La luz de la fe es muy poderosa, pero en una paradoja misteriosa, es a la vez oscura, pues no se apoya en la visión, la evidencia o el razonamiento, sino en la aceptación libre y confiada de la Palabra de Dios, en una adhesión personal a la misma Palabra encarnada, Jesucristo. En la vida eterna sí alcanzaremos la visión del mismo Dios, y en él comprenderemos también los misterios del hombre y del mundo; pero como un anticipo de esa luz definitiva, el Espíritu Santo, Espíritu de Verdad, nos da nuevas luces que permiten, por decirlo así, ampliar la potencia luminosa de la fe.
Una de ellas es el don de ciencia, que distinguimos de los de entendimiento y sabiduría, y consideramos inferior, porque su fin no es iluminarnos sobre Dios mismo, sino precisamente sobre el hombre y el mundo. Así lo explica Santo Tomás de Aquino: “Dos cosas se requieren de nuestra parte respecto de las verdades que se nos proponen parar creer. Primera, que sean penetradas y captadas por el entendimiento, y es lo que compete al don de entendimiento. Segunda, que el hombre forme sobre ellas un juicio recto, que ordene a la adhesión a las mismas y la repulsa de los errores opuestos. Este juicio corresponde al don de sabiduría cuando se refiere a las cosas divinas; al don de ciencia, si versa sobre las cosas creadas, y al don de consejo, cuando considera su aplicación a las acciones singulares”. El don de ciencia es como un foco de luz divina vuelto hacia la tierra. Con su ayuda, el cristiano adquiere una mayor docilidad a la acción del Espíritu Santo en sus inspiraciones y mociones respecto a las cosas creadas.
Es decir, por una parte, profundiza en el conocimiento de esas dimensiones más profundas, divinas, que la fe le ha descubierto en sí mismo y en cuanto le rodea; por otra, le permite transformar cualquier actividad humana en algo santo y santificante, en la medida, precisamente, de esa profundización y de cómo deja penetrar al Espíritu divino con docilidad en todo lo que hace, para que El grave su impronta sobrenatural. No se trata de una ciencia infusa, que sería más bien un don extraordinario de Dios. Es decir, el don de ciencia no nos permite saber más matemáticas, biología, historia o antropología; sino que ilumina esas y otras ciencias humanas, y cualquier arte, oficio o actividad, hasta hacernos comprender y asimilar su sentido último en Dios, y ayudarnos a unir nuestro propio ser al divino en el desempeño mismo de esas ciencias, trabajos y acciones. Digámoslo con las palabras de uno de los más importantes difusores de este afán de divinización de las realidades terrenas, San Josemaría Escrivá: “Nuestra fe nos enseña que la creación entera, el movimiento de la tierra y el de los astros, las acciones rectas de las criaturas y cuanto hay de positivo en el sucederse de la historia, todo, en una palabra, ha venido de Dios y a Dios se ordena. La acción del Espíritu Santo puede pasarnos inadvertida, porque Dios no nos da a conocer sus planes y porque el pecado del hombre enturbia y oscurece los dones divinos.
Pero la fe nos recuerda que el Señor obra constantemente: es Él quien nos ha creado y nos mantiene en el ser; quien, con su gracia, conduce la creación entera hacia la libertad de la gloria de los hijos de Dios”. El don de ciencia nos parece, pues, un don clave en la solución -práctica y teórica- al problema clásico de las relaciones entre acción y contemplación, entre Marta y María; o expresado de otra forma, en la consecución de la necesaria unidad de vida que permita al cristiano no sólo alejar el pecado de su vida, y ser piadoso con Dios en los momentos dedicados expresamente a Él, sino orientar todo su quehacer a la Trinidad, hacer de todas sus acciones una profunda manifestación de amor. Para esto resulta necesario, sin duda, alcanzar una mínima purificación del alma y un cierto hábito de oración. De ahí que, aunque el don de ciencia actúa desde el momento mismo en que la fe y la gracia se asientan en el alma, empieza a dar sus mejores frutos cuando los dones de temor de Dios y piedad han preparado ya al cristiano para entrar en sintonía con Dios. Además, el propio don de ciencia ayuda a purificar el alma, al enseñarle a distinguir lo bueno y lo malo en su vida y en el mundo que le rodea.
Así lo explica San Buenaventura: “Se dice la ciencia gratuita ciencia de los santos, porque no tiene mezclado nada de viciosidad, nada de carnalidad, nada de curiosidad, nada de vanidad (…) El que tiene la ciencia para discernir lo santo y lo profano, debe abstenerse de todo lo que puede embriagar, esto es, de toda delectación superflua en la criatura; ésta es el vino que embriaga. Si uno, ya por vanidad, ya por curiosidad, ya por carnalidad, se inclina a la delectación superflua, que es en la criatura, no tiene la ciencia de los santos”. Son abundantes las manifestaciones del don de ciencia en la vida de Jesucristo. Más aún, toda su vida, desde los nueve meses en el seno de su Madre hasta su Ascensión a los cielos, viene a constituir un completísimo “tratado” de esta ciencia de la presencia de lo divino en lo humano y de la santificación de las realidades terrenas. Destaquemos en particular los panoramas que abren el comportamiento de Cristo y el don de ciencia en los ámbitos más corrientes y comunes de la vida humana: la familia, el trabajo, el trato con los demás, el descanso y la diversión, la cultura, la vida social, económica y política, etc.
Por ese mismo camino nos conduce la “ciencia” de la vida corriente de María, como mujer, esposa, madre, ama de casa, etc. Así lo expresa la Beata Isabel de la Trinidad: “¡Con qué paz, con qué recogimiento se sometía y se entregaba María a todas
las cosas! Hasta las más vulgares quedaban divinizadas en Ella, pues la Virgen permanecía siendo la adoradora del don de Dios en todos sus actos”.
Extractado del artículo publicado en “Scripta Theologica” 30 (1998/2), 531-557), por Padre Javier Sesé. Facultad de Teología. Universidad de Navarra.
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Primera Guerra Mundial
La Primera Guerra Mundial fue un conflicto armado a escala mundial desarrollado entre 1914 y 1918. Originado en Europa, se transformó en el primero en cubrir más de la mitad del planeta. Fue entonces el primer conflicto más sangriento de la historia, resultando en aproximadamente la mitad de bajas que en la Rebelión Taiping. Antes de la Segunda Guerra Mundial, esta guerra solía llamarse la Gran Guerra o la Guerra de Guerras. A finales del siglo XIX, Inglaterra dominaba el mundo tecnológica, financiera, económica y sobre todo políticamente: La repartición de África (a excepción de Liberia y Etiopía) y Asia Meridional, así como el gradual aumento de la presencia europea en China. Por otra parte, Estados Unidos y en menor medida el Imperio ruso controlaban eficientemente sus vastos territorios que conformaban las dos principales potencias, coloniales, se enfrentaron en 1898 y 1899 en el denominado incidente de Fachoda, pero el rápido ascenso del Imperio alemán hizo que los dos países se unieran a través de la Entente cordiale. Alemania, que no poseía casi ninguna colonia, empezó a pretender algunas a la par de su ascenso en la política internacional después de su unificación en 1871.
Además, Francia deseaba obtener la revancha del fracaso sufrido frente a los estados alemanes en la Guerra Franco-prusiana de 1870, tras la cual, el Canciller Otto Von Bismarck había proclamado el Imperio en el Palacio de Versalles, lo que significó una ofensa para los franceses, quienes después de las reformas de Jules Ferry alentaban a los niños de las escuelas a colorear Alsacia y Lorena en negro sobre el mapa de Francia. Acciones similares contribuyeron a que esta generación creciera con la idea de vengar la afrenta recuperando estos territorios que Francia había cedido a Alemania tras la guerra Franco-prusiana en 1871. Por ello en 1914 sólo hubo un 1% de desertores en el ejército francés, en comparación con el 30% de 1870. Mientras tanto, los países de los Balcanes liberados del Imperio Otomano (el «enfermo de Europa») fueron objeto de rivalidad entre las grandes potencias. El Imperio Otomano, que se hundía lentamente, no poseía en Europa, a la víspera de la guerra, más que Estambul. Todos los jóvenes países nacidos de su descomposición (Grecia, Bulgaria, Rumania, Serbia, Montenegro y Albania), buscaron expandirse a costa de sus vecinos.
Impulsados por esta situación, los dos enemigos seculares del Imperio Otomano continuaron su política tradicional. El Imperio Austrohúngaro deseaba proseguir su expansión en el valle del Danubio hasta el mar Negro. El Imperio ruso, que estaba ligado histórica y culturalmente a los eslavos de los Balcanes, de confesión ortodoxa y que les brindó su apoyo ya en el pasado, dispuso en ellos de aliados naturales en su política de conquista de un acceso al «mar caliente» (pasando por el control de los estrechos).
Evidentemente, estas dos políticas entre una potencia católica y una ortodoxa provocaron enfrentamientos (los dos imperios poseían, además, un águila bicéfala como emblema). La guerra comenzó como un enfrentamiento entre el Imperio Austrohúngaro y Serbia, pero Rusia se unió al conflicto, pues se consideraba protectora de todos los países eslávicos. Tras la declaración de guerra austrohúngara a Rusia el 1 de agosto de 1914, el conflicto se transformó en un enfrentamiento militar a escala europea. Finalmente se incrementaron las hostilidades hasta convertirse en una guerra mundial en la que participaron 32 países, 28 de ellos denominados «Aliados», y entre los que se encontraban Francia, los Imperios Británico y Ruso, Canadá, Estados Unidos, así como Italia que había abandonado la Triple Alianza. El evento detonante fue el asesinato del archiduque Francisco Fernando, heredero del trono del Imperio Austrohúngaro, y su esposa, Sofía Chotek, en Sarajevo el 28 de junio de 1914 a manos del joven estudiante nacionalista serbio Gavrilo Princip.
Además, Francia deseaba obtener la revancha del fracaso sufrido frente a los estados alemanes en la Guerra Franco-prusiana de 1870, tras la cual, el Canciller Otto Von Bismarck había proclamado el Imperio en el Palacio de Versalles, lo que significó una ofensa para los franceses, quienes después de las reformas de Jules Ferry alentaban a los niños de las escuelas a colorear Alsacia y Lorena en negro sobre el mapa de Francia. Acciones similares contribuyeron a que esta generación creciera con la idea de vengar la afrenta recuperando estos territorios que Francia había cedido a Alemania tras la guerra Franco-prusiana en 1871. Por ello en 1914 sólo hubo un 1% de desertores en el ejército francés, en comparación con el 30% de 1870. Mientras tanto, los países de los Balcanes liberados del Imperio Otomano (el «enfermo de Europa») fueron objeto de rivalidad entre las grandes potencias. El Imperio Otomano, que se hundía lentamente, no poseía en Europa, a la víspera de la guerra, más que Estambul. Todos los jóvenes países nacidos de su descomposición (Grecia, Bulgaria, Rumania, Serbia, Montenegro y Albania), buscaron expandirse a costa de sus vecinos.
Impulsados por esta situación, los dos enemigos seculares del Imperio Otomano continuaron su política tradicional. El Imperio Austrohúngaro deseaba proseguir su expansión en el valle del Danubio hasta el mar Negro. El Imperio ruso, que estaba ligado histórica y culturalmente a los eslavos de los Balcanes, de confesión ortodoxa y que les brindó su apoyo ya en el pasado, dispuso en ellos de aliados naturales en su política de conquista de un acceso al «mar caliente» (pasando por el control de los estrechos).
Evidentemente, estas dos políticas entre una potencia católica y una ortodoxa provocaron enfrentamientos (los dos imperios poseían, además, un águila bicéfala como emblema). La guerra comenzó como un enfrentamiento entre el Imperio Austrohúngaro y Serbia, pero Rusia se unió al conflicto, pues se consideraba protectora de todos los países eslávicos. Tras la declaración de guerra austrohúngara a Rusia el 1 de agosto de 1914, el conflicto se transformó en un enfrentamiento militar a escala europea. Finalmente se incrementaron las hostilidades hasta convertirse en una guerra mundial en la que participaron 32 países, 28 de ellos denominados «Aliados», y entre los que se encontraban Francia, los Imperios Británico y Ruso, Canadá, Estados Unidos, así como Italia que había abandonado la Triple Alianza. El evento detonante fue el asesinato del archiduque Francisco Fernando, heredero del trono del Imperio Austrohúngaro, y su esposa, Sofía Chotek, en Sarajevo el 28 de junio de 1914 a manos del joven estudiante nacionalista serbio Gavrilo Princip.
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Prohíbe la Biblia la Transfusión de Sangre
Con frecuencia nos
enteramos, por medio de las noticias, de ciertos casos en que las Cortes
civiles ordenan que un niño en peligro de muerte reciba una transfusión de
sangre aun contra la voluntad de sus padres. También ha habido casos de adultos
que han sido forzados a recibir una transfusión de sangre contra su voluntad.
Estas extrañas situaciones ocurren debido a las enseñanzas de ciertos movimientos
religiosos que creen que las transfusiones de sangre están en contra de la ley
de Dios. El movimiento más conocido de estos es el de los "Testigos de
Jehová", el cual enseña que la transfusión de sangre y comer sangre es una
y la misma cosa. Ellos están dispuestos a arriesgar la vida antes que violar lo
que consideran un mandato de Dios.
Los "Testigos de
Jehová" y otros enseñan una doctrina equivocada en cuanto a esta enseñanza
bíblica, al afirmar que la transfusión de sangre es una violación del mandato
de abstenerse de comer sangre. Levítico 17-14 declara: "Porque la vida de toda carne es su sangre. Por eso dije a los
israelitas: No coman la sangre de ninguna carne, porque la vida de toda carne
es su sangre. El que la coma, será extirpado".
La ciencia ha comprobado
que aunque hay diferentes tipos, la sangre no difiere en cuanto a sexo o raza.
Se puede hacer transfusiones no importa el color o sexo de cualquier persona de
la tierra ,
siempre y cuando sea el mismo tipo. Sin embargo no se puede hacer transfusión
de sangre de un animal a un hombre.
Todo alimento que es
consumido es
transformado en sustancias nutritivas que son necesarias para
la energía y el desarrollo celular. La sangre también es consumida cuando ésta
se transforma en sustancia alimenticia. La sangre que se pasa en una
transfusión a las venas de un ser humano no se consume o se transforma. Esta
continúa viva, completa al pasar a las venas de otra persona, y no pasa el
proceso de transformación como la sangre que se utiliza como comida. La
transfusión no es ni científicamente ni bíblicamente un proceso de comer
sangre.
Un niño que no ha nacido
aún es alimentado por un medio intravenoso o sea a través del cordón umbilical,
por el cual le llega al feto la sangre de la madre. La transfusión de la sangre
materna lleva sustancias nutritivas y oxigeno que son necesarias para alimentar
y sustentar la vida del bebé durante su estado prenatal. Entonces: ¿Está el
niño comiendo la sangre de la madre? ¡Por supuesto que no! De otra manera, esto
pondría a Dios en contradicción con sus propias leyes. Dios estaría violando su
ley por medio de un proceso natural preestablecido.
Más bien la transfusión de
sangre que recibe el niño durante su existencia prenatal es un don de la vida. En la
misma manera, la transfusión de sangre para uno que está en peligro de muerte
por la pérdida de su propia sangre, recibe el don de la vida por medio de un acto de
misericordia del donador. Este no debe confundirse con comer sangre. Aquellos
que están dispuestos a sacrificar sus propias vidas antes bien que violar un
mandamiento de Dios en cuanto a comer sangre son individuos que han de ser
encomiados.
Sin embargo si ellos
erróneamente relacionan la transfusión de sangre con comer sangre, entonces
deben examinar de nuevo su posición porque ésta no tiene base bíblica. Aquellos
que utilizan sangre en cualquier forma de comida, ya sea por ignorancia del
mandato de Dios o por indiferencia, es necesario que también hagan un nuevo
examen de su posición y también estudien de nuevo este asunto -que desistan de
esta práctica y que manifiesten un respeto evidente por la vida como Dios lo
quiere.
en
0:00


jueves, 19 de junio de 2014
Hizo el gol más rápido de Brasil 2014 y con una señal de la cruz lo dedicó a su hermana fallecida
Dempsey siempre recuerda a su hermana. Sus padres lo hicieron dejar el fútbol para poder pagar las clases de tenis de Jennifer, y fue entonces que lo llamaron para decirle que su hermana se había desmayado y había sido llevada de emergencia a un hospital, donde murió.
Pocos meses antes, Dempsey había tenido una conversación sobre la muerte con su hermana. “Estábamos hablando sobre la muerte y me dijo ‘si alguna vez muero, ¿quieres que vuelva y que te diga que estoy bien? Y yo le dije ‘¡no, eso me asustaría demasiado!’ Hablamos sobre otras cosas y me dijo ‘bueno, si alguna vez muero te ayudaré a que la pelota entre a la redes’. Y por eso es que miro al cielo cuando anoto, para recordarla”, relató al diario The Guardian en una entrevista de 2010.
El gol que ayer anotó Dempsey en la victoria de Estados Unidos sobre Ghana por 2 a 1, ha sido el quinto más rápido de la historia de los mundiales y el más rápido convertido alguna vez por un jugador de Estados Unidos. Con esto Dempsey se convierte también en el único futbolista estadounidense en anotar en tres copas del mundo.
El capitán de Estados Unidos se declara cristiano. “Mi fe en Cristo es lo que me da confianza para el futuro. Sé que en las buenas y en las malas Él es fiel y me cuidará”, declaró al Christian Post en un reciente artículo.
“Rezo para tener fuerza mientras avanzo en el camino ante mí. Juego con lo mejor de mis capacidades y agradezco por las muchas oportunidades y los grandes éxitos que Él me ha dado. En todo quiero hacer lo correcto, no cometer errores, tener una vida que Le agrade”, dijo al mismo diario.
Dempsey cree además que si bien algunas cosas en la vida lo han encarado con el sufrimiento, “eso al final pone la vida en perspectiva”.
Fuente:
www.aciprensa.com
en
10:33


Los Dones del Espíritu Santo y el camino hacia la santidad - Segunda Parte
El temor de Dios y la lucha contra
el pecado
Santidad
significa, entre otras cosas, pureza de alma, limpieza, ausencia de mancha.
Santidad y pecado se oponen radicalmente. Con las únicas excepciones de
Jesucristo y María Santísima, el pecado es una realidad presente en la vida de todo cristiano,
con la que siempre hay que contar en esta tierra. Ningún santo ha alcanzado la
impecabilidad ni se ha sentido impecable. Incluso los que nos hablan con más
atrevimiento de una profunda, continua y transformante identificación con Dios
en las cumbres de la santidad, están convencidos de poder perder en cualquier
momento esa situación privilegiada -que además ven siempre como don inmerecido-
y caer de nuevo en los abismos del pecado, por muy alejados que en esos
momentos se vean de él.
No
obstante, resulta claro que la lucha contra el pecado, y específicamente contra
el pecado mortal, aparece como secundaria en la vida de las almas santas, claramente dominadas
y dirigidas por el amor de Dios. En cambio, los primeros pasos de aquellos que
se proponen seguir más de cerca a Jesucristo suelen estar marcados por una gran
necesidad de conversión, de purificación interior, que aleje de forma determinante
el pecado de sus vidas, liberándose todo lo posible de la inclinación al mal,
para poder dirigir de verdad su inteligencia, su voluntad y sus sentidos a Dios
como objetivo principal, y cuanto antes fin único, incluso, de su existencia.
Los
libros de espiritualidad están llenos de excelentes consejos, recomendaciones,
propuestas prácticas concretas, etc., en esa lucha contra el pecado y sus
adláteres: concupiscencia, tentaciones, “enemigos del alma”,… Pero entre ellos
hay que destacar la docilidad al Espíritu Santo, manifestada particularmente
como Espíritu de temor de Dios. Efectivamente, sólo Dios puede perdonar los
pecados, y sólo El puede ayudar eficazmente al alma a alejarse del peligro del
pecado. El miedo al mismo pecado y a sus consecuencias (el castigo que merece,
el daño causado a la propia alma y a los demás) puede ayudar, pero tiende a
quedarse muy corto; más aún, si ese miedo se entiende como temor a Dios, a su
justicia vindicativa, puede ser incluso contraproducente, al falsear la
auténtica imagen de un Dios que, ante todo, es Padre, Amor y Misericordia:
atributos sin los que no se puede entender la verdadera Justicia divina.
El hijo
pródigo de la parábola siente, sin duda, todo el peso del pecado y de sus
consecuencias, hasta físicas, pero le mueve sobre todo en su arrepentimiento la
amabilísima figura de su padre, al que ha despreciado: se deja llevar por un
verdadero temor filial, con el que reencuentra el amor paterno: “Me levantaré e iré a mi padre y le diré:
Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado
hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, se vino a su
padre. Cuando aún estaba lejos, le vio el padre y, compadecido, corrió a él y
se arrojó a su cuello y le cubrió de besos” (Lc 15, 18-20).
De forma
sencilla, pero profunda y audaz, como es habitual en ella, expresa las claves del
verdadero temor filial la más reciente doctora de la Iglesia, Santa Teresa del
Niño Jesús, en una de sus cartas: “Quisiera
tratar de hacerle comprender con una comparación muy sencilla cómo ama Jesús a
las almas que confían en él, aun cuando sean imperfectas. Supongamos que un
padre tiene dos hijos traviesos y desobedientes, y que, al ir a castigarlos, ve
que uno de ellos se echa a temblar y se aleja de él aterrorizado, llevando en el
corazón el sentimiento de que merece ser castigado; y que su hermano, por el
contrario, se arroja en los brazos de su padre diciendo que lamenta haberlo
disgustado, que lo quiere y que, para demostrárselo, será bueno en adelante; si, además,
este hijo pide a su padre que lo castigue con un beso, yo no creo que el
corazón de ese padre afortunado pueda resistirse a la confianza filial de su
hijo, cuya sinceridad y amor conoce. Sin embargo, no ignora que su hijo volverá
a caer más de una vez en las mismas faltas, pero está dispuesto a perdonarle
siempre si su hijo le vuelve a ganar una y otra vez por el corazón… Sobre el
primer hijo, querido hermanito, no le digo nada, usted mismo comprenderá si su
padre podrá amarle tanto y tratarle con la misma indulgencia que al otro…”
Este
aspecto del temor de Dios, filial, y que brota del amor, es, a nuestro juicio,
el principal y como su razón formal. De ahí su relación, volviendo a Santo
Tomás, con la virtud de la esperanza. La esperanza es deseo y confianza, y
ambos se ven claramente reforzados por la imagen amorosa y misericordiosa de
Dios Padre, del Corazón redentor de Cristo, de un Espíritu que es Espíritu de
Amor y Compasión: en un Dios así se puede confiar plenamente y su poderoso
atractivo enciende nuestro deseo. Junto a la templanza y la esperanza, el don de temor guarda también
una particular relación con la virtud de la humildad; lo cual además resulta
coherente con su especial papel en los primeros pasos de la vida cristiana. En
efecto, la humildad es fundamento imprescindible en el camino de santidad; y el don de temor afianza ese
fundamento en el alma. Para mostrarlo, basta recordar el conocido texto
teresiano: “Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad, que lo
es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y
quien esto no entiende, anda en mentira”
Esta
doble verdad queda, en efecto, iluminada por el don de temor de Dios, que nos muestra la
distancia abismal que separa a la criatura del Creador. Así lo enseña otro de los
grandes maestros de la humildad, San Benito: “El primer grado de humildad
consiste en que poniendo siempre ante sus ojos el temor de Dios, huya echarlo
jamás en olvido, y acordándose siempre de cuanto Dios tiene mandado, considere
de continuo en su corazón, cómo el infierno abrasa por sus pecados a los que
menosprecian a Dios, y cómo la vida eterna está aparejada para los que le
temen. Y absteniéndose en todo tiempo de los pecados y vicios, de los
pensamientos, de la lengua, de las manos, de los pies y de la voluntad propia,
procure también atajar los deseos de la carne. Piense el hombre que Dios le
está mirando a todas horas desde los cielos, y que la mirada de la divinidad ve
en todas partes sus acciones y que los ángeles le dan cuenta de ellas a cada instante.
Esto nos demuestra el Profeta cuando nos inculca que Dios siempre tiene
presentes nuestros pensamientos, diciendo: ‘Dios escudriña nuestros corazones y
todo nuestro interior’ (Ps 7, 10). Y también: ‘El Señor conoce los pensamientos
de los hombres’ (Ps 93, 11). Y aun: ‘De lejos conociste mis pensamientos’ (Ps
138, 3), y: ‘El pensamiento del hombre te será manifiesto’ (Ps 75, 11)”
Al mismo
tiempo, el don de
temor nos ayuda a superar ese mismo abismo que nos separa de Dios, confiados
sólo en el Amor divino, no en nosotros mismos. Esta es la verdadera humildad
cristiana: la que, convencida de su nada se lanza audazmente en brazos del que
lo es Todo. Volvamos a oír a Santa Teresa de Jesús, en una oración que parece
particularmente dirigida por la humildad y el temor de Dios:
“¡Oh, Jesús mío! ¡Qué es ver un
alma que ha llegado aquí caída en un pecado, cuando Vos por vuestra
misericordia la tornáis a dar la mano y la levantáis! ¡Cómo conoce la multitud
de vuestras grandezas y misericordias y su miseria! Aquí es el deshacerse de
veras y conocer vuestras grandezas; aquí el no osar alzar los ojos; aquí es el
levantarlos para conocer lo que os debe; aquí se hace devota de la Reina del
Cielo para que os aplaque; aquí invoca los santos que cayeron después de haberlos
Vos llamado, para que la ayuden; aquí es el parecer que todo le viene ancho lo
que le dais, porque ve no merece la
tierra que pisa; el acudir a los Sacramentos; la fe viva que
aquí le queda de ver la virtud que Dios en ellos puso; el alabaros porque
dejastes tal medicina y ungüento para nuestras llagas, que no las sobresanan,
sino que del todo las quitan. Espántanse de esto. Y ¿quién, Señor de mi alma,
no se ha de espantar de misericordia tan grande y merced tan crecida a traición
tan fea y abominable?; que no sé cómo no se me parte el corazón cuando esto
escribo, porque soy ruin”
Por todo
lo dicho, se comprende el valor particular que tiene el don de temor de Dios en
determinados actos o momentos de la vida cristiana: la recepción del sacramento
de la Penitencia, los actos de contrición y desagravio, la mortificación
voluntaria en cuanto expiación, las purificaciones pasivas del alma, etc. En
cierto sentido, las almas santas suelen necesitar de nuevo particularmente este
don en esos tiempos de sequedad, aridez, abandono, con que Dios frecuentemente
les fortalece en momentos determinados de su vida. Son tiempos de “esperar
contra toda esperanza” (cfr. Rom 4, 18). Así se explica también que el mismo
Jesucristo, a pesar de la total ausencia de pecado en su vida, dispusiera de
este don y lo utilizara; particularmente frente a las tentaciones del diablo en
el desierto, y más claramente aún en la agonía del huerto y en el momento
cumbre de la cruz. Su oración: “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz, pero
no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22, 42); y el “Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has desamparado?” (Mt 27, 46), unido al “Padre, en tus manos
entrego mi espíritu” (Lc 23, 46), me parecen los mayores ejemplos de la fuerza
y hondura que puede alcanzar el
don de temor de Dios en un alma santa, reforzando la
confianza y el abandono en Dios.
Tampoco
María tuvo mancha de pecado, pero la turbación llena de sencillez y humildad
que siente ante el anuncio del Angel, o la identificación con el dolor de su Hijo,
no sólo físico sino también moral, al pie de la Cruz , no se explican sin una fuerte y clara
intervención del don de temor de Dios.
Extractado
del artículo publicado en “Scripta Theologica” 30 (1998/2), 531-557), por Padre
Javier Sesé. Facultad de Teología. Universidad de Navarra
en
10:20


miércoles, 18 de junio de 2014
Evangelización del Brasil - Primera Parte
Desde comienzos del siglo XV hasta las primeras décadas del XVI, los marinos portugueses lograron abrirse ruta marina hacia la India, sólo alcanzada en aquella época por tierra, en interminables viajes de caravanas, que habían de atravesar desiertos y peligrosas tierras de musulmanes y tártaros. Las naves portuguesas descubrieron los archipiélagos de Madeira, Azores y Cabo Verde, así como las costas del Sáhara y del Senegal. Poco después alcanzaron el golfo de Guinea y la costa del Congo. Finalmente en 1488, Bartolomé Díaz rodeaba el cabo de Buena Esperanza, y abría así por el sur de África la navegación hacia el Oriente. Diez años después, Vasco de Gama arribaba a la India.
Esta epopeya marinera de los portugueses, junto al espíritu de aventura y de lucro, reveló también su formidable espíritu apostólico y misionero, encarnado sobre todo en los miembros de la Orden de Cristo. Bajo el reinado de Juan I, su hijo Enrique el Navegante (1394-1460), gran maestre de esta Orden militar, fundó en Segres la primera escuela naval del mundo, y alentó a la Corona y a su pueblo en los viajes y descubrimientos, así como en las luchas contra el Islam y en la difusión misionera de la fe. Desde su convento de Thomar, abierto al Atlántico, en directa dependencia del Papa y sin mediación de ningún obispo, Enrique rigió las iglesias locales de todos los territorios descubiertos y evangelizados.
Por eso, cuando Colón regresó de su primer viaje, los Reyes Católicos se dieron prisa, como sabemos, en conseguir del Papa Alejandro VI las Bulas Inter cætera, de 1493, que concedían a Castilla las islas y tierras que se exploraran. Los portugueses, que deseaban más espacio para su ruta a la India y que pretendían también extender su dominio sobre el Brasil, negociaron laboriosamente, hasta conseguir con los Reyes de Castilla en 1494 el Tratado de Tordesillas, que alejaba la línea referida bastante más allá, a 370 leguas de las Azores. En términos actuales, esta línea partía verticalmente el Brasil por el meridiano 46º 37´, es decir, dejaba en zona española por el sur Sao Paulo, y por el norte Belém.
Pocos años después, en 1500, una expedición portuguesa conducida por Cabral, al desviarse de la ruta de las especias, arribó a las costas del Brasil. Era la primera vez que los portugueses llegaban a América. Pero la tarea de colonización paulatina no se inició hasta el 1516. Las originales atribuciones que Enrique el Navegante tenía como gran maestre de la Orden de Cristo pasaron a la Corona portuguesa, desde que en 1514 el rey era constituido gran maestre de dicha Orden. De este modo, aquella antigua y curiosa forma de gobierno pastoral de las nuevas iglesias pervivió durante siglos, sin mayores variaciones, en el sistema del Patronato regio. En efecto, la Curia romana advirtió desde el primer momento que las audaces navegaciones portuguesas entrañaban inmensas posibilidades misioneras. Y por eso encomendó a la Orden de Cristo, de antiguo encargada de proteger la Cruz y de rechazar el Islam, la misión de evangelizar el Oriente y el nuevo mundo americano que se abría para la Iglesia.
De hecho, la Corona portuguesa fue la impulsora de un gran movimiento misional. Entre 1490 y 1520 envió misioneros a fundar en el Congo un reino cristiano. En 1503 envió franciscanos al Brasil, recién explorado -Frey Henrique fue quien celebró allí la primera misa-. Y cuando en 1542 arribó San Francisco de Javier a Goa, base portuguesa en la India, llegó como legado del rey lusitano. En coherencia a esta situación histórica, el Papa León X, en la Bula Præcelsæ Devotionis (1514), concedió al rey de Portugal una autoridad semejante a la que el rey de Castilla había recibido por la Bula Dudum siquidem (1493) para la evangelización de América.
Brasil era un mosaico de cientos de tribus diversas, aunque puede hablarse de algunos grupos predominantes. Los nativos de la cultura tupí-guaraní se extendían a lo largo de la costa occidental. Los tupís practicaban con frecuencia el canibalismo, y también la eugenesia, es decir, mataban a los niños que nacían deformes o con síntomas de subnormalidad. Con algunas excepciones sangrientas, no ofrecían a los avances portugueses especial resistencia. Los nativos de la cultura ge ocupaban la meseta central, los arawak se asentaban al norte, y los feroces caribes en la cuenca del Amazonas.
Esta epopeya marinera de los portugueses, junto al espíritu de aventura y de lucro, reveló también su formidable espíritu apostólico y misionero, encarnado sobre todo en los miembros de la Orden de Cristo. Bajo el reinado de Juan I, su hijo Enrique el Navegante (1394-1460), gran maestre de esta Orden militar, fundó en Segres la primera escuela naval del mundo, y alentó a la Corona y a su pueblo en los viajes y descubrimientos, así como en las luchas contra el Islam y en la difusión misionera de la fe. Desde su convento de Thomar, abierto al Atlántico, en directa dependencia del Papa y sin mediación de ningún obispo, Enrique rigió las iglesias locales de todos los territorios descubiertos y evangelizados.
Por eso, cuando Colón regresó de su primer viaje, los Reyes Católicos se dieron prisa, como sabemos, en conseguir del Papa Alejandro VI las Bulas Inter cætera, de 1493, que concedían a Castilla las islas y tierras que se exploraran. Los portugueses, que deseaban más espacio para su ruta a la India y que pretendían también extender su dominio sobre el Brasil, negociaron laboriosamente, hasta conseguir con los Reyes de Castilla en 1494 el Tratado de Tordesillas, que alejaba la línea referida bastante más allá, a 370 leguas de las Azores. En términos actuales, esta línea partía verticalmente el Brasil por el meridiano 46º 37´, es decir, dejaba en zona española por el sur Sao Paulo, y por el norte Belém.
Pocos años después, en 1500, una expedición portuguesa conducida por Cabral, al desviarse de la ruta de las especias, arribó a las costas del Brasil. Era la primera vez que los portugueses llegaban a América. Pero la tarea de colonización paulatina no se inició hasta el 1516. Las originales atribuciones que Enrique el Navegante tenía como gran maestre de la Orden de Cristo pasaron a la Corona portuguesa, desde que en 1514 el rey era constituido gran maestre de dicha Orden. De este modo, aquella antigua y curiosa forma de gobierno pastoral de las nuevas iglesias pervivió durante siglos, sin mayores variaciones, en el sistema del Patronato regio. En efecto, la Curia romana advirtió desde el primer momento que las audaces navegaciones portuguesas entrañaban inmensas posibilidades misioneras. Y por eso encomendó a la Orden de Cristo, de antiguo encargada de proteger la Cruz y de rechazar el Islam, la misión de evangelizar el Oriente y el nuevo mundo americano que se abría para la Iglesia.
De hecho, la Corona portuguesa fue la impulsora de un gran movimiento misional. Entre 1490 y 1520 envió misioneros a fundar en el Congo un reino cristiano. En 1503 envió franciscanos al Brasil, recién explorado -Frey Henrique fue quien celebró allí la primera misa-. Y cuando en 1542 arribó San Francisco de Javier a Goa, base portuguesa en la India, llegó como legado del rey lusitano. En coherencia a esta situación histórica, el Papa León X, en la Bula Præcelsæ Devotionis (1514), concedió al rey de Portugal una autoridad semejante a la que el rey de Castilla había recibido por la Bula Dudum siquidem (1493) para la evangelización de América.
Brasil era un mosaico de cientos de tribus diversas, aunque puede hablarse de algunos grupos predominantes. Los nativos de la cultura tupí-guaraní se extendían a lo largo de la costa occidental. Los tupís practicaban con frecuencia el canibalismo, y también la eugenesia, es decir, mataban a los niños que nacían deformes o con síntomas de subnormalidad. Con algunas excepciones sangrientas, no ofrecían a los avances portugueses especial resistencia. Los nativos de la cultura ge ocupaban la meseta central, los arawak se asentaban al norte, y los feroces caribes en la cuenca del Amazonas.
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NUESTRA SEÑORA DE LA CONCEPCIÓN APARECIDA

Durante quince años la imagen permaneció en la residencia del pescador Felipe Pedroso, donde los pescadores se reunían para rezar. La devoción fue creciendo entre el pueblo pues se decía que muchos favores fueron alcanzados por aquellas gentes que rezaban delante de la imagen. La fama de los poderes extraordinarios de Nuestra Señora llegó hasta otras regiones de Brasil. Se construyó una capilla, que pronto se quedó pequeña. Debido al aumento de fieles, en 1834 se inició la construcción de una gran iglesia, la actual Basílica de Nuestra Señora Aparecida. En 1904 la imagen fue coronada con la presencia del Nuncio Apostólico y del presidente de la República. En 1929, Nuestra Señora fue proclamada Patrona Oficial del Brasil por determinación del papa Pío XI. El papa Juan Pablo II, en su visita a Brasil en 1980, consagró la Basílica que alberga la imagen y concedió más tarde indulgencias a los devotos de Nuestra Señora Aparecida.
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El misterio de la Trinidad en los escritos de Juan
La fe en la Santísima Trinidad es la fuente y el destino de nuestro credo. Todo lo que afirmamos con toda claridad con respecto a la Santísima Trinidad lo encontramos en el Nuevo Testamento. Allí está encerrado como una semilla que viene abriéndose a través de los siglos. De los cuatro evangelistas, Juan es el que nos ayuda mayormente a comprender el misterio del Dios Trino.
Juan subraya la unidad profunda entre el Padre y el Hijo. La misión del Hijo es la de revelar el amor del Padre (Jn 17,6-8). Jesús llega a proclamar: "Yo y el Padre somos una cosa sola" (Jn 10,30). Entre Jesús y el Padre hay una unidad tan intensa que quienquiera que ve el rostro de uno, ve también el rostro del otro. Y revelando al Padre, Jesús comunica un espíritu nuevo "el Espíritu de la Verdad que procede del Padre" (Jn 15,26).
A petición del Hijo, el Padre envía a cada uno de nosotros este nuevo Espíritu para que permanezca en nosotros. Este Espíritu, que nos viene del Padre, (Jn 14,16) y del Hijo (Jn 16, 27-8), comunica la profunda unidad existente entre el Padre y el Hijo (Jn 15,26-27). Los cristianos miraban la unidad de Dios para poder entender la unidad que debía existir entre ellos. (Jn 13, 34-35; 17,21).
Hoy decimos: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En el Apocalipsis se dice: De Aquel que es, que era y que viene, de los siete espíritus, que están delante de su trono, y de Jesucristo, el testigo veraz, el primogénito de los muertos y el príncipe de los reyes de la tierra (Ap 1, 4-5). Con estos nombres, Juan dice lo que es y lo que piensan las comunidades y esperan en el Padre en el Hijo y en el Espíritu Santo.
1.- El Nombre del Padre: El Alfa y la Omega. Es – Era – Viene. Omnipotente.
El Alfa y la Omega. Para nosotros sería A y Z. (cf. Is. 44,6; Ap 1,17). Dios es el principio y el final de la historia. ¡No hay puesto para otro dios! Los cristianos no aceptaban la pretensión del imperio romano que divinizaba a los emperadores. Nada de lo que sucede en la vida puede ser interpretado como una simple fatalidad, fuera de la providencia amorosa de este nuestro Dios.
Es, Era, Viene. (Ap 1,4,8; 4,8). Nuestro Dios no es un Dios distante. Ha estado con nosotros en el pasado, está con nosotros en el presente, estará con nosotros en el futuro. El conduce la historia, está dentro de la historia, camina con el pueblo. Una historia de Dios es la historia de su pueblo.
Omnipotente. Era un título imperial de los reyes después de Alejandro Magno. Para los cristianos, el verdadero rey es Dios. Este título expresa el poder creador con el que Dios conduce a su pueblo. El título refuerza la certeza de la victoria y nos obliga a cantar, desde ahora, el gozo del Nuevo Cielo y de la Nueva Tierra (Ap 21,2).
2.- El Nombre del Hijo: Testigo veraz. Primogénito de los muertos. Príncipe de los reyes de la tierra.
Testigo veraz: Testigo es lo mismo que mártir. Jesús tuvo el valor de testimoniar la Buena Nueva de Dios Padre. Fue veraz hasta la muerte y la respuesta de Dios fue la resurrección (Fl 2,9; Hb 5,7).
Primogénito entre los muertos: Primogénito es como decir hermano mayor (Cl 1,18). Jesús es el primero que resucita. ¡Su victoria sobre la muerte vendrá con todos nosotros sus hermanos y hermanas!
Príncipe de los reyes de la tierra: Era un título que la propaganda oficial daba al emperador de Roma. Los cristianos daban este título a Jesús. Creer en Jesús era un acto de rebelión contra el imperio y su ideología.
Estos tres títulos vienen del salmo mesiánico 89, donde el Mesías es llamado Testigo veraz (Sal 89,38), Primogénito (Sal 89, 28), El Altísimo sobre los reyes de la tierra (Sal 89,28). Los primeros cristianos se inspiraban en la Biblia para formular la doctrina.
3.- El Nombre del Espíritu Santo: Siete Lámparas. Siete ojos, Siete espíritus.
Siete lámparas: En el Ap. 4,5, se dice que los siete espíritus son las siete lámparas de fuego que arden delante del Trono de Dios. Son siete porque representan la plenitud de la acción de Dios en el mundo. Son lámparas de fuego, porque simbolizan la acción del Espíritu que ilumina, sacia y purifica (Ac 2,1). Están delante del Trono, porque siempre están dispuestos a responder a cualquier deseo de Dios.
Siete ojos: En el Ap 5,6, se dice que el Cordero tiene "siete ojos, símbolos de los siete espíritus de Dios enviados sobre toda la tierra". ¡Qué bella imagen! Basta mirar al Cordero y ver al Espíritu Santo obrando allí donde mira el Cordero, porque su ojo es el Espíritu. ¡Y el siempre mira hacia nosotros!
Siete espíritus: Los siete evocan los siete dones del Espíritu de los que habla Isaías y que se posarán sobre el Mesías (Is 11,2-3). Esta profecía se realiza en Jesús. Los siete espíritus son, al mismo tiempo, de Dios y de Jesús. La misma identificación del Espíritu con Jesús aparece hacia el final de las siete cartas. Es Jesús el que habla en la carta y al final de cada carta nos dice: Quien tenga oídos escuche lo que el Espíritu dice a las Iglesias. Jesús habla. El Espíritu habla. Es la misma cosa.
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lunes, 16 de junio de 2014
Mensaje del Papa Francisco para el Mundial de Fútbol Brasil 2014
Queridos amigos,
Con mucha gran alegría me dirijo a todos ustedes, los
aficionados al fútbol, al comenzar la
Copa del Mundo de 2014 en Brasil. Deseo enviar un afectuoso
saludo a los organizadores y a los participantes; a todos los atletas y
seguidores, así como a todos los espectadores que en los estadios o a través de
la televisión, la radio e Internet, participan en este evento que supera las
fronteras lingüísticas, culturales y nacionales. Mi esperanza es que, además de una fiesta del deporte, este
Mundial se pueda transformar en una fiesta de la solidaridad entre los pueblos.
Esto supone, sin embargo, que los partidos de fútbol sean considerados por lo
que esencialmente son: un juego y, al mismo tiempo, una oportunidad para el
diálogo, el entendimiento, de mutuo enriquecimiento humano.
El deporte es no sólo una forma de entretenimiento, sino
también - y sobre todo, yo diría - una herramienta para comunicar los valores
que promueven el bien de la persona humana y ayudan a construir una sociedad
más pacífica y fraterna. Pensemos en la lealtad, la perseverancia, la amistad,
el compartir, la solidaridad. Ciertamente, el fútbol suscita muchos valores y actitudes
que han demostrado ser importantes no sólo en el campo, sino también en todos
los aspectos de la vida, más específicamente en la construcción de la paz. El
deporte es una escuela de paz, nos enseña a construir la paz. En este sentido, me gustaría destacar tres lecciones de la
práctica deportiva, tres actitudes esenciales a favor de la causa de la paz: la
necesidad de "entrenarse", el "juego limpio" y el respeto
entre los adversarios.
En primer lugar, el deporte nos enseña que para ganar hay
que entrenarse. Podemos ver, en esta práctica deportiva, una metáfora de la
vida. En la vida hay que luchar, "entrenarse", esforzarse para lograr
resultados significativos. El espíritu deportivo nos remite, de esta manera, una imagen
de los sacrificios necesarios para crecer en las virtudes que construyen el
carácter de una persona. ¡Si para mejorar a una persona es necesario un
"entrenamiento" intenso y continuo, un mayor compromiso deberá ser
invertido para llegar al diálogo y a la paz entre los individuos y los pueblos
"mejores"! Es necesario entrenarse mucho… El fútbol puede y debe ser una escuela para la formación de
una "cultura del encuentro", que conduzca a la armonía y a la paz
entre los pueblos. Y aquí nos ayudará una segunda lección deportiva: aprendamos
lo que el "juego limpio" en el fútbol nos puede enseñar.
Para jugar en equipo hay que pensar, en primer lugar, en el
bien del grupo, no para sí mismos. Para ganar, hay que superar el
individualismo, el egoísmo, todas las formas de racismo, de intolerancia y de
instrumentalización de la persona humana. Por tanto, ser
"individualistas" en el fútbol es un obstáculo para el éxito del
equipo; pero si somos "individualistas" en la vida, ignorando a las
personas que nos rodean, sale perjudicada toda la sociedad. La última lección útil que nos da el deporte para la
consecución de la paz es el deber de respetar al adversario. El secreto de la
victoria, sobre el campo, y también en la vida, está en saber respetar al
compañero de equipo, así como también al adversario. ¡Nadie gana solo, ni en el
campo, ni en la vida! ¡Que nadie quede aislado o se sienta excluido!
Y, si bien es cierto que al final de esta Copa del Mundo,
sólo un equipo nacional va a levantar la copa como ganador, aprendiendo las
lecciones que nos enseña el deporte, todos seremos ganadores, fortalecimiento
los lazos que nos unen.
Queridos amigos, gracias por la oportunidad de haber podido dirigir estas palabras a ustedes -en particular, agradezco a Su Excelenciala Presidenta de Brasil,
señora Dilma Rousseff, a quien saludo- y les aseguro mis oraciones para que las
bendiciones celestiales abunden sobre todos ustedes.
Queridos amigos, gracias por la oportunidad de haber podido dirigir estas palabras a ustedes -en particular, agradezco a Su Excelencia
Que esta Copa del Mundo pueda celebrarse con toda serenidad
y tranquilidad, siempre desde el respeto mutuo, la solidaridad y la fraternidad
entre los hombres y las mujeres que se identifican como miembros de una sola
familia. ¡Gracias!
en
22:36


miércoles, 11 de junio de 2014
Buddy Guy - Rhythm & Blues
A pedido de nuestros oyentes, comenzaremos a publicar el material musical exclusivo de EL ALFA Y LA OMEGA, el álbum elegido esta semana es: “Rhythm & Blues”, así se titula el disco del legendario Buddy Guy, un disco que impacta desde su portada, con el guitarrista vistiendo una camisa negra con bolas blancas, al igual que el cuerpo de su Fender Stratocaster, en una expresión de aquella promesa que hizo a su madre de volver a su pueblo en un Cadillac negro con pepas blancas. Lamentablemente la mamá de Buddy Guy murió antes de que él pudiera cumplir lo prometido y por eso, en honor a ese pacto, es que sus guitarras siempre son así, negras con bolas blancas o al contrario, blancas con bolas negras.
George "Buddy" Guy, guitarrista y cantante de blues estadounidense, conocido por ser un innovador de la guitarra, dentro del Blues de Chicago y es una de las mayores influencias para muchos guitarristas, como Jimi Hendrix, Eric Clapton y Stevie Ray Vaughan, por nombrar a algunos. Ganó cinco veces un Premio Grammy. Pero dejando lo anecdótico a un lado, pasemos a lo musical, con esta nueva producción Buddy Guy sigue en la línea de los discos conceptuales, que comenzó con aquel bello “Sweet Tea”, una exploración por el blues profundo, pasando por el acústico “Blues Singer” hasta llegar al autobiográfico “Living Proof”. “Rhythm & Blues” es un disco doble, con un set llamado Rhythm, dedicado al soul, y el otro set llamado “Blues”.
Llama la atención el disco dedicado al soul, porque muestra a Buddy Guy grueso, gigante, dejándose acompañar por una sección de vientos, sintiéndose un poco como intentando emular al recientemente fallecido Bobby Bland, luchando contra la rítmica mientras su guitarra corre por la canción. Por su parte, el disco dedicado al blues trae como novedoso la participación de Aerosmith en uno de los temas, en el que la voz de Buddy Guy se escucha muy joven en comparación con la de Steven Tyler, mientras que dicta una lección de guitarra como a lo largo de esta segunda parte de su nuevo disco, que es una muestra de que la edad no le ha hecho perder potencia a Buddy Guy.
George "Buddy" Guy, guitarrista y cantante de blues estadounidense, conocido por ser un innovador de la guitarra, dentro del Blues de Chicago y es una de las mayores influencias para muchos guitarristas, como Jimi Hendrix, Eric Clapton y Stevie Ray Vaughan, por nombrar a algunos. Ganó cinco veces un Premio Grammy. Pero dejando lo anecdótico a un lado, pasemos a lo musical, con esta nueva producción Buddy Guy sigue en la línea de los discos conceptuales, que comenzó con aquel bello “Sweet Tea”, una exploración por el blues profundo, pasando por el acústico “Blues Singer” hasta llegar al autobiográfico “Living Proof”. “Rhythm & Blues” es un disco doble, con un set llamado Rhythm, dedicado al soul, y el otro set llamado “Blues”.
Llama la atención el disco dedicado al soul, porque muestra a Buddy Guy grueso, gigante, dejándose acompañar por una sección de vientos, sintiéndose un poco como intentando emular al recientemente fallecido Bobby Bland, luchando contra la rítmica mientras su guitarra corre por la canción. Por su parte, el disco dedicado al blues trae como novedoso la participación de Aerosmith en uno de los temas, en el que la voz de Buddy Guy se escucha muy joven en comparación con la de Steven Tyler, mientras que dicta una lección de guitarra como a lo largo de esta segunda parte de su nuevo disco, que es una muestra de que la edad no le ha hecho perder potencia a Buddy Guy.
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miércoles, 4 de junio de 2014
Beth Hart & Joe Bonamassa - 'Live in Amsterdam'
A pedido de nuestros oyentes, comenzaremos a publicar el material musical exclusivo de EL ALFA Y LA OMEGA, el album elegido esta semana es: Beth Hart & Joe Bonamassa - 'Live in Amsterdam'
Tras la edición de dos álbumes conjuntos ("Don't Explain" en 2012 y "Seesaw" el pasado 2013), era lógico que Joe Bonamassa y la nueva dama del blues, Beth Hart, registraran un directo. La ocasión la brindó la pequeña gira que el tándem ofreció en Europa el pasado verano. El concierto recogido en este DVD es uno de los dos que ofrecieron en la ciudad holandesa de Amsterdam con los que cerraron aquel tour y que se saldaron con dos rotundos sold outs.
Beth Hart cantante y compositora estadounidense de blues, rock, soul y jazz. Es una de las contralto más respetadas por su potente voz y su intensidad al interpretar. Artistas como Robert Plant, Ella Fitzgerald, Chris Cornell, Janis Joplin, Aretha Franklin, Etta James, entre otros, influenciaron en su particular estilo. Todas estas influencias se ven claramente plasmadas en su discografía a lo largo de su carrera musical.
Joe Bonamassa guitarrista y cantante de blues y rock estadounidensede, entrega todo el excitante poder y electrizantes apariciones en directo mezclado con la esencia de su música y manejándose desde la suavidad, hasta la dureza, desde la electricidad, hasta la suavidad mas clarividente, convirtiéndose en un artista increíble a fecha.
Beth Hart & Joe Bonamassa - 'Live in Amsterdam' estan respaldados por una banda de infarto en la que destacan los veteranos Blondie Chaplin y Anton Fig, Hart y Bonamassa ofrecieron un concierto que roza las dos horas y donde se recoge el material de los dos álbumes anteriormente citados. Poco espacio para las sorpresas pues, aunque se trata de una actuación impecable en la que es palpable la calidad de todos los músicos implicados, con una Hart al frente del escenario con su vozarrón liderando a toda la banda y con Bonamassa en la retaguardia pero dejando claro quién es el jefe a las seis cuerdas. Lo poco que se deja notar el público en gran parte de la grabación, aunque el estar registrado en el Carre Theater, tal vez tenga algo que ver.
Tras la edición de dos álbumes conjuntos ("Don't Explain" en 2012 y "Seesaw" el pasado 2013), era lógico que Joe Bonamassa y la nueva dama del blues, Beth Hart, registraran un directo. La ocasión la brindó la pequeña gira que el tándem ofreció en Europa el pasado verano. El concierto recogido en este DVD es uno de los dos que ofrecieron en la ciudad holandesa de Amsterdam con los que cerraron aquel tour y que se saldaron con dos rotundos sold outs.
Beth Hart cantante y compositora estadounidense de blues, rock, soul y jazz. Es una de las contralto más respetadas por su potente voz y su intensidad al interpretar. Artistas como Robert Plant, Ella Fitzgerald, Chris Cornell, Janis Joplin, Aretha Franklin, Etta James, entre otros, influenciaron en su particular estilo. Todas estas influencias se ven claramente plasmadas en su discografía a lo largo de su carrera musical.
Joe Bonamassa guitarrista y cantante de blues y rock estadounidensede, entrega todo el excitante poder y electrizantes apariciones en directo mezclado con la esencia de su música y manejándose desde la suavidad, hasta la dureza, desde la electricidad, hasta la suavidad mas clarividente, convirtiéndose en un artista increíble a fecha.
Beth Hart & Joe Bonamassa - 'Live in Amsterdam' estan respaldados por una banda de infarto en la que destacan los veteranos Blondie Chaplin y Anton Fig, Hart y Bonamassa ofrecieron un concierto que roza las dos horas y donde se recoge el material de los dos álbumes anteriormente citados. Poco espacio para las sorpresas pues, aunque se trata de una actuación impecable en la que es palpable la calidad de todos los músicos implicados, con una Hart al frente del escenario con su vozarrón liderando a toda la banda y con Bonamassa en la retaguardia pero dejando claro quién es el jefe a las seis cuerdas. Lo poco que se deja notar el público en gran parte de la grabación, aunque el estar registrado en el Carre Theater, tal vez tenga algo que ver.
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martes, 3 de junio de 2014
Los Dones del Espíritu Santo y el camino hacia la santidad - Primera Parte
La tradición teológica y espiritual cristiana ha resaltado desde muy antiguo el papel de los siete dones del Espíritu Santo en la santificación del alma. Como es sabido, aunque la expresión “dones del Espíritu Santo” se puede entender de forma general, es decir, referida a todo tipo de dádivas divinas, habitualmente tiene un sentido mucho más específico; recordémoslo con palabras del Catecismo de la Iglesia Católica, que recogen sintéticamente la doctrina tradicional:
“La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo. Estos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo”
“Los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David (cf Is 11, 1-3). Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas”.
No es nuestra intención ahora abordar la cuestión teológica de la naturaleza de estos dones, su relación con las virtudes, su número septenario, etc. Este artículo quiere enmarcarse en un contexto más teológico-espiritual que dogmático, más práctico que especulativo. Teniendo en cuenta la abundante doctrina de los santos y maestros espirituales sobre el papel de los dones en la santificación del alma, queremos fijarnos sobre todo en una visión clásica de la vida espiritual cristiana: su presentación como un camino, itinerario o ascensión.
En ese camino hacia la santidad, la iniciativa y la actividad principal es divina: la acción del Espíritu Santo en el alma, contando con la libre cooperación humana. La actitud cristiana de docilidad a esa conducción interior divina resulta así decisiva en el proceso de la propia santificación. Como acabamos de leer en el Catecismo, Dios infunde en nuestras almas los siete dones precisamente con el objeto de facilitar esa docilidad a sus inspiraciones y mociones; y en este punto es justamente donde completan y perfeccionan a las virtudes. La santidad del alma crecerá así en la medida de una mayor docilidad a la acción del Espíritu Santo, y por tanto, en la medida de un mayor arraigo y desarrollo de esas “disposiciones permanentes” que son los dones.
La enumeración clásica de los siete dones del Espíritu Santo, tomada de Isaías 11, 1-3, ha sido vista por la tradición teológica y espiritual como una cierta gradación de la actuación del “Espíritu septiforme” en el cristiano: el espíritu de sabiduría sería la culminación de un proceso iniciado desde el temor de Dios. Es el itinerario que presenta, entre otros, San Agustín:
“Cuando el profeta Isaías recuerda aquellos siete famosos dones espirituales, comienza por la sabiduría para llegar al temor de Dios, como descendiendo desde lo más alto hasta nosotros, para enseñarnos a subir. Parte del punto adonde nosotros debemos llegar, y llega al punto donde nosotros comenzamos. Dice, en efecto: “descansará sobre El, el Espíritu de Dios, Espíritu de sabiduría y de inteligencia, Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y de piedad, Espíritu de temor de Dios” (Is 11, 2-3). A la manera, pues, que el Verbo encarnado, no aminorándose, sino enseñándonos, desciende desde la sabiduría hasta el temor; así debemos nosotros elevarnos desde el temor a la sabiduría, no llenándonos de soberbia, sino progresando, ya que el temor es el inicio de la sabiduría” (Prov 1, 7)
Por esta razón se coloca en el primer lugar la sabiduría, que es la verdadera luz del alma, y en el segundo el entendimiento. Como si a los que le preguntan: ¿de dónde hay que partir para llegar a la sabiduría?, les respondiera: del entendimiento. ¿Y para llegar al entendimiento? Del consejo. ¿Y para llegar al consejo? De la fortaleza. ¿Y para llegar a la fortaleza? De la ciencia. ¿Y para llegar a la ciencia? De la piedad. ¿Y para llegar a la piedad? Del temor. Luego desde el temor a la sabiduría, porque “el temor de Dios es el inicio de la sabiduría” (Prov 1, 7)”. Este papel gradual de la acción divina a través de los siete dones es el que queremos presentar aquí. La frase de los Proverbios citada dos veces en ese texto de San Agustín, combinada con la enumeración “desdendente” de Isaías, es precisamente la fuente principal de casi todos los autores que defienden esta visión progresiva de la acción del Espíritu divino en el alma, por la sucesiva intervención de los siete dones.
No obstante, conviene aclarar desde el principio que se trata de un “modelo” teológico-espiritual que no conviene extralimitar. En efecto, esta visión puede servir de orientación para comprender el proceso de santificación del alma, y también de ayuda práctica en la vida ascética; pero no pretendemos afirmar que exista una estricta periodización de la vida espiritual en siete etapas bien delimitadas, según los dones, como tampoco pretenden eso otros modelos clásicos como el de las tres vías, o el de las moradas teresianas, por poner sólo dos ejemplos bien conocidos, entre muchos otros, abundantes en la literatura espiritual. La acción del Espíritu divino es riquísima y variadísima en la vida de millones de cristianos de todas las épocas, y no está predeterminada por esquemas y periodizaciones rígidas; aunque también es cierto que esa actividad divina sigue una lógica que nos permite, aunque sin rigideces, poder presentar unos rasgos generales y comunes de la vida cristiana lo más universales posibles.
En particular, los siete dones desempeñan un papel importante desde el principio hasta el final del camino de santidad; como lo juegan las virtudes, los sacramentos, la oración, etc. Hay algo de cada uno de ellos en cada etapa, e incluso en cada acto de la vida cristiana. Pero también nos parece que existe una mayor necesidad y predominio del temor de Dios en los primeros pasos de ese itinerario, mientras la sabiduría se suele enseñorear de la vida contemplativa y de intenso amor a Dios de las almas más santas; por hablar sólo de los dos extremos de la cadena. Sea como sea, nos parece que una reflexión sobre cada uno de los aspectos de esta septiforme intervención divina en el cristiano, puede ser de gran utilidad para una mayor comprensión teológica de la persona y la actuación del Espíritu Santo, y para una mejora interior personal de cada uno en la docilidad a sus impulsos e inspiraciones.
Extractado del artículo publicado en “Scripta Theologica” 30 (1998/2), 531-557), por Padre Javier Sesé. Facultad de Teología. Universidad de Navarra
“La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo. Estos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo”
“Los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David (cf Is 11, 1-3). Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas”.
No es nuestra intención ahora abordar la cuestión teológica de la naturaleza de estos dones, su relación con las virtudes, su número septenario, etc. Este artículo quiere enmarcarse en un contexto más teológico-espiritual que dogmático, más práctico que especulativo. Teniendo en cuenta la abundante doctrina de los santos y maestros espirituales sobre el papel de los dones en la santificación del alma, queremos fijarnos sobre todo en una visión clásica de la vida espiritual cristiana: su presentación como un camino, itinerario o ascensión.
En ese camino hacia la santidad, la iniciativa y la actividad principal es divina: la acción del Espíritu Santo en el alma, contando con la libre cooperación humana. La actitud cristiana de docilidad a esa conducción interior divina resulta así decisiva en el proceso de la propia santificación. Como acabamos de leer en el Catecismo, Dios infunde en nuestras almas los siete dones precisamente con el objeto de facilitar esa docilidad a sus inspiraciones y mociones; y en este punto es justamente donde completan y perfeccionan a las virtudes. La santidad del alma crecerá así en la medida de una mayor docilidad a la acción del Espíritu Santo, y por tanto, en la medida de un mayor arraigo y desarrollo de esas “disposiciones permanentes” que son los dones.
La enumeración clásica de los siete dones del Espíritu Santo, tomada de Isaías 11, 1-3, ha sido vista por la tradición teológica y espiritual como una cierta gradación de la actuación del “Espíritu septiforme” en el cristiano: el espíritu de sabiduría sería la culminación de un proceso iniciado desde el temor de Dios. Es el itinerario que presenta, entre otros, San Agustín:
“Cuando el profeta Isaías recuerda aquellos siete famosos dones espirituales, comienza por la sabiduría para llegar al temor de Dios, como descendiendo desde lo más alto hasta nosotros, para enseñarnos a subir. Parte del punto adonde nosotros debemos llegar, y llega al punto donde nosotros comenzamos. Dice, en efecto: “descansará sobre El, el Espíritu de Dios, Espíritu de sabiduría y de inteligencia, Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y de piedad, Espíritu de temor de Dios” (Is 11, 2-3). A la manera, pues, que el Verbo encarnado, no aminorándose, sino enseñándonos, desciende desde la sabiduría hasta el temor; así debemos nosotros elevarnos desde el temor a la sabiduría, no llenándonos de soberbia, sino progresando, ya que el temor es el inicio de la sabiduría” (Prov 1, 7)
Por esta razón se coloca en el primer lugar la sabiduría, que es la verdadera luz del alma, y en el segundo el entendimiento. Como si a los que le preguntan: ¿de dónde hay que partir para llegar a la sabiduría?, les respondiera: del entendimiento. ¿Y para llegar al entendimiento? Del consejo. ¿Y para llegar al consejo? De la fortaleza. ¿Y para llegar a la fortaleza? De la ciencia. ¿Y para llegar a la ciencia? De la piedad. ¿Y para llegar a la piedad? Del temor. Luego desde el temor a la sabiduría, porque “el temor de Dios es el inicio de la sabiduría” (Prov 1, 7)”. Este papel gradual de la acción divina a través de los siete dones es el que queremos presentar aquí. La frase de los Proverbios citada dos veces en ese texto de San Agustín, combinada con la enumeración “desdendente” de Isaías, es precisamente la fuente principal de casi todos los autores que defienden esta visión progresiva de la acción del Espíritu divino en el alma, por la sucesiva intervención de los siete dones.
No obstante, conviene aclarar desde el principio que se trata de un “modelo” teológico-espiritual que no conviene extralimitar. En efecto, esta visión puede servir de orientación para comprender el proceso de santificación del alma, y también de ayuda práctica en la vida ascética; pero no pretendemos afirmar que exista una estricta periodización de la vida espiritual en siete etapas bien delimitadas, según los dones, como tampoco pretenden eso otros modelos clásicos como el de las tres vías, o el de las moradas teresianas, por poner sólo dos ejemplos bien conocidos, entre muchos otros, abundantes en la literatura espiritual. La acción del Espíritu divino es riquísima y variadísima en la vida de millones de cristianos de todas las épocas, y no está predeterminada por esquemas y periodizaciones rígidas; aunque también es cierto que esa actividad divina sigue una lógica que nos permite, aunque sin rigideces, poder presentar unos rasgos generales y comunes de la vida cristiana lo más universales posibles.
En particular, los siete dones desempeñan un papel importante desde el principio hasta el final del camino de santidad; como lo juegan las virtudes, los sacramentos, la oración, etc. Hay algo de cada uno de ellos en cada etapa, e incluso en cada acto de la vida cristiana. Pero también nos parece que existe una mayor necesidad y predominio del temor de Dios en los primeros pasos de ese itinerario, mientras la sabiduría se suele enseñorear de la vida contemplativa y de intenso amor a Dios de las almas más santas; por hablar sólo de los dos extremos de la cadena. Sea como sea, nos parece que una reflexión sobre cada uno de los aspectos de esta septiforme intervención divina en el cristiano, puede ser de gran utilidad para una mayor comprensión teológica de la persona y la actuación del Espíritu Santo, y para una mejora interior personal de cada uno en la docilidad a sus impulsos e inspiraciones.
Extractado del artículo publicado en “Scripta Theologica” 30 (1998/2), 531-557), por Padre Javier Sesé. Facultad de Teología. Universidad de Navarra
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